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Peligro en la excavación
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Traducción de Isabel Llasat BotijaLauren Magaziner
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Título original: Cased Closed: Danger on the DigPrimera edición: noviembre de 2022Publicado por acuerdo con Katherine Tegen Books,un sello de HarperCollins Publishers© 2022, Lauren Magaziner© 2022, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2022, Isabel Llasat Botija, por la traducción© 123RF, por las ilustraciones de la página 77a© Shutterstock, por las ilustraciones de las páginas 5, 32, 34, 63, 77b, 78, 210, 217, 233, 327, 349, 358, 361, 383, 416, 436, 437, 443, 452, 492 y 493Diseño original de la portada: Petur AntorssonIlustración de la portada: Andrea VandergriDiseño de interior: CompañíaPenguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.Elcopyrightestimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyrightal no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autoresy permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.ISBN: 978-84-272-2761-3Compuesto en Pleca Digital, S. L. U.Composición digital: www.acatia.es
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Para Hali Baumstein y Jessica Sears¡Viva el Clan de Las Pistas!Nadie mejor en el mundopara resolver casosque mis compañeras detectives preferidas.¡Gracias a las dos por las ganas de aventura!(Sí, está con ¡Cómo no! ).
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7PRIMER DÍAACABAMOS DE ATERRIZAR Y ESTAMOS ESPE-rando el equipaje. Hay una probabilidad entre mil de que Frank se monte en la cinta transportadora.—Va a hacerlo —le digo a mi mejor amiga, Eliza.—¡Que no! —dice—. Ya tiene casi siete años. Ha crecido y ha madurado. Eliza es muy inteligente —la persona más inteli-gente y lógica que conozco—, pero ahora mismo está sobrevalorando a su hermano. Es evidente que lo va a hacer. —¿Qué te apuestas? —le digo—. ¿Un euro? A Eliza se le iluminan los ojos.—No. Quien gane podrá elegir a qué sospechoso interrogamos primero.
8Claro, ¿cómo no iba a apostar eso? Eliza lleva más de un mes intentando quitarme mi papel de jefe de equipo. Y desde entonces hay mucha tensión entre nosotros. Es como… si nos peleáramos pero sin pe-learnos por nada concreto. Estamos incómodos, puede que incluso distanciándonos.Todo empezó cuando mi madre y su socio, Cole, aceptaron colgar nuestras fotos en la web de su agencia de detectives Las Pistas, en calidad de detec-tives júnior. Habíamos participado en tres casos fa-mosos que les dieron muy buena prensa: salvamos a una millonaria que recibía amenazas de muerte, en-contramos a una actriz secuestrada y descubrimos varios secretos en un hotel encantado.¡Menuda emoción cuando vimos nuestros perfi-les colgados! Pero mi madre dijo que para confirmar el nombramiento de detectives júnior tendríamos que hacer unas prácticas, para que no perdiéramos facultades investigadoras entre caso y caso.En la primera (y única) práctica con un caso in-ventado, Eliza empezó a arrancarme las pistas de las manos, a tomar decisiones y a darme órdenes. Hasta se atrevió a interrogar a la persona supuestamente sospechosa, que es lo que en principio hago yo. Nuestro trabajo en equipo se rompió en pedazos y no fue por falta de práctica.
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9Fue porque Eliza quiso ser la única protagonista. Olvidó que somos un equipo y que cada uno tiene un papel muy concreto. Cuando empezamos a dis-cutir sobre quién debía tomar las decisiones y quién debía resolver los enigmas, se enfadó y se fue de casa dando un portazo.Ya no acabamos la práctica y desde entonces he-mos estado muy tensos los dos. Para que me sintiera mejor, mi madre me dijo que el cambio es parte del crecimiento, pero fue peor, porque yo no quiero que cambie nada en la relación con mi mejor amiga. Aunque ya haya cambiado.—Bueno, ¿qué? —me dice Eliza mientras Frank se cuela entre la gente—. ¿Aceptas la apuesta o no?—Aceptadísima. Al principio Frank se sienta en el borde de la pa-sarela, como si estuviera cansado y necesitara un banco. Pero después empieza a rodar despacio sobre la cinta en movimiento. Y al cabo de un minuto ya está surfeando montado encima de una maleta.—¡HEMOS INICIADO EL DESCENSO! —procla-ma, mientras Eliza gime.—¡Frank! —grita mi madre al verlo desde donde espera el equipaje—. ¡Baja ahora mismo de ahí! ¡Es peligroso!—¿Peligro? ¡El peligro es mi desayuno! ¡Y mi al-
10muerzo! ¡Y también cena! ¡Y puede que mi aperiti-vo! ¡Y mi postre seguro! El nivel de excitación de Frank no puede ser bue-no para él.—¡He ganado! —digo riéndome y mirando a Eliza.—Vale, tampoco hace falta que te regodees —dice, cruzándose de brazos.—No me regodeo —contesto—. Me limito a hacer-lo constar. Recoge su mochila y corre hacia mi madre. Espe-raba que con nuestro primer caso internacional en Grecia recuperaríamos automáticamente la antigua dinámica, como las gomas elásticas recuperan su posición, pero ya veo que no. Y eso que es la primera vez que un cliente solicita nuestros servicios, no los de mi madre o los de Cole. Pero a Eliza no parece emocionarle.Suspiro y me dirijo hacia ellas. Un trabajador del aeropuerto regaña a Frank y a mi madre en griego mientras gesticula histérico hacia la cinta transpor-tadora. Mi madre pide disculpas con la mirada. Frank no.Cuando el trabajador ya se ha marchado, mi ma-dre suspira.—Frank —dice—, ¿a eso lo llamas portarse bien?—No, a eso lo llamo ¡transportarse bien!
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11No tiene remedio.Ya con el equipaje, nos dirigimos a la salida. ¿Pró- xima parada? ¡Un yacimiento arqueológico! Me he leído la ficha de este caso un millón de veces y me sé todos sus detalles, hasta el más raro. Vuelvo a repasarlos mentalmente.Durante una excavación que se estaba haciendo cerca del yacimiento griego de Delfos, los arqueólo-gos dieron con una entrada misteriosa a unas cata-cumbas subterráneas.Las catacumbas están formadas por una serie de túneles y en la entrada hay un escrito en la pared que sugiere que en su interior hay un legendario tesoro, escondido en algún lugar.Pero cuando los arqueólogos fueron en busca del tesoro, la jefa de la excavación, Keira Skelet, cayó en una trampa (literalmente) y quedó gravemente herida.A consecuencia de aquello se montó un equipo especial de buscadores de tesoros para ir a encon-trar ese tesoro en concreto.Pero desde que llegó el equipo especial empeza-ron a desaparecer valiosos objetos arqueológicos de los secaderos.El jefe del equipo especial, Orlando Osamenta, no sabe en quién de su equipo puede confiar. Teme que alguien vaya a robar el tesoro de las catacumbas
12igual que han robado esos objetos de valor incalcu-lable.Y por eso nos ha contratado, para descubrir quién ha robado las piezas arqueológicas.Estoy impaciente por conocer a todos los sospe-chosos y, mientras nos dirigimos hacia la salida del aeropuerto, me doy cuenta de que ya no tendré que esperar mucho más. En el vestíbulo, una chica blan-ca sostiene un cartel donde pone «Agencia de detec-tives Las Pistas».—¡Aquí! ¡Nosotros! —dice mi madre, acercándose.Es joven. Por la edad que aparenta podría ser uni-versitaria, pero, por la ropa, le pondría cincuenta años. Viste falda de tubo, chaqueta blazer y zapatos de tacón. Lleva media melena, de pelo castaño y liso, y gafas de gruesa montura. Tiene rasgos un poco co-nejiles: nariz pequeña, incisivos grandes y ojos bri-llantes y un estado de alerta que parece que se vaya a poner a brincar de un lado a otro en cualquier mo-mento.—Me llamo Vera Higgins, pero enseguida verán que en la excavación todo el mundo me llama Vera Lumbrera —dice—. Soy la consultora arqueológica jefa del equipo especial y hoy seré su enlace. Mi madre mira la ficha del caso. —Ah, sí, Vera Higgins, también llamada Vera
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13Lumbrera. Pero ¿ha dicho «consultora arqueológica jefa»? Oh. Aquí dice que es la becaria. Vera Lumbrera se sonroja tanto que su rostro pa-rece un campo de amapolas.—Yo… Vale, soy una becaria, ¡pero por poco tiempo! Coge una de nuestras maletas y se va hacia el aparcamiento con paso enérgico. Mi madre me gui-ña el ojo.Desde luego, sabía exactamente qué decirle para hacerla saltar. ¡Menuda jefa, mi madre!Nos apretujamos en el coche de Lumbrera, los adultos delante y los niños detrás.—¿Cuánto falta? —pregunta Frank. —Vera Lumbrera ni siquiera ha puesto en mar-cha el coche —contesto.Lumbrera arranca el vehículo y enseguida sali-mos a la carretera abierta. Cuanto más nos alejamos del aeropuerto, más se transforma el paisaje en mon-tes desnudos salpicados de musgo y valles de hierba. El cielo es de un azul luminoso. De vez en cuando pasamos junto a columnas y otras ruinas. Nunca ha-bía visto nada igual y se me hace muy raro pensar que algo tan nuevo para mí pueda ser tan viejo en general. Porque estas ruinas tienen miles de años.—Ya falta poco —dice Vera Lumbrera—. La ver-dad es que no entiendo por qué les ha contratado el
14señor Osamenta. Tampoco hacía falta todo un equi-po de detectives.Vaya.—Ah, ¿no?—¿O sea que no han desaparecido objetos ar-queológicos? —pregunta Eliza.—Sí, claro —responde con prudencia—. Pero ya le dije al señor Osamenta que yo era perfectamente ca-paz de llevar sola el caso. He leído todas las novelas policiacas que he podido. Lo sé todo sobre el trabajo de los detectives. De hecho, lo sé todo sobre muchas cosas. Y, cuando no lo sé, me basta investigarlo una hora para aprender lo necesario —presume—. Leo muy deprisa y aprendo aún más deprisa. Después de todo, me he licenciado con summa cum laude.No sé qué será eso, pero está claro que Lumbrera piensa que es algo de lo que hay que presumir.De repente oigo a Frank con arcadas y, cuando lo miro, veo que tiene las dos manos dentro de la boca.—Frank, ¿se puede saber qué haces? —le pregunto.—¡Se me meve en dene! —dice, a punto de tragarse sus propios puños.¿«Se me meve en dene»?—¡Ah! —caigo—. ¡Se te mueve un diente!—¡Qué bien, Frankie! —contesta Eliza—. ¡Estoy orgullosa de ti!
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15—¿Orgullosa? —susurra sorprendida Lumbrera—. ¿De qué? ¡A todo el mundo se le caen los dientes de leche! ¡No tiene nada de especial!—No me caes bien —dice Frank—. CULPABLE. Lumbrera aprieta la mandíbula y se le hinchan las venas del cuello.Me hundo en el asiento. Frank, por favor… Frank me sonríe, pero sigue toqueteándose el diente con la lengua. —¿En Turquía tienen almohadas para ponerlo debajo?—Frank, estamos en Grecia.—Ah, ¿sí?—¡Pues vaya detective! —masculla Lumbrera mien- tras enseña su identificación al guarda de seguridad, que le hace un gesto para que pase.Lumbrera aparca en un descampado junto a una docena de coches más. Bajamos del vehículo y estira-mos las piernas. Ha sido un día de viaje muy largo y la diferencia horaria nos tiene agotados. Intento no pensar que en mi casa son ahora las dos de la madru-gada, pero solo ese esfuerzo ya me hace bostezar.Para llegar a la excavación propiamente dicha cruzamos un puente de cuerdas. No esperaba ver tanta gente. Muchos llevan bermudas y sombrero y todos están retirando tierra con cuidado ayudándo-
16se de palas y cepillos minúsculos. A primera vista, la zona excavada es bastante grande, llena de trinche-ras y sacos de arena. Hay una parte entoldada, pero el resto está a pleno sol, sin ninguna protección.—Bienvenidos a la zona excavada—dice Lumbre-ra—. La entrada al túnel está debajo del toldo.—¿Tú has entrado en los túneles? —le pregunto.—Apenas unos metros —contesta Lumbrera—. Son muy oscuros y están llenos de trampas. —¿Estampas? —salta Frank.—Trampas.—¿Rampas?—¡Tram-pas!—¡Tramparapán parapampampán!—Ignóralo —le digo a Lumbrera—. Es lo que ha-cemos nosotros. Frank me saca la lengua y mi madre suspira.—Por aquí —dice Lumbrera mientras nos guía hacia una zona limítrofe de la excavación en la que hay un montón de tiendas de campaña, grandes y pequeñas.—¿Para qué son las tiendas? —pregunta Eliza.—Almacén de objetos arqueológicos, aparatos de laboratorio, dormitorios, comedor, dispensario médi-co. Hay una tienda para todo. Pero las nuestras están allá atrás. Las verdes son para los miembros del equi-
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17po especial. —Lumbrera señala hacia siete tiendas de color verde—. Aquellas tres —señala las tres tiendas que quedan más cerca de un cerro pelado— son nues-tros dormitorios. Zona totalmente prohibida.Lo de prohibido no significa nada para nosotros cuando estamos trabajando en un caso. Intento cru-zar miradas con Eliza para ver si piensa como yo, pero está tomando notas en su cuaderno. Miro hacia Frank, pero se pasea moviéndose el diente.—Ustedes solo necesitarán estas cuatro tiendas. Esta de la derecha es donde dormirán. Dejaré su equipaje. Empuja nuestras maletas hacia el interior de la tienda, ocupada solo por cuatro catres.—¿Y el baño? —pregunta mi madre.—No le va a gustar —responde Vera Lumbrera con voz lóbrega y señalando con la cabeza una hile-ra de sanitarios portátiles muy a lo lejos.Eliza pone cara de asco.—La siguiente tienda —dice Lumbrera, señalando la tienda más grande— es la de los jefes. Ahí trabajan el señor Osamenta y la señora Nadeem. Y no se les puede molestar. La segunda tienda a la izquierda es la tienda de trabajo, para todos los demás. Es donde guardamos todos los objetos que encontramos y sí —le dice a mi madre tras resoplar impaciente—, an-
18tes de que lo pregunte, es el lugar en el que se pro-dujeron los robos. Me encontrarán ahí casi todo el tiempo, junto con Giga, que crea mapas de los túne-les mediante escaneo láser.—¡Lásers, cómo mola! —dice Frank. Me vuelvo justo a tiempo para verlo tropezar, caer al suelo y pegarse un puñetazo sin querer con la mano con la que se estaba moviendo el diente—. ¡Ay!—Bueno, pues me parece que la última tienda que les iba a enseñar nos viene al pelo —dice con sorna Lumbrera—. Es el dispensario. En el equipo especial tenemos médica propia, la doctora Quijada.—Pues, si está la doctora, le pediré una compresa fría para Frank —dice mi madre, que no espera a que le respondan y entra directamente.Una mujer negra con peinado trenzado levanta la vista del móvil. Nos dedica una gran y brillante son-risa que hace que parezca salida de un anuncio de dentistas. Tiene una cara de niña redonda y amable y un cuerpo más grande. Creo que es más o menos de la edad de mi madre, pero no se me da nada bien adivinar las edades de los adultos.—¡Bienvenidos! ¡Pasen! ¿Son los detectives? —le pregunta a Lumbrera, que pone cara de paciencia—. ¡Oooh! ¡Qué pequeñitos y qué monos!—¡Dijo la Mona Lisa! —grita Frank.
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19—Pues muchas gracias, porque es guapa.—¿Quién? ¿La mona o Lisa? —dice Frank.O lo paro ahora o se eterniza la situación. —Venimos de la agencia de detectives Las Pistas. Le presento a la detective Serrano. Yo soy Carlos y estos son Eliza y Frank.—¡PARA USTED SOY EL SEÑOR FRANK! —chilla Frank.Suspiro.La doctora le da una piruleta y Frank cambia por completo la cara. —¡Justo lo que recetó el médico!—Soy la doctora Amanda Quijada, responsable médica del equipo especial. Hace diez años que me dedico a la medicina. Vengan a verme para cualquier urgencia médica.—¿Y si tengo una urgencia de piruleta? —pregun-ta Frank ilusionado.—También. —Le da otra piruleta.—¡Me cae bien! —exclama Frank—. ¡INOCENTE!—Eso no lo sabemos aún, Frank —mascullo.Salimos del dispensario. Lumbrera nos lleva con prisas a la tienda siguiente, la de trabajo, para pre-sentarnos a una persona que está inclinada sobre el ordenador. En la mesa hay un letrero con su nom-bre: GIGA GLASER. INGENIERE INFORMÁTIQUE.
20—Les presento a Giga —dice Lumbrera—. Giga, estos son los detectives.Giga se vuelve y en sus ojos oscuros veo ese brillo zombi de cuando has estado demasiado tiempo miran-do una pantalla de ordenador. El monitor es la única luz que hay en la tienda y se refleja en su piel oscura.Giga lleva barba incipiente y también sombra de ojos azul intenso y pintalabios rosa. Viste una cami-seta imperio lisa blanca y una falda estampada con flores de vivos colores. Lleva el pelo casi rapado y una diadema también de flores.—¡A abril con sus chaparrones sigue mayo con sus flores! —dice Frank, señalando las flores.—Sí, pero es marzo —susurro.Frank se encoge de hombros. —Me gustan las flores. Y me gustas tú. ¡INOCENTE!—¡Tienes que dejar de hacer eso! —le regaño.—Es que es verdad —asiente Giga—: soy inocente. Encantade de conoceros.—¿Giga es un apodo? —le pregunta mi madre.—Ya no —contesta Giga.—Giga —repito —. Suena a personaje de cómic de superhéroes. ¿Es porque trabajas mucho con orde-nadores?—¿O porque utilizas archivos de muchas gigas? —pregunta Eliza.
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21—¿O porque te estás haciendo pipí y te duele la vejiga? —añade Frank.Giga se ríe. —Por todas esas razones.—¿En qué consiste tu trabajo aquí?—Me dedico a hacer mapas. Para eso montamos un láser terrestre en la boca de la entrada de los tú- neles, apuntando hacia el interior. Yo escaneo con el láser y vuelvo aquí a generar modelos 3D a partir de las mediciones tomadas. Es un proceso mate-mático para determinar hacia dónde vamos y no deambular a lo loco por los túneles. Cada vez que llegamos a un punto nuevo, vengo aquí y genero mapas.—¡Hala, qué impresionante! —dice Eliza alucina-da. Casi se le cae la baba con lo del láser.—Bueno, ya está bien de charlas —corta Vera Lumbrera—. ¡No podemos llegar tarde a ver al señor Osamenta! Nada más salir, casi empujados por Lumbrera, tropezamos con dos hombres blancos mayores y de estaturas muy desproporcionadas que están discu-tiendo en la entrada.—¡No digas tonterías! —exclama uno de ellos con voz profunda. Es bajo y fornido, de cejas arqueadas y perilla prominente—. Los objetos arqueológicos
22pertenecen al público, ¡los ha de poder disfrutar todo el mundo!—El público general ignorante no puede apreciar lo que no entiende —le contesta el otro hombre con fuerte acento británico. Es alto y desgarbado, el pelo gris ya le clarea, lleva gafas metálicas y tiene los la-bios caídos—. En manos de los académicos, estos ob-jetos arqueológicos pueden ser examinados de la forma más adecuada y aportarnos un conocimiento superior de la historia. Exponerlos en un museo es desaprovecharlos.—¿Desapro…? —farfulla el otro hombre—. ¿Desa-provecharlos, dice? ¡Con el tiempo, el dinero y los recursos de un museo podemos hacer mucho más que en tu querida universidad!—Te rogaría que…—¡Ejem! —dice bien alto Lumbrera—. Tenemos invitados.La discusión se diluye, pero sus sonrisas falsas no les llegan a los ojos, que siguen reflejando rabia.—No, por favor, por nosotros continúen —dice mi madre—. Parecía una discusión apasionada.—¿Sobre qué era? —pregunto yo.Se miran entre ellos con mirada medio incómoda e indignada.—Parece que discutían sobre qué destino deben
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23tener los objetos una vez hallados —dice Eliza—. Si debieran ir a parar a manos de los académicos para que los estudien los expertos o, en cambio, a los mu-seos para que los pueda ver todo el mundo. —Eliza calla un momento y me doy cuenta de que está reu-niendo fuerzas para decir algo—. Pero los dos se equi- vocan al pensar en llevarse las piezas fuera de su país de origen. Los objetos arqueológicos deberían quedarse en posesión del gobierno del país en el que han sido hallados. En este caso, Grecia. Los dos hombres rompen a reír.—¡Lo que hay que oír! —exclama el inglés largui-rucho.—¡Qué inocente! —dice el hombre achaparrado—. Pero ¿qué se puede esperar de alguien tan suma-mente joven? Eliza se sonroja de rabia. Y yo también. Aunque estemos pasando un mal momento, sigue siendo mi mejor amiga y no puedo permitir que la insulten. —¡Oigan! ¡Eliza es la persona más inteligente del mundo! Además, ¿ustedes qué saben? Frank hace una pedorreta.—No me caes bien. Y tú tampoco. ¡CULPABLES!—Mis más sinceras disculpas, joven académica —le dice el inglés a Eliza—. No pretendía ofenderla.
24Me llamo Phineas Alistair Worthington, profesor de estudios clásicos en la Universidad de Bonington.—Y yo me llamo Richard Sternon y soy el conser-vador jefe de varios museos de Norteamérica.—Y se disculpa —insisto.—Sí, claro —masculla, mirándose los pies.—¿Cómo han llegado a formar parte de este equi-po especial? —pregunta mi madre.Richard Sternon se frota la perilla. —Orlando Osamenta y yo nos conocimos en una excavación en Norteamérica. Muchas de las piezas que encontró acabaron en mis manos.—Querrá decir en manos de su museo —le corrige Eliza.—Tanto monta, monta tanto —masculla otra vez.El profesor Worthington se ríe por la nariz. —Pues yo no estoy aquí por alguna conexión re-mota con el señor Osamenta, sino porque soy la máxima autoridad en el Collar de Harmonía.—¿El qué? —pregunto.—¡Oh, no hay tiempo para esto! —dice Lumbrera, repiqueteando impaciente el suelo con el pie—. El señor Osamenta los está esperando. Es un hombre muy ocupado y yo soy una becaria perfecta. —Lum-brera no se da cuenta, pero yo sí: Richard Sternon y el profesor Worthington están cruzándose muecas
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25de burla a su espalda—. ¡Ya tendrán tiempo de vol-ver a que les den clases de historia!—Y yo estaré encantado —dice el profesor con una inclinación de la cabeza. Lumbrera nos lleva por fin a la tienda de los je-fes, que es grande y está sorprendentemente bien iluminada, en comparación con la oscuridad en la que trabaja Giga.—¡Eureka, ya están aquí! —grita un hombre blan-co de aspecto vocinglero. Lleva sombrero fedora bajo el cual se vislumbra un rostro algo sudoroso y sucio. Le pondría unos cuarenta años o incluso cin-cuenta. Tiene la frente surcada y unas arrugas que parecen paréntesis le unen la boca a la nariz. Los ojos marrones y cálidos se ven cansados, pero luce una sonrisa generosa—. Gracias por apostar sus fi-chas conmigo y este caso.—Gracias a usted por pagarnos el viaje —digo— y por contratar a la agencia de detectives Las Pistas.—Bueno, la partida se estaba poniendo fea y no he dudado en buscar ayuda profesional. Ya sé que deben de estar muy cansados, pero, si no les impor-ta, hay mucho por hablar. Es todo por ahora, Lum-brera, gracias. —¿Puedo quedarme?—¿Se puede ganar al póquer con un dos y un sie-
26te? —responde Osamenta. Lumbrera pone cara de no entender—. No —aclara él.Lumbrera abre la boca, no sabría decir si para gritarle a su jefe o para pedirle un ascenso.—Está bien. —Es lo único que dice.Y se va.—¡Vaya, hoy me he librado de ella a la primera! —dice Orlando Osamenta—. No sé si se han fijado, pero es un poco sabelotodo. La contrató Nadira. Se presentó a sí misma como Lumbrera diciendo que es el apodo que le pusieron en la escuela, pero me ju-garía la última ficha a que no era un cumplido. En fin, basta de Lumbrera. Hablemos.—Muy bien —empiezo—. ¿Podría describir…?—¡Aquí no! —exclama Osamenta gesticulando—. Donde haya privacidad.—¿Y aquí no la hay? —pregunta Eliza.—Ahí detrás está Nadira —dice Osamenta.La cortina divisoria se mueve y se asoma la cabe-za de una mujer. —¿Me necesita, señor Osamenta? Tengo una cita dentro de diez minutos —dice. Habla con acento, creo que francés. Lleva un hiyab rosa pálido, sor-prendentemente limpio teniendo en cuenta el polvo que hay en la excavación. Tiene la piel morena cla-ra, cejas gruesas y pómulos prominentes.
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27—Les presento a Nadira. Me ayuda con mis nece-sidades. Frank se tapa la nariz con una risita. Cómo no.—¡No, no, no! No esas necesidades —aclara Osa-menta, horrorizado—. Vuelvo a empezar. Les presen-to a mi mano derecha, Nadira Nadeem, mi lugarte-niente. Una arqueóloga con gran experiencia. Somos el equipo definitivo para recuperar tesoros. ¡Somos tal para cual!—En ese caso —dice mi madre—, ¿le parece bien que tengamos juntos esta conversación inicial?—No, no. Nadira está muy ocupada.—Quizá sí que debería quedarme —dice Nadira—. Tengo sospechas fundadas sobre quién podría estar robándonos los objetos arqueológicos. —Sí, bueno, eh… —contesta pálido—. Pero pueden hablar con Nadira luego.—No lo creo, lo siento. Tengo un día ocupadísimo. Giga y yo estamos procesando escaneados de ima-gen para nuestra próxima visita de hoy a los túneles. Y con el profesor Worthington estamos peinando un antiguo texto griego en busca de menciones a Har-monía. Después tenemos prevista la entrada en los túneles, ¿no? Ah, y casi me olvido, pero tengo que ponerme en contacto con la familia de Keira Skelet para informarles sobre la operación urgente que le
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28han hecho. —Nadira se mira el reloj y gime—: ¡Oh, no! Ya voy muy retrasada. ¡Si quieren hablar conmi-go hoy tiene que ser ahora mismo!Nadira parece organizada y frenética, las dos co-sas a la vez. Un poco como Eliza justo antes de un examen importante. Ojalá pudiera darle a Nadira uno de esos sobresalientes que le dan aire a Eliza.Osamenta nos mira, casi suplicando. Es evidente que no quiere que Nadira esté en esta conversación. ¿Será porque sospecha de ella? ¿Después de decir que son tal para cual? ¿Le hemos pillado el farol?Si incluimos a Nadira en la conversación, Osa-menta podría no revelar toda la información. Pero, por otro lado, iría bien saber qué sospecha Nadira.No quiero perderme nada de lo que me digan, pero la conversación solo se puede enfocar de una forma. Para hablar con Orlando Osamenta a solas, ve a la página 404.o pPara invitar a Nadira Nadeem a participar en la conversación, ve a la página 432.
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29DECIDO CEDER Y HACER LO QUE QUIERE MI mejor amiga.—De acuerdo, Eliza, tú ganas. Vamos a las ruinas.Su sonrisa de oreja a oreja hace que casi merezca la pena esperar para seguir mi plan. —¡Oh, gracias, Carlos! ¡No te arrepentirás! Voy a pedirle la dirección al profesor Worthington.—Yo voy a pedirle prestado el coche a Vera Lum-brera —dice mi madre.—Pues yo voy a… HACER COSAS IGUAL DE IM-PORTANTES —dice Frank mientras se deja caer sen-tado y empieza a moverse el diente.Me siento a su lado. Aunque esta opción suponga hacer esperar a las catacumbas y aunque no sea mi idea, la verdad es que me hace gracia ir a ver esas ruinas y, con suerte, descubrir la historia oscura y maldita del collar.Un cuarto de hora después, Eliza ya tiene la di-rección en su móvil; mi madre, las llaves del coche de Lumbrera, y Frank todavía no se ha arrancado el diente. En la media hora de camino desde la excava-ción hasta las ruinas pasamos por montañas y valles, disfrutando del aire que entra por las ventanillas ba-jadas del coche.Cuando llegamos a las ruinas, en lo alto de una colina, no hay nadie. La casa que se quemó estaba
30hecha de piedra, pero no queda casi nada en pie, solo la estructura. Frank salta al centro y Eliza lo sigue. Para no ser menos que los Thompson, mi ma-dre y yo también saltamos. Ahora estoy en lo que debía de ser la sala de estar. La pintura de las pare-des está medio borrada, la piedra se desmorona y hay una esfera de reloj vieja y oxidada en la pared que me sorprende que haya durado hasta ahora.Paseo por las ruinas, pero esta casa no es más que un esqueleto de lo que fue, con algunas columnas y algunas molduras horizontales. El musgo lo cubre todo. No hay ningún indicio del incendio, ninguna parte carbonizada. Supongo que los ha borrado el tiempo.—Bueno, al menos lo has intentado, Eliza. ¿Volve-mos ya a las catacumbas? —digo impaciente.—Espera —contesta. Está mirando fijamente el reloj sin manecillas. Tal vez se quemaron.—Yo también me he fijado… tiene que ser muy robusto. ¡Es lo único que sobrevivió al incendio!—No debería estar aquí. —Eliza tira del reloj, pero está pegado a la pared—. Los relojes de manecillas no se inventaron hasta el siglo xi, cientos de años después de que se produjera el incendio.—¿Y?—Pues que ha venido alguien después y lo ha pe-
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31gado a las ruinas. Es una pista, lo sé. —Eliza busca alrededor y grita—. ¡Mira! ¡Una secuencia de núme-ros! Grabadas en el metal, aquí. Seguro que tienen algo que ver con el reloj.—¿Una secuencia de números para qué? —pre-gunto, justo al mismo tiempo que Frank chilla: —¡TIERRA A LA VISTA!Levanto la cabeza y veo a Frank en lo alto de una columna a la que se ha subido en un tiempo récord. Pongo cara de paciencia. Típico de Frank.—¡Frankie! —grita Eliza—. ¡Baja de ahí! ¡Es peli-groso!—¡Peligroso y divertido! —dice Frank.—Contaré hasta tres —grita mi madre.—¡NO!Con mi madre y Eliza distraídas, podría resolver este enigma del reloj yo solo y demostrar que puedo. Basta con deducir para qué son los números. ¿Los sumo? ¿Los sigo en orden? ¿Tengo que reconocer algún patrón? Esta vez pienso resolverlo.10 12 2 8 4 8 6 4 10 12 2 8 1 11 9 3 5 8
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32Suma 38 a la solución del enigma y ve a esa página.o pPara pedirle ayuda a Eliza, ve a la página 436.
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33NO PUEDO CREER QUE ESTÉ HACIENDO ESTO.—Vale, Frank. Puedes darles tu pan de ajo a las serpientes.Parece un poco cogido por los pelos, pero… ¡A lo mejor les gusta la comida italiana tanto como a mí!—¡Toma, Alex! ¡Ven aquí!—¿Alex?—Les he puesto nombres. Esa es Alex. Y esa, Alex Dos. Y aquella, Alex Tres.—Ya pillo la idea.—Esa es Penélope. Y esa, Alexandra. Y Benjamín. Y allí, Mike, Michael, Mikey y Michelangelo.—¿Frankie? ¡Céntrate! —dice Eliza.—Ten, Cascabelona —dice Frank, mientras arroja el pan a una serpiente más gruesa que las demás. La serpiente se retira corriendo—. ¡Noooooo! ¡No te vayas cuando estoy dispuesto a compartir! ¡Com-partir es amar!Curiosamente, cada vez que Frank acerca pan de ajo a alguna serpiente, esta se retira enseguida. Es como si llevara puesto repelente de serpientes.—¡Eso significa que las serpientes no resisten el olor a ajo! —exclama Eliza emocionada—. ¡Es in-creíble! ¡Es la ciencia aplicada a la vida!Cada uno de nosotros coge dos trozos de pan de ajo y los llevamos por delante. Las serpientes silban
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34enfadadas, pero se retiran. Con cada paso que da-mos, abrimos un camino.Al final del espacio hay un arco y, al asomarnos, vemos que estamos en lo alto de unas escaleras que descienden hasta un gigantesco laberinto.—Un laberinto —dice Eliza, casi sin resuello—. Como el que construyó Dédalo. En la mitología grie-ga —continúa ante nuestra perplejidad—, Dédalo construyó un laberinto enorme e inextricable, im-posible de resolver, para encerrar al Minotauro.ΣΟπϡΖKΩψΧΛЈBΘΞιАΔΜΤΥΦш
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35—¿Al Minosaurio? ¿Era un dinosaurio pequeño?—El Minotauro era un monstruo con cabeza y cola de toro pero cuerpo de hombre.—¿O sea que —digo, frunciendo el ceño— estamos ante un laberinto sin salida y en el que a lo peor hay escondido un monstruo?—Exacto. —Eliza se arrodilla para sacar un libro de su mochila—. ¿Ves estos símbolos? En la antigua Grecia, las letras simbolizaban números, y diría que es lo que pasa aquí. ¡Oooh! ¡Mira esta tabla que sale en el libro!—Entonces… ¿Por qué hay números en el laberinto?—Imagino que son marcadores para guiar el ca-mino. Tenemos que fijarnos en los números por los que pasamos para no perdernos.Numeración griega antiguaalfabetagammadeltaépsilondigammadsetaetazetaΑΒΓΔΕΖΗΘ123456789iotakappalambdamunuxiómicronpiqoppaΙΚΛΜΝΞΟΠ102030405060708090rosigmatauípsilonfijipsiomegasampiΡΣΤΥΦΧΨΩ100200300400500600700800900
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36Suma los números conforme los vayas pasando en el laberinto y luego suma 32 al resultado y ve a esa página.o pPara pedirle una pista a Eliza, ve a la página 210.
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37—SEÑOR OSAMENTA, ¿QUÉ ES EXACTAMENTEese tesoro de las catacumbas? —le pregunto.Desde su silla, Eliza se inclina a escuchar impa-ciente.—Algo más valioso que todo el oro del mundo —susurra Osamenta mientras hace girar su silla de trabajo y nos mira con dramatismo de uno en uno.—¿Burbujas de jabón? —pregunta Frank—. ¿Plás-tico de burbujas? ¡Burbujas de baño!—No tienen por qué ser burbujas —digo.—Ah —dice Frank. Se lo piensa—. Ya sé, ¡gatos! Miro a Orlando Osamenta por si le veo en los ojos arrepentimiento por habernos contratado, pero pa-rece divertido.—Más valioso que la riqueza —reflexiona Eliza—. El conocimiento. ¿Es una biblioteca? ¡Solo Eliza pensaría que una biblioteca puede ser más valiosa que todo el oro del mundo!Mi madre consulta su cuaderno. —Antes ha habido dos personas, Nadira Nadeem y el profesor Worthington, que han mencionado no sé qué de Harmonía. Podría ser una pista. Señor Osamenta, ¿nos puede contar algo más de eso? —¡Bingo! —exclama sonriente—. Al final de los túneles… creemos que… allí yace el Collar de Har- monía. —Se calla como si esperara exclamaciones
38de asombro y admiración, pero estas no acaban de llegar.—¿Qué es el Collar de Harmonía? —pregunto.—Es un collar antiguo que dicen que concede la eterna juventud y belleza. Eliza se ríe por la nariz. Cuando los demás nos volvemos a mirarla, se sonroja. —A ver, eso es imposible, ¿no?—¿Por qué dices eso? —pregunta Osamenta. Está en desacuerdo, pero no habla con tono enfadado ni discutidor, sino como si le emocionara la posibili-dad de un buen debate—. ¡Abre la mente! «Imposi-ble» es una palabra para los que no tienen nada de imaginación. Eso le ha hecho daño a Eliza. Vale, no me gusta como lo ha dicho Osamenta, pero… lo cierto es que estoy de acuerdo. No es la primera vez que Eliza y yo discrepamos respecto a temas sobrenaturales. Ella es la gran de-fensora de la lógica. Para Eliza, todo tiene una expli-cación si se aplica un razonamiento sólido y se ana-liza a fondo. Sin embargo, para mí hay cosas en este mundo que no tienen explicación, cosas que son mágicas o espirituales.A lo mejor este Collar de Harmonía es una de esas cosas.
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39—¿Y por qué está tan convencido de que el Co-llar de Harmonía está ahí abajo? —pregunta mi madre.—Por esto —contesta Osamenta, señalando detrás de él.Se gira, abre un armario cerrado con llave y saca un disco. Lo deposita sobre la mesa para que lo vea-mos todos. Es antiguo, muy antiguo. Es un círculo de piedra con unas serpientes doradas pintadas que se entrelazan atravesándolo. En los bordes hay le-tras… Letras griegas.—Esta pieza la encontramos sobre un pedestal justo a la entrada de las catacumbas. Y nos dice todo lo que hace falta saber. Frank se acerca a mirarlo. —Ah, ¿sí? ¡A mí me suena a chino!—Pues no es chino, es griego, pero yo tampoco lo entiendo —confiesa Osamenta—. Nadira sabe grie- go y lo tradujo. La inscripción del borde habla de un antiguo y poderoso collar que espera en el fondo de una tumba a que lo saque quien tenga suficiente valor.—¡Yo, yo tengo valor! —grita Frank.Osamenta rebota emocionado en su silla. —Eso es precisamente lo que quería oír.
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40Para pedir más información sobre la historia del collar, ve a la página 370.o pPara pedirle el disco para examinarlo, ve a la página 452.
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41—¿QUÉ OBJETOS ARQUEOLÓGICOS HAN DE- saparecido? —le pregunto a Nadira.—Muchos, demasiados —contesta. Consulta una hoja en su portapapeles—. Del periodo arcaico, tres jarrones. Del periodo clásico, un busto y un adorno de pelo. Del periodo helenístico, monedas. Y un bra-zalete de oro que encontramos cerca de las catacum-bas fue robado antes de que lo pudiéramos cata- logar. En total, estas piezas valen cientos de miles de euros.—¿Y cuándo empezaron los robos? —pregunta Eliza.—Un día después de que llegara el equipo espe-cial. El mismo día en el que se llevaron a Keira Ske-let al hospital. Antes no había pasado nada extraño. Por eso el señor Osamenta y yo estamos convencidos de que la persona culpable de los robos es alguien de nuestro equipo, no del de Skelet. ¿Verdad, señor Osamenta?Osamenta emite un gruñido sin más.¿Soy yo o diría que Orlando Osamenta está enfa-dado porque hemos permitido que Nadira se queda-se? Me recuerda a Frank cuando le dicen que no a algo.
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42Para preguntar qué le pasó a Keira Skelet, ve a la página 175.o pPara preguntar por los miembros del equipo especial sospechosos, ve a la página 335.
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43VIAJAMOS MUCHO RATO. AL CABO DE UN par de horas paramos en una población para com-prar material de senderismo y agua para no deshi-dratarnos. También compramos unos bocadillos que nos comemos en el coche. Después de este al-muerzo en marcha, Frank se mueve el diente casi con rabia, pero se queda dormido en el asiento de atrás. Eliza lee, por supuesto, mientras mi madre y yo hablamos en voz baja sobre el caso, el cole y so-bre nada en concreto.Hacia mitad del viaje me doy cuenta de que lleva-mos detrás un coche plateado. Tiene las lunas delan-teras tintadas y no puedo ver quién lo conduce. Mantiene una distancia prudente, no lo llevamos pegado. Pero cuando compruebo que durante quin-ce minutos lleva nuestro mismo ritmo, se me des-piertan todas las alarmas.—Mamá, Eliza… a lo mejor es paranoia, pero creo que ese coche plateado nos está siguiendo.Mi madre mira el retrovisor y Eliza deja de leer para volverse.—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Eliza.No podemos hacer mucho. Sobre todo porque te-nemos que llegar al monte Olimpo lo antes posible. No podemos permitirnos tomar ningún desvío. Lo único que se me ocurren son dos opciones: pedir a
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44mi madre que pise a fondo el acelerador para perder a nuestro perseguidor o pedirle que frene para verle la cara.Para pedirle a mi madre que pise a fondo el acelerador, ve a la página 351.o pPara pedirle a mi madre que frene, ve a la página 425.
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45—¿HA VISTO A MI MADRE? —LE PREGUNTO a la doctora Quijada.Niega con la cabeza, pero luego pone cara de no entender. La primera expresión que le veo sincera. O eso o es muy buena actriz. —¿Por qué lo preguntas?—Ayer salió y ya no volvió —confiesa Eliza—. Y no sabemos dónde está.—¿Qué síntomas tienes?—¿Cómo?—¿Depresión? ¿Angustia? ¿Te cuesta levantarte por la mañana? ¿Siempre estás preocupado?—Pues mire, ahora mismo estoy preocupado y enfadado. ¿Entonces no la ha visto? —La última vez que la vi fue cuando os conocí ayer por la mañana.—¿Y no la ha visto en los túneles? —pregunto.Traga saliva. Y luego recupera esa sonrisa tan fal-sa y siniestra. —Yo nunca he estado en los túneles —dice—. No voy a los túneles.—Pero si la hemos…—¡Ay, ahora me acuerdo! Tengo una… cita impor-tante. Sí, tengo que ir a ver al médico.—¡Pero si usted es médica! —exclama Frank—. ¡Mírese usted misma en el espejo!
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46—¡Je, je! —se ríe—. Los médicos también vamos al médico. Pero bueno, ya sabéis eso de mente sana en cuerpo sano y más vale prevenir que curar, etcé-tera, etcétera. La doctora sale corriendo de la tienda con una pila de papeles y carpetas.Suspiro. Habrá que empezar de cero.Pero, cuando me doy la vuelta, veo a Eliza son-riendo y sosteniendo una hoja de papel.—Gracias por hacer de cebo, Carlos —dice—. Solo necesitaba un minuto para pillar algo útil de su mon-tón de papeles, algo que nos diera más información sobre la lista de ingredientes.—Pero… tú no eres la que pilla cosas —digo, des-concertado. Está pasando lo mismo que durante el caso inventado que nos asignó mi madre, cuando Eliza quiso hacer todos los papeles del equipo—. Pi-llar cosas es el trabajo de Frank.—¡SÍ! ¡No me robes mi trabajo! Eliza pierde la sonrisa. —Pues lo siento, pero no me disculparé por hacer el trabajo. Mira la pista de Eliza en la página 406.
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47¡CONSEGUIDO! EL NÚMERO QUE BUSCÁBA-mos era el 31 y con él podré abrir el cajón de la doc-tora Quijada y mirar sus documentos.En el cajón hay varias historias clínicas y algunas notas garabateadas, muy difíciles de leer porque la letra de la doctora es horrible.Rica en magnesio, sobre todo. Altos niveles de hierro, sodio, potasio y calcio.Combina con miel, carbón vegetal, leche, aloevera, aguacate, té verde.—¿Qué es todo esto? —pregunto.Noto como Eliza ha levantado la vista del libro para mirar. Le interesa lo que he encontrado. Ha picado.Como declaración de tregua, le enseño los pape-les y se acerca a mirarlos.—Mmm… Parece una lista de ingredientes, creo —comenta Eliza—. Pero no entiendo de qué puede ser. —La puerta de tela se mueve y cierro el cajón de golpe.¡Justo a tiempo! La doctora Quijada entra en la tienda. Lleva los bajos de la bata blanca manchados de tierra y le caen gotas de sudor por las trenzas pe-gadas.
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48Pone cara de sorpresa al vernos en su tienda pero se recupera casi al instante con una gran sonrisa dentífrica.—¡Vaya, pero si son mis adorables detectives! ¿Puedo ayudaros en algo? ¿Os habéis hecho pupa? ¿Queréis una piruleta?—¡Eso siempre! —exclama Frank mientras saca tres piruletas del tarro y se las mete en la boca a la vez hasta que se le inflan las mejillas.—¿Cómo va el día? ¿Os estáis aclimatando a Grecia? ¿De verdad va a fingir que no nos hemos visto antes en los túneles? ¿Debería preguntarle directa-mente por eso… o ir al grano y preguntarle por la lista de ingredientes que hemos encontrado?Para preguntarle qué estaba haciendo en los túneles, ve a la página 463.o pPara preguntarle por la lista de ingredientes, ve a la página 187.