Rayito y

la princesa

del médano

Óscar Colchado Lucio

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Y ahora este libro

va para ti, Juanita,

mi buena hermana.

También para tu esposo

y tus hijos.

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UNAS PALABRAS

Una parte de mi ser está llena de gaviotas, lanchas y atardeceres, porque si bien es cierto que nací en las altas montañas de mi patria, mi infancia termina junto al mar, en el puerto de Chimbote, en donde mayormente están situadas las historias de este libro.

Las experiencias que se narran yo las he vivido. Por eso te las cuento. Llevan la impronta de quien amó de niño a esas criaturas tiernas e inolvidables que nos acompañaron por breves o largos años, dándonos el calor de un hermano o de un amigo entrañable: nuestras mascotas.

¿Quién no ha tenido un loro, un gato o un perrito (y algunos hasta un caballo o una vaca) de mascota?

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Pues yo quise rememorar esa fraterna amis-tad que bañó mi infancia, mostrando un pasaje de la vida de aquellos animales con quienes me tocó compartir mis años de infante.

que estas historias te van a tocar. Para eso las he escrito: para que sepas valorarlos más si en suerte gozaste alguna vez de su ternura, de su apego e impregnaste en ellos un poco de tu alma.

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El tordo que murió

de amor

Ahora que la primavera sonríe en el cielo de Chimbote, me acuerdo. Me acuerdo de aquel alado amigo que en mañanas como esta cantaba en mi ventana. Yo era entonces un niño muy extraño que, de repente, desbordaba de alegría o bien se tornaba triste como las desiertas playas a la hora del crepúsculo. Ese amigo de quien ahora les hablo: un nigérrimo tordo, ágil y vivaz; fue en el río de mi tristeza como un breve recodo donde se adormilaron las agitadas aguas de mi alma.

Me lo obsequiaron una tarde que salí de la escuela. Y con esa inefable emoción que en los

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niños producen las cosas novedosas, recorrí todo mi barrio exhibiéndolo, mostrándolo a mis ami-gos. Estos, al verlo, se alborotaron tanto que me siguieron por todo el lugar barajando nombres.

–Lo llamaremos Flecha Negra –decían unos.

–No, mejor Hijo de la Noche –opinaban otros.

Y yo ingenuamente dije:

–Lo llamaremos simplemente Tordo.

Y ellos, encontrándolo al parecer muy gracioso, se desternillaron de risa.

Lo crie, no como lo hace toda la gente, en una jaula corriente y común, sino en el vano de la ventana grande –con protección de malla– que comunicaba el dormitorio con el jardín. Desde allí, todas las mañanas al rayar la aurora, jubiloso posaba en mis sueños su armonioso canto; y yo despertaba tan contento como si la blanca luz del sol, filtrándose por mis oídos, hubiese tocado lo más recóndito de mi alma.

Así viví durante mucho tiempo, aromando mi alegría en el tierno arrullo de su voz. Mas una

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tarde, a la hora del crepúsculo, cuando bandadas de tordos y loros, sobrevolando el barrio, se dirigían de las campiñas al Vivero Forestal, vi a la negra avecilla de mi ventana seguir con tristeza el impetuoso vuelo de los primeros y la ruidosa algarabía de los segundos. Algún sentimiento fuerte le entraría, seguramente, pues, cuando ya se perdían en lontananza, echó el pico hacia arriba, apuntando al cielo, y empezó a cantar; pero no continuó porque, al punto, el hilo de la voz se le quebró. Y sin retomar su trino, bajó la húmeda mirada y la mantuvo melancólicamente fija en las cucardas del jardín.

Desde ese día, su canto, antes diáfano y canoro, se trocó por otro, lastimero. Y yo quedé contagiado de esa nostalgia, acaso para siempre. Aunque, a decir verdad, en esas notas teñidas de desencanto, yo encontraba un placer extra-ño, tal si me sumiera en el remanso pausado, misterioso, de alguna música desconocida.

Así pasaron varios meses. Y llegó octubre

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con su cielo de cristal. Y una mañana tibia, a esa hora en que el sol se despereza, me desperté contrito sin el tierno aviso de su canto, como si esta vez mi viejo amigo el tordo, olvidándose de su habitual tristeza, hubiese decidido jugarme alguna broma, como nunca antes lo había hecho.

Muy resentido con él, me dirigí hacia la venta-na. Mas, al abrir la hoja de madera, quedé pasmado, sin poder creerlo: con las alitas desplegadas, las patitas rígidas y el pico clavado en tierra como una lira rota, lo encontré muerto a escasos cen-tímetros del tarrito que contenía su agua.

Lloré mucho aquella vez. Y hasta a mi madre y a mi hermanita las hice llorar.

–No llores –me dijeron mis buenos amigui-tos que, enterados, acudieron a darme ánimo–. No llores. Lo enterraremos allá arriba, en la cumbre del cerro de arena, junto a la Cruz de Mayo, y verás que en lo alto del madero sagrado su alma vendrá a posarse y a cantar todas las mañanas.

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–Sí –les respondí, enjugándome las lágrimas–. Y le pondremos una corona pequeñita, muy linda, de flores que traeremos de la campiña.

Y así fue.

Lo enterramos en el cerro de arena junto a la Cruz de Mayo. Y mi padre, que también nos acompañó, prometió llevarnos algunas tardes a la campiña donde, según él, el tordo volvería a cantar.

Por la noche, cuando me revolvía en mi cama sin poder dormir, pensando en lo que pudo originar su muerte, escuché a mi padre decirle muy quedo a mamá: –Ese tordo se murió de amor.

Y fue entonces cuando recordé la tarde aquella en que su canto se quebró.

Y ahora que la primavera me trae estos recuerdos, pienso que no es tan solo mi amigo el tordo quien ya no está conmigo, sino también ellos –papá y mamá– que un día se fueron para nunca más volver.

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Amigo gallinazo

Amigo Gallinazo:

Te escribo esta carta esperanzado en que mi cometa, que suele volar muy alto en esta temporada de vientos permanentes, la depo-site en el cerro más elevado de Chimbote, de donde ojalá puedas recogerla y enterarte de lo que aquí te digo.

Sucede que ayer por la tarde, después de no qué tiempo, mis ojos volvieron a verte. Aunque, lástima, en un momento nada agra-dable, como el que yo hubiera querido para abrazarme a tu nigérrimo cuerpo emplumado, y depositarte todo el cariño que te guardaba.

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Sí, volví a verte, pero esta vez erizado como un gallo de pelea, con tus ojos que despedían fuego, luchando a muerte con otro gallinazo; uno más alto, más corpulento que tú, pero que finalmente demostró ser un cobarde.

Venía yo de la escuela y me dirigía a mi casa, cuando observé a la distancia, en el barrio de Miramar, a muchos chicos con uniforme de colegio, amontonados y alborotados cerca del muelle viejo.

Luego de correr y abrirme paso agitada-mente entre los curiosos, descubrí con gran sorpresa y desencanto que se trataba de una feroz pelea entre dos aves carroñeras, en la que, por desgracia, una de ellas eras tú, amigo.

Te reconocí al punto por la cinta roja, ya descolorida, que, ostentoso, parecías llevar amarrada a tu pata derecha cual distintivo de un caballero, y que no era otra que aquella que un día no muy lejano mi padre te anudara en recuerdo de los días que habitaste con

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nosotros en el humilde rancho de la calle Olaya, junto al camal antiguo, donde nos cobijábamos.

En ese momento tuve miedo de acercarme y decirte algo. Separados por momentos, ambos se estudiaban; después avanzaban para aco-meterse con acerados picotazos en la cabeza calva, o cogiéndose por el cuello, intentando arrancárselos mutuamente.

Esa cinta colorada en tu pata derecha era la admiración de los curiosos colegiales, quie-nes no acertaban a explicarse cómo un ave montaraz, habitante de los cielos, podía llevar adherido a su cuerpo esa especie de blasón propio de los héroes terrenales.

Solo yo sabía el secreto. Pero no era el momento de alardear ante ellos. ¡Qué… bah! Todos estaban pendientes en ese instante de la inusual batalla. De esa lucha de dos colo-sos emplumados que con gran ferocidad se agredían, hundiendo sus corvos y acerados picos en las apretadas carnes del contrario,

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desprendiendo plumas y haciendo brotar una sangre medio negra de los cuerpos crispados. Había fuego en los ojos de ambos contrin-cantes y una gran ansiedad de triunfo. Cada cual esperaba que el otro levantara el vuelo y huyera en las breves treguas que se daban, acezantes, con la lengua fuera.

La lucha continuó un buen rato todavía, hasta que, cansado desplumado y sangrante, decidió huir tu adversario, volando a duras penas sobre el mar, en dirección a las islas.

No quise perturbarte en esos momentos en que parecías rumiar tu cólera dando pasos largos en idas y venidas allí donde moría la resaca.

Y cuando estuve tentado de dirigirme hacia ti a darte mi ansioso abrazo de amigo, tú, sin volverte a mirar, pensando quizá que alguien podría hacerte daño, batiste las alas pesadamente y, dándote un fuerte impulso, alzaste el vuelo y remontaste en dirección a la campiña. Fue en ese momento, viéndote volar