El secreto de la mansión

el MISTERIO

Resuelve

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Traducción de Isabel Llasat

Lauren Magaziner

El secreto de la mansión

el MISTERIO

Resuelve

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Título original inglés: Case Closed: Mystery in the Mansion.

Autora: Lauren Magaziner.

Publicado por acuerdo con Katherin Tegen Books, un sello de HarperCollins Publishers.

© Lauren Magaziner, 2018.

© de la traducción: Isabel Llasat Botija, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189. 08018 Barcelona.

rbalibros.com

© Ilustraciones de interior: Getty Images, páginas 89-90, y Shuttestock, páginas 233, 252, 326, 389 y 390

© Diseño de interior: Compañía.

© Adaptación de cubierta: Compañía.

realización de la versión digital · el taller del llibre

Primera edición: abril de 2019.

rba molino

ref.: obdo485

isbn: 978-84-2721-843-7

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del

editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que ser.

sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse

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www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento

de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

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A Brianne Johnson, que dio vida a este libro.

Y a Ben Rosenthal, que le encontró el corazón.

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¡¡RRRRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIING!!

¡¡¡¡RRRIIIIIIIIIING!!!!

Es la segunda vez esta mañana que oigo sonar el despertador de mi madre al otro lado de la pared.

—¡Argh! —gruño mientras me doy la vuelta. Es-toy empapado de sudor. Este verano me estoy levan-tando así todos los días. No podemos seguir pagan-do el aire acondicionado, pero ya ha empezado julio y esto no se arregla con un ventilador.

¡RRRRRIIIIIIIIIIIING!

Doy unos golpes en la pared.

—¡Mamá! ¡Apaga la alarma!

Cuando por fin consigo levantarme de la cama, me arrastro hasta el baño y me lavo los dientes, por-

PRIMER DÍA

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que esta mañana tengo muy mal aliento. Digamos que anoche «olvidé» lavármelos porque, para qué enga-ñarnos, el dentífrico sabe muy mal. Mi madre siem-pre me da la lata con el tema, pero ayer estaba tan ocupada preparándose el caso de hoy que ni se tomó la molestia.

Mi madre tiene una agencia de detectives a me-dias con su socio. Pero no les va muy bien. De he-cho… les va aún peor que a mi aliento. Hace seis meses a mi madre le salió mal un caso y la agencia tuvo que pagar mucho dinero de indemnización. Y su reputación quedó muy maltrecha; desde entonces no habían vuelto a trabajar. Pero al final mi madre recibió un nuevo encargo, ¡y de los grandes! ¡Una requetemultimillonaria llamada Guinevere LeCava-lier está recibiendo amenazas de muerte de algún desconocido y ha contratado a mi madre para des-cubrir al culpable! Esta mañana tienen la primera entrevista.

¡RRRRRIIIIIIIIIIIING!

¿Otra vez la alarma de mi madre? ¡Qué raro! Nor-malmente después del primer recordatorio salta de la cama como un muñeco de resorte.

Cruzo el pasillo arrastrando los pies y la llamo.

—¿Mamá? ¿Estás despierta?

Entreabro la puerta y asomo la cabeza.

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¡ACHÍS! —estornuda.

Entro y me siento sobre la cama.

—¿Mamá?… ¿Te encuentras bien?

—Esdoy ebfeba.

—¿Enferma! ¡Hoy no puedes estar enferma! Este caso es muy importante… ¡para los dos!

—Galos —me dice mi madre—, llaba a bi socio y dile quesdoy ebfeba.

—¿Qué?

—¡Llaba bor deléfono a Gole! ¡Gue se ogube él del gaso! —Cole es el socio de mi madre, y ahora mismo está metido hasta el cuello en otro caso, que también es su primer caso en meses. No puedo ni pensar en lo que pasaría si la agencia se va a pique. Y Cole no puede llevar dos casos a la vez. Bastante difícil es para los dos tener que investigar sin poder contratar ayudantes.

—Pero mamá… Cole no puede llevar el caso de Guinevere LeCavalier. ¿No tiene que resolver otro caso?

—¡Bues dendrá gue boder gong los dos! —dice mi madre, con la nariz como un grifo abierto.

—¡Mamááááá! —Sacudo la cama—. ¡Levántate, por favor! ¡Tienes que coger el caso! ¡No puedes permitirte no cogerlo! —De pronto mi pijama suda-do me da más asco que nunca. Pero intento no pen-

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sar en lo pegajoso que está mientras me acerco a mi madre—. ¡Vaa! —grito resoplando y tirándola de las muñecas hasta incorporarla. Pero vuelve a caer ha-cia atrás como un fardo.

—¡Yebaa! ¿Gué has hecho bara gue dodo vue-tas? —dice. Vuelve a toser y gime—: ¡Blobete gue lla-barás a Gole ahora bisbo, ¡Galos! ¡Bol favol! ¡Yo tanboco guiero beldel este gaso!

—Yo…

—¡Galos! —exclama mi madre estirando un pa-ñuelo de papel—. ¡Bol favol!

—Bueno, vale. Voy a llamarlo.

Salgo despacio de la habitación, marcha atrás y tropezándome y, para mi sorpresa, me encuentro a Eliza, mi mejor amiga, sentada en la mesa de la co-cina.

Tampoco por qué me sorprendo, porque Eliza siempre entra en casa sin llamar. Es mi mejor amiga desde el parvulario. Vive también en el barrio, a dos calles de mi casa.

Últimamente me da un poco de apuro que venga a mi casa, un edificio viejo de una planta, con las paredes revestidas de madera desconchada y el sue-lo, de moqueta raída. Desde que la agencia de mi madre empezó a caer no hemos podido arreglar las cosas que se van estropeando: el grifo que gotea, el

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lavabo que se atasca, el lavavajillas que no va bien, la aspiradora que se ha roto. Y no quiero que Eliza se cuenta de lo mucho que hemos dejado de te-ner, como el aire acondicionado o los alimentos más caros. Hasta tuvimos que vender unas cuantas lám-paras, libros y muebles para poder seguir adelante.

No quiero que Eliza venga porque no quiero que se entere. Pero no le he contado nada, y siempre he-mos pasado los veranos juntos. En casa y en los campamentos de día, otra cosa que ya no podemos permitirnos.

El campamento empieza dentro de quince días y Eliza aún no sabe que no iré. Cada vez que habla de lo que nos vamos a divertir, siento que me encojo un poco. No me emociona nada quedarme en casa solo mientras ella practica todos los deportes y juegos que antes practicábamos juntos. Pero intento no pensar en eso. Hasta entonces quiero pasar el máxi-mo de tiempo que pueda con ella.

—¡Eliza! ¿Cuándo has entrado?

—Hace un segundo. Me he autoinvitado.

—Ah —digo mientras me dejo caer en un sillón a su lado. que debería llamar ahora mismo al socio de mi madre, pero es que no quiero hacerlo.

Eliza me mira entornando los ojos.

—¿Qué te pasa, Carlos?

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Suspiro.

—Mi madre quiere que llame a la agencia y le diga a Cole que vaya.

—¿Que vaya adónde?

—Hoy tenía que investigar el caso de Guinevere LeCavalier…

—¿Aquella señora mayor del barrio rico?

Asiento en silencio.

—Sí. Ha recibido amenazas de muerte. Mi madre se ha puesto enferma y no puede trabajar. Y Cole ya está muy ocupado. Lo que pasa es que, si no cogen el caso… —Aparto la mirada de Eliza, pero noto cómo ella sigue mirándome. Ahora mismo me metería en un agujero. O en una zanja. O en una fosa. (No soy muy exigente).

Preferiría meterme en una alcantarilla llena de excrementos antes que hablar de nuestros proble-mas económicos.

Eliza me toca el brazo.

—Carlos, ¿por qué no me lo cuentas? Me estás ocultando algo.

—No es nada —respondo mirándome los pies.

Eliza frunce el ceño y yo marco el número de Cole.

¡Qué rabia me da! Este caso podría haber supues-to la recuperación de la agencia de detectives Las Pistas… Hubiera sido una salvación para mi madre. Para los dos.

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Dejo de marcar el número.

—Deberíamos ir nosotros.

—¿Cómo? —dice Eliza.

¡SÍÍÍ! —grita una voz que sale amortiguada de debajo del sofá.

—¡Oh, no! —me lamento—. ¡Frank no!

Frank es el hermano pequeño de Eliza, y siempre se nos pega a Eliza y a mí. Tiene seis años y Eliza dice que se llama Frank por el monstruo de Fran-kenstein. Pero ella es la única que se puede meter con él. A no me deja ni llamarlo pesado.

Me acerco al sofá. Frank ha escondido la cabeza debajo, pero no el resto del cuerpo. Tiene el trasero fuera, meneándolo como la cola de un perro.

—¡Frank! ¡Ni siquiera te has escondido! Te estoy viendo.

Frank sale arrastrándose de su escondite.

—¡He encontrado un céntimo! —exclama—. ¡Y un botón! ¡Y una pelusa! ¿Me la puedo comer? —pregun-ta a Eliza.

—No, no puedes comer pelusa del suelo —con-testa mientras se da la vuelta aguantándose las ar-cadas.

Y en el mismo momento en que su hermana le da la espalda, Frank se mete la pelusa en la boca y me manda una sonrisa.

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—¿Qué decías, Carlos? —pregunta Eliza—. ¿Quie-res coger el caso de Guinevere LeCavalier?

—¡Galos! —grita mi madre desde la cama—. ¿Gué basa? ¿Has… Ah… ¡achíssssss!

—¡Nada, mamá! —grito—. ¡Han venido Eliza y Frank!

Me vuelvo hacia Eliza y le hablo bajo para que no me oiga mi madre.

—Hay que hacerlo. Mi madre nos necesita. ¿Ver-dad que podremos?

Eliza sonríe.

—Tres niños tienen un tamaño y una masa equiva-lentes a un adulto.

No de qué habla, pero Eliza es inteligente. De hecho, es la persona más inteligente que conozco.

—Entonces, ¿te apuntas? —le digo mientras me seco el sudor que me cae del pelo.

Guinevere LeCavalier pagaría mucho dinero si resolvemos el caso. Y está claro que el dinero lo ne-cesitamos.

Y juntos podíamos resolverlo, y salvar la agencia de mi madre. Eliza es una crack, podría resolver cualquier cosa que haya que resolver. Y Frank es muy bueno para encontrar cosas, a lo mejor nos en-contraba pistas. El único eslabón débil de la cadena soy yo, que no qué podría aportar al equipo.

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—Claro que me apunto —contesta Eliza—. Lo sa-bes perfectamente.

—¡Yo también! —grita Frank.

Tengo la mejor amiga —y el mejor hermano pe-queño de la mejor amiga— del mundo.

La casa de Guinevere LeCavalier está en la parte más bonita de la ciudad, en un barrio llamado Bos-ques del Río, pero que no tiene ni bosques ni río. Es una especie de campo abierto con un puñado de ca-sas del tamaño de la Casa Blanca. Yo solo vengo a los Bosques del Río por Halloween, porque los ricos son los que dan los mejores caramelos.

Vamos de una casa a otra buscando el número 1418, la dirección de la señora LeCavalier, según los archivos de mi madre. Pero no la encontramos. Eliza y Frank buscan por la otra acera mientras yo busco por esta. Paso por delante de una gran man-sión azul, luego una blanca y luego una marrón, pero no son ninguna de ellas. No hago caso a Frank cuando grita: «¡ES ESTA! ¡NO, ESTA! ¡NO, ESTA!». Grita por gritar.

—¿Carlos? —dice Eliza de pronto—. Mira.

Eliza me señala alzando el mentón una casa de color amarillento con grandes columnas blancas en

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la entrada, y una extraña zona de césped con setos en forma de perros yorkshire.

—Ah… ¿es esta?

—No —responde Eliza—, pero mira la ventana que hay junto a la entrada.

Aguzo la mirada hacia la ventana, pero me des-lumbra el sol y no veo muy bien. Hasta que lo veo. O más bien la veo. En la ventana hay una mujer que nos está espiando con unos prismáticos.

Me estremezco.

—¿Nos mira a nosotros?

Eliza se encoge de hombros.

—¿Y quién es?

—P. Schnosequécaca —dice Frank, mirando el buzón.

—P. Schnozzleton —le corrige Eliza.

—Es que me he aburrido a medio leer —confiesa Frank— y me he inventado el resto.

Intento no poner cara de paciencia.

Eliza exclama:

—¡Ha desaparecido!

Ahora la ventana tiene la persiana bajada. Me pregunto si igualmente la mujer sigue espiándonos desde detrás.

—Pero ¿quién es P. Schnozzleton? —le pregunto a Eliza—. ¿Es ella?

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Eliza contesta nerviosa:

—No lo sé. Ha sido muy raro.

En la otra acera encontramos por fin el número 1418, la casa de Guinevere LeCavalier. El camino de en-trada es largo y sinuoso como un gusano de gominola, y al final se alza una casa de piedra gris GIGANTESCA. Tiene cuatro chimeneas y un millón de ventanas y es tan bonita que cuesta mirarla sin sentir un nudo en la garganta. Ojalá mi madre y yo pudiéramos vivir en una casa que fuera la cuarta parte de bonita que esta. Yo ya me contentaría con una casa de dos pisos. O una casa con chimenea. O una casa que no oliera raro. O una casa en la que se pudiera pagar el aire acondicionado.

Mi madre dice que el dinero no crece en los árbo-les, pero a lo mejor se equivoca. Porque parece que Guinevere LeCavalier encontró un enorme roble del dinero.

—¿Carlos? —dice Eliza—. ¿Entramos o no?

No puedo dejar que Eliza sepa lo que siento. Ni me puedo permitir pensar sobre dinero en estos mo-mentos, tampoco me resolverá el misterio. Tengo que concentrarme en las pistas. Y así mi madre ten-drá el golpe de suerte que necesita para relanzar su agencia.

Como dice mi entrenador de béisbol, ¡tengo que poner la mente en el juego!

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—¡Vamos! —le digo a Eliza y corro hacia la puer-ta, atajando por el césped para llegar antes.

—¡Eh! —llama una voz, y vemos a un hombre que sale corriendo de un cobertizo que hay a un lado de la casa—. ¿Se puede saber qué hacéis? —grita desde en medio del patio.

Es alto y delgado, de pelo rubio y desordenado, ojos azules brillantes y tiene un hoyuelo en la barbilla.

—¡No, no, no! —grita mientras se acerca a noso-tros caminando de puntillas sobre el mantillo del césped—. ¡Acabo de pasar el cortacésped a la perfec-ción! ¡No lo piséis todo! ¡Aplastaréis la hierba!

—¡Glups! —exclama Eliza—. ¡Perdón!

—Tranquilos —dice con un suspiro—. No preten-día gritaros. Tampoco lo sabíais.

—¿Quién es us…? —empiezo a preguntar, pero Frank me interrumpe.

—¡Oigaaaaaa, perdoneeeeeee! —grita señalándolo—. ¡Tiene la barbilla con forma de culo! —Y se monda.

El hombre esboza una sonrisa.

—Me llamo Otto Paternoster. Soy el paisajista de la señora LeCavalier.

—¿Eres su masajista? —pregunta Frank.

—No, soy el que la ayuda a mantener sus precio-sos jardines y el césped. Planto semillas, arranco las malas hierbas…

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Otto sigue hablando, pero yo congelo la mirada y desconecto de lo que dice. Lo hago con muchos adultos, sobre todo con mis profesores.

—Bueno, no quiero aburriros, chicos. —Oigo de-cir a Otto.

—¿Qué? ¡No! —dice Eliza—. ¡Es muy interesante! —Pero que está mintiendo porque se ha sonroja-do. Eliza miente muy mal.

—¿Qué hacéis por aquí, chicos? —nos pregunta—. ¿Sois parientes de la señora LeCavalier?

—No —contesta Eliza.

—¡Somos defectivos! —dice Frank sacando pecho.

—¡Detectives! —corrige Eliza.

—¿Detectives? ¿Qué...? ¿Por qué?

—Hemos venido a averiguar quién está amena-zando de muerte a la señora LeCavalier. ¿Sabe usted algo de esto? —pregunta Eliza.

Otto abre los ojos como platos, dos enormes pla-tos azules.

—¡No! ¡No tenía la menor idea! ¿Qué ha pasado? ¿Qué clase de amenazas? ¿Está en peligro?

No puedo comentar los detalles de mi caso con un perfecto desconocido. Es… es la regla número uno del trabajo de un detective.

—No se preocupe, señor Otto —le digo—. Lo tene-mos todo controlado.

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Y cojo a Eliza y a Frank del brazo y los arrastro hasta la puerta principal de hierro de la casa de Gui-nevere LeCavalier.

—¿Está mal estar emocionada? —me pregunta en voz baja Eliza mientras llamo al timbre.

Un hombre enorme abre la puerta. Lleva un cu-rioso traje que le queda algo pequeño en un cuerpo tan grande, sobre todo en los brazos y los hombros. Tiene el pelo canoso, una calva en la coronilla y ojos caídos de perro sabueso.

—¿Sí? —dice frunciéndonos el ceño como si al-guien le hubiera puesto un plato de caca bajo la nariz.

—Hola, señor —empiezo—, somos detectives de…

¡HOLAAAAAAAAA! —saluda una voz cantarina y estridente. Detrás del gigante vemos una anciana que baja flotando las escaleras. Tiene el pelo blanco platea-do y el rostro delgado y apergaminado. Lleva perlas, diamantes, rubíes, zafiros y más diamantes y piedras preciosas lilas y piedras preciosas verdes… Parece un árbol de Navidad con patas—. Aparta, Smythe —dice la anciana, y el hombre la fulmina con la mirada.

—Hola —le digo—. ¿Es usted Guinevere LeCava-lier?

—¡Mira, mira, qué ciruelitas más preciosas! —dice—. ¡Os comería ahora mismo! —Parece que en cual-quier momento nos va a pellizcar las mejillas. ¿Por

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qué a los adultos les gusta tanto pellizcar y apretujar y dar besos con babas a los niños? ¡Puaj!

Sonrío.

—Somos los detectives de la agencia Las Pistas.

—Sois mucho más pequeños de lo que imagi-naba.

Antes de que se me ocurra una respuesta, Frank va y dice:

¡OIGA! ¡Es usted muy mala!

—Es que… es… estamos muy sensibles porque pa-recemos mucho más jóvenes de lo que somos —im-provisa Eliza. Y no me la creo ni yo.

—Pero le prometo que resolveremos el caso —le digo con tono firme—. Confíe en nosotros.

Guinevere levanta una ceja.

—Veamos si podéis demostrar que sois lo sufi-cientemente adultos para llevar este caso. Humm… ¿qué hacen los adultos?

—Trabajar en algo que odian —gruñe el hombre que tiene al lado.

—¿Pagar impuestos? —dice Eliza.

—¿Preocuparse mucho? —sugiero yo.

—¿Ser aburridos? —contesta Frank.

—¿Hacerse colonoscopias? —dice Eliza.

—¡Llevar calcetines a juego! —grita Frank.

—Bueno, ¡a eso me suena lo suficientemente

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adulto! —dice Guinevere—. Pasad. ¡Smythe! —grita, aunque lo tiene a su lado—. ¡Prepara el té!

La casa de Guinevere LeCavalier por dentro es aún más exagerada que por fuera. Las paredes están in-crustadas de joyas. Las ventanas son vidrieras policro-madas. Los techos están a cinco metros de altura. Has-ta hay un salón de baile. Y un montón de escalinatas.

—¿Qué hay allí arriba? —digo mientras pasamos la tercera escalera.

Guinevere LeCavalier hace un gesto con la mano.

—Oh, nada. Mi dormitorio suite, el estudio de mi difunto marido, los aposentos de Smythe, tres baños y el dormitorio de Ivy.

—¿Quién es Ivy? —pregunta Eliza.

Guinevere LeCavalier espera antes de contestar y Frank lo aprovecha para darle una palmada en el trasero.

¡FOFO! —dice sonriendo. Le encantan las cosas fofas.

—Ivy es mi hija —responde Guinevere.

—¡Ah! —exclamo—. ¿Vive aquí?

—Se ha mudado. Ahora vive con su marido, en Wichita —dice con tono seco—. Pero mañana vendrá. A visitarme.

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—¿La ve a menudo? —pregunta Eliza.

—No —contesta Guinevere. Se cruza de brazos con expresión de enfado.

Atravesamos una biblioteca en la que se ha caído una estantería y hay libros por todo el suelo. En la pared hay algo escrito en rojo, pero está demasiado lejos para leerlo.

Guinevere pasa de largo como si nada, con Frank pisándole los talones. Yo empiezo a seguirlos, pero me doy cuenta de que Eliza se está acercando a esas letras rojas y tan caligráficas de la pared del fondo, como si quisiera leer la amenaza de muerte. Desde donde estoy yo, la pintura reseca parece casi sangre.

—Corre, Eliza —le susurro—. En esta casa, si per-demos de vista a Guinevere, nos perderemos para siempre.

La cojo de la mano y me la llevo a la siguiente estancia, donde Guinevere está esperando impa-ciente dando golpecitos con el pie.

—¡Ya era hora! —dice.

¡YA ERA HORA! —repite Frank, también repi-queteando con el pie.

Cruzamos una sala de billar, un salón, una salita familiar, una sala de estar, un gran salón y un cuarto de estar. Total, yo no ver la diferencia entre todas esas habitaciones. Cada una es más elegante que la

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anterior y tienen techos abovedados, tapices anti-guos, paredes de mármol, grandes ventanales y sue-los de madera.

Por fin llegamos a un comedor y el mayordomo Smythe aparece llevando una bandeja con tazas, una tetera, leche, azúcar, miel y un bol de gominolas.

Guinevere se echa medio bol de gominolas al y las remueve histéricamente con la cucharilla.

Lo repito por si no ha quedado claro: se echa go-minolas al té.

—Queridos —dice Guinevere—, ¿cómo os llamáis?

—Yo me llamo Carlos —contesto— y esta es mi mejor ami…, digo, mi colega Eliza. Y el otro detective se llama Frank.

—¿Y entre los tres vais a resolver mi caso?

—La agencia ha enviado a los mejores detectives que podía ofrecer. —Dado que en estos momentos so-mos los únicos detectives que podía ofrecer la agen-cia, lo que he dicho no es técnicamente una mentira.

Guinevere bebe un poco de té.

—¡Humm, qué gominoloso! —Suspira.

Eliza se inclina hacia ella entornando los ojos. Conozco esa expresión. Significa que está concen-trada.

—Empecemos por la primera amenaza: ¿cuándo la recibió?

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—Hace unos dos meses —dice Guinevere—. Reci-una carta amenazadora. Sin sello ni remitente.

—Interesante —interviene Eliza.

—¿Interesante por qué? —pregunta Guinevere.

—¡Quiere decir aburrido! —grita Frank. Le doy una patada por debajo de la mesa.

Eliza ignora a Frank y sigue hablando:

—Bueno, la falta de huellas significa que el culpa-ble llevaba guantes. Pero lo que es más importante es que es una persona inteligente. Y, si la carta no llevaba sello, es que se entregó en mano. Él, o ella, estaba aquí en la ciudad. Y, puesto que las amenazas han continuado, lo más probable es que siga en la ciudad.

—Impresionante —dice Guinevere—. Ya veo por qué la agencia te ha enviado.

Eliza sonríe con timidez. Yo también sonrío, aun-que no puedo dejar de pensar en que es mucho más lista que yo, en que yo no tengo ninguna aptitud especial que aportar al caso y en lo mucho que mi madre necesita el dinero. Y de pronto se me borra la sonrisa.

Eliza busca mi aprobación con la mirada y le hago un gesto con el pulgar cuando Guinevere Le-Cavalier no mira porque se está echando más gomi-nolas al té.

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—Sí, Eliza es una de las mejores detectives de la agencia —le digo a Guinevere. Lanzo una mirada fulminante a Frank, que se está quedando dormido en la mesa.

—Entonces ¿pensáis que estoy en peligro? —pre-gunta Guinevere, removiendo tanto el que ha em-pezado a derramársele—. Mi abogado dice que corro grave peligro.

—¿Su abogado? —pregunta Eliza.

—Sí, claro —responde Guinevere—. El letrado Joe Maddock. El mejor de la ciudad. Cobra un ojo de la cara. Bueno, más bien los dos ojos, las dos orejas y la cabeza entera. Desde que empezaron las amenazas viene mucho por la casa y le he tenido que extender muchos cheques. Pero, si es el abogado más caro de la ciudad, también será el mejor, ¿verdad?

—Eh, por supuesto —contesto.

—Tengo mucho miedo —declara Guinevere—. ¡Este asunto tan feo me ha hundido la moral! Si pudiera, ¡daría lo que me pide en la carta con tal de acabar con todo esto! ¡Pero lo que pide es imposible…!

—¿Qué pide? —preguntamos Eliza y yo a la vez.

—Quiere que le diga dónde está el tesoro de mi difunto marido.

—¡Tesoro! —Frank se despabila de golpe—. ¿Qué tesoro?

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—¡Ya me gustaría a saberlo! —Guinevere LeCavalier junta las cejas como si estuviera ha-ciendo un gran esfuerzo de concentración—. Lo malo —dice— es que no tengo ni idea de dónde está el tesoro ni de qué puede ser. Mi marido murió hace cinco años y me dejó un tesoro en el testamento. ¡Pero no lo encuentro! Me dejó una sola pista que se supone que me tiene que llevar a más pistas, pero no resolverla. Mi marido era muy excéntrico. No hago más que pensar que, si encontrara el tesoro, las amenazas terminarían. Se lo entregaría a esa perso-na para ver si así se va sin hacer daño a nadie.

—¿Daño? —digo tragando saliva—. ¿Cree que se-ría capaz de cumplir la amenaza de muerte?

Guinevere asiente y el montón de collares que lle-va tintinea.

—Podría ser. La primera amenaza era bastante… espeluznante.

Para seguir preguntando sobre las amenazas, ve a la página 421.

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Para pedir que os enseñe la primera pista de la búsqueda del tesoro, ve a la página 331.

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TENEMOS QUE registrar la habitación de Ivy. Después de todo, es la principal sospechosa. Bueno, una principal sospechosa. O quizá solo una sospechosa.

Corremos hasta la habitación de Ivy. En la casa hay un montón de dormitorios, pero enseguida sa-bemos cuál es porque dentro vemos maletas. Se ve que desde que ha llegado esta mañana aún no las ha deshecho.

Entramos y cerramos la puerta. Yo cojo una male-ta, Eliza la otra y Frank empieza a probarse los ele-gantes sombreros de Ivy. Se pone a hacer el tonto delante del espejo partiéndose de risa.

Mi maleta está llena de ropa: vestidos y camisetas sin manga, pantalones cortos, calcetines y hasta bra-gas. ¡Socorro! La cierro y voy a ayudar a Eliza a bus-car en su maleta, que está llena de papeles.

—¿Qué es esto? —pregunto alzando un papel para que le la luz. Está lleno de números y no entien-do nada.

—¡Cuentas! —exclama Eliza—. ¡Ivy tiene proble-mas económicos!

—¡Problemas económicos! —repito—. Pero ¿qué quieres decir?

—Pues que tiene un motivo —responde Eliza—. Necesita el tesoro en serio…

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Nos callamos de golpe. El pomo de la puerta está girando.

Para esconderos, ve a la página 411.

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Para hacer frente a quien está abriendola puerta, ve a la página 127.

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A SMYTHE no se le puede hacer entrar en razón. Tenemos que intentar huir.

—¡Corred! —grito.

Los tres corremos hacia Smythe, que se queda tan sorprendido que no sabe a cuál de nosotros perse-guir. Frank le salta por la izquierda, Eliza entra en la casa haciéndole una pirueta por la derecha y yo me cuelo por debajo de sus piernas, como hago cada año en el partido de la final de béisbol.

Una vez dentro, ya no podemos pararnos. No po-demos permitir que nos atrape.

—¡Chicos! —nos grita mientras nos persigue con una espátula—. ¡Llamaré a la policía!

Pero corremos mucho más deprisa que él.

¡AL ESCONDITE! ¡LE TOCA BUSCAR AL FEO! —grita Frank mientras cruzamos corriendo el salón de baile. Luego atravesamos como rayos el pasillo mientras el suelo de madera cruje bajo nuestras za-patillas. Subimos las escaleras y las zapatillas de Frank van dejando barro por toda la alfombra blan-ca que la cubre (glups). Bajamos saltando como co-nejos al salón cubierto de tapices y pasamos a toda velocidad bajo un arco de piedra. Hasta que ¡ZAS!

Llegamos a un punto muerto.

Estamos en una habitación circular, de dos pisos, sin ventanas y con toda la pared forrada de libros,

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como una minibiblioteca. Hay una escalera para po-der alcanzar los libros a los que no se llega de pun-tillas y, en mitad de la habitación, un escritorio de madera rojiza y una especie de barniz brillante. Pa-rece hecho con dónuts rojos glaseados. Esto debe de ser el estudio del señor LeCavalier.

—¿Por qué nos hemos parado? —grita Frank—. ¡Sigamos!

¡ZAM!

¡ZAM!

¡ZAM!

Unas fuertes pisadas se nos están acercando. Se-guro que Smythe ya está en el pasillo del que acaba-mos de salir. Y en esta estancia no hay salida, solo correr directamente contra él. Estamos atrapados. Sin escapatoria.

—¡Escondeos! —les digo a Eliza y a Frank.

Frank se acurruca dentro de una estantería me-dio vacía, pero Eliza no se mueve y niega con un gesto.

—Hay que hacer frente a Smythe. Cara a cara. Te-nemos que hablar con él.

—¡No! —insisto—. ¡Escondámonos!

—¡No! ¡Hablemos! —dice ella.

—¡Escondámonos!

—¡Hablemos!

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Para esconderos de Smythe, ve a la página 391.

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Para hablar con Smythe,

ve a la página 234.

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INTRODUZCO la contraseña «BOCA FALSA ojo matón tío» en el teclado que hay bajo el pomo de la puerta y se abre de par en par. Tras ella aparece un pasillo desnudo, que no tiene nada que ver con lo que hemos visto hasta ahora en la casa de Guinevere LeCavalier. El suelo y las paredes son de madera rojiza y no hay ni un solo cuadro. Dema-siado desnudo todo. Supongo que a Guinevere no le importa mucho si sus empleados viven rodeados de cosas bonitas o no.

Nada más poner el pie en el pasillo me doy cuenta de que en este ala de la casa la temperatura también es diez grados más alta. ¿Será que Guinevere no pone aire acondicionado en las zonas de la casa que no visita? Pues me parecería muy injusto para el pobre Smythe.

Quizá por eso es tan gruñón. Yo desde luego muy bien lo que se siente. ¡Vivir sin aire acondicio-nado también me vuelve gruñón!

Frank avanza a saltos hasta la última puerta a la derecha.

—¡Aquí! —Señala la puerta. Al llegar a su lado veo que hay una placa que pone «SAMUEL S. SMYTHE».

Contraigo el brazo y levanto el puño para cele-brarlo en silencio. Eliza sonríe y le tapa la boca a Frank para que no grite sin querer.

Empujo la puerta y se abre ligeramente.

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¡ZAM!

El sonido de una enorme pisada que hace tem-blar el suelo sale de dentro de la habitación y la puerta se abre de par en par.

—¿Qué hacéis aquí? —escupe Smythe con sus ojos saltones rojos de rabia.

—Yo… Nosotros… —tartamudea Eliza.

—¡Esta es mi habitación! ¡No podéis venir aquí sin mi permiso! ¡Y yo no os he dado ningún permiso!

¡Ostras!, ¡ostras!, ¡ostras!

«¡Corred!», me grita el cerebro. «¡Correeeeeeeed!».

Cojo a Eliza y a Frank de la mano y salimos corrien-do, con Smythe rugiendo tras nosotros.

Eliza está temblando de miedo, pero el pobre Frank está a punto de llorar.

—¡Eso que daba miedo!

—Así es —le digo, dándole unas palmaditas.

Sigo con el corazón a cien por hora. Me apoyo contra uno de los elegantes tapices de Guinevere y me seco las manos sudadas con él.

Eliza y Frank me están mirando, tengo que ha-cerme el fuerte.

—La próxima vez —digo con la voz más temblo-rosa de lo que me gustaría— será mejor asegurarnos de que la persona cuya habitación vamos a registrar no esté dentro.

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—Sí —dice Eliza—, probemos con la de Ivy.

—¡Nooooooo! —gime Frank—. ¡Otra vez no!

—Necesitamos encontrar más pistas, Fra…

¡CATAPLÁN!

Al fondo del pasillo se oye un gran estruendo, pare-ce que la casa se esté derrumbando. Tras el ruido, un chillido que rompe los oídos y pone los pelos de punta. ¡Una voz femenina! ¿Estará Guinevere en peligro?

Frank grita y se refugia abrazándose a las piernas de Eliza. Por primera vez me preocupa el posible peli-gro… y me planteo si he hecho bien asumiendo el caso.

¿Deberíamos ir a ver qué ha sido el ruido? Por un lado, todo buen detective acudiría a comprobar qué ha pasado.

Pero, por otro lado, todo buen detective aprove-charía una distracción así para ir a registrar la habita-ción de un sospechoso. Podría ser nuestra única opor-tunidad de buscar pistas por la habitación de Ivy.

Para ir a ver qué ha sido el ruido, ve a la página 200.

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Para registrar la habitación de Ivy,

ve a la página 28.

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—¿QUIÉN MÁS SABE lo del tesoro? —pre-gunto.

—Pues lo sabemos —dice— mi hija Ivy y yo, como ya he dicho. Y Smythe, mi mayordomo desde hace treinta años. Lleva siglos a mi servicio. Pero…

Me inclino hacia ella.

—Pero ¿qué?

Tras mirar a su alrededor para comprobar que Smythe no está merodeando por aquí, Guinevere se lamenta:

—Últimamente está muy gruñón. Incluso más de lo habitual en él. —Niega con un gesto—. Pero no, no puede ser él. ¡Confío plenamente en Smythe! —ex-clama con gran determinación.

Eliza y yo nos miramos.

—¿Quién más? ¡Ah, sí, mi abogado! —continúa Guinevere LeCavalier—. Sí, Joe Maddock también sabe lo del tesoro.

¡CULPABLE! —grita Frank antes de que yo le tape la boca.

—Entonces —recapitula Eliza mirando mal y de reojo a Frank— está Ivy, su hija que hace años que no ve; Smythe, su mayordomo, y Maddock, su abo-gado. ¿Alguien más?

—Supongo que —contesta Guinevere— cualquie-ra que trabaje en la casa puede haber oído hablar de

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ello. Pero yo desde luego no he dicho nada. Y confío en que Smythe tampoco.

—Bueno —digo—, pero no perdemos nada interro-gándoles. ¿Me puede decir quién trabaja en la casa además de Smythe?

—Pues la única persona que siempre anda por aquí es mi paisajista Otto. Me está rehaciendo los parterres del jardín. Antes se ocupaba mi marido, pero me temo que desde que falleció he dejado cre-cer demasiado las malas hierbas. ¡Ahora tengo una terrible invasión! —Guinevere hace una pausa—. ¿Os sirve de algo lo que os he dicho?

—¡Sí! —respondo.

—Con creces —añade Eliza.

—¿Has dicho «heces»? ¿Eso no es caca? —dice Frank.

—Antes de iros —dice Guinevere LeCavalier— debo advertiros sobre… mi casa, que es peculiar. Hay algunas habitaciones y pasadizos secretos que están cerrados y que solo se pueden abrir resolviendo al-gún enigma. Id con cuidado.

—Gracias —dice Eliza. que le encanta todo lo que suena a enigma. Y a Frank le encanta todo lo que suena a habitaciones cerradas y pasadizos secretos.

Nos ponemos en pie y nos retiramos de la mesa.

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Cuando llegamos al pasillo Eliza grita:

—¡Qué bien que hayamos cogido el caso! ¡Me en-cantan los misterios y este es de los buenos!

Me parece que lo de las amenazas de muerte la ha emocionado demasiado.

—Me alegro de que estés tan contenta, Eliza, pero esto no es un libro, es real —le recuerdo.

Me dedica una gran sonrisa.

—¿Por dónde empezamos? —le pregunto.

—Empezamos interrogando a nuestros sospechosos. Hemos de tener en cuenta dos cosas: motivo y medios.

Debería saber más sobre el trabajo de investiga-ción, sobre todo después de ver a mi madre resolver algunos casos.

—¿Motivo y medios? ¿Qué es eso?

—El motivo: ¿quién tiene alguna razón para co-meter el delito? Los medios: ¿quién puede física-mente cometer el delito? El autor de las amenazas tiene que ser alguien que quiere, o necesita, el teso-ro. Mucho. Ahí tenemos el motivo. Y los medios es la capacidad de hacer llegar las amenazas. Es obvio que el culpable debe tener acceso a la casa.

—O sea que tenemos que pensar en quiénes nece-sitan el tesoro y en quién de ellos podía mandar las amenazas, ¿verdad?

Eliza asiente.

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—Juguemos a las casitas —dice Frank.

—Ahora no podemos ponernos a jugar a las casi-tas, Frank —dice Eliza cogiéndole de la mano—. Luego jugamos.

—Vale —contesta Frank—, pero solo si yo soy el ñu.

—No hay ñus en una casa, Frank —le digo.

—Es mi casa y hay lo que yo quiero. ¡También unicornios!

Ignoro a Frank. Lo último que quiero ahora mis-mo es que pille una rabieta si además le desmiento la existencia de los unicornios…

De pronto aparece un hombre en el pasillo que anda con un maletín y aires de grandeza, como si fuera muy importante. ¡Madre mía, cómo huele!

Lleva puestas unas cinco capas de colonia. El olor es superfuerte y punzante… ¡como si se hubiera ba-ñado en limpiador de suelos! ¡Puaj!

Toso y me pongo la manga de la camiseta en la nariz para filtrar el aire.

¡MADDOCK! —exclamo en voz baja—. ¡Seguro que ese es Maddock, el abogado!

—¿Crees que deberíamos hablar…? —empieza a preguntar Eliza, pero no la dejo terminar porque le hago una señal a Maddock.

—¡Señor Maddock! —grito, y los tres salimos corrien-do hacia él.

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Maddock es un hombre de mediana edad y de pelo engominado oscuro y grasiento. Tiene el rostro afilado y anguloso y un mentón tan puntiagudo que podría esculpir una escultura de hielo con él.

—Niños —dice, con un tono nada agradable.

—Disculpe, señor —dice Eliza—, si no le importa, nos gustaría hacerle algunas preguntas.

—Sí que me importa —responde Maddock—. No tengo nada que decir a unos niños. ¡Hala, a jugar!

—¡Oiga! —grito—. ¡Que tenemos que hacerle unas preguntas importantes!

¡SÍ, SEÑOR MALO! —añade Frank.

Maddock mira la hora en su reloj y suspira.

—Me encantaría jugar con vosotros, chavales, pero tengo trabajo que hacer. Del de verdad. Y no tengo tiempo para esto.

—¡No es ningún juego! —contesto—. Nos han contratado para resolver el caso de Guinevere LeCa-valier.

Al oír eso, Maddock alza las cejas.

—Ah, ¿sí, eh? —dice con una sonrisa irónica. Se apoya contra la pared, haciéndose el interesante—. ¿Y qué queréis de mí?

—Tenemos que hacerle algunas preguntas sobre lo que ha pasado últimamente aquí.

—Pues entonces mejor interrogad a Smythe —dice

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Maddock—. El mayordomo de Guinevere LeCava-lier.

—Sí, lo conocemos —afirma Eliza.

—¡Él también es muy malo! —añade Frank.

Maddock nos mira con desdén.

—Smythe vive aquí con la señora LeCavalier. Si queréis saber qué ha pasado, él lo sabrá, no yo. Bus-cadlo a él.

—Luego hablaremos con él —contesto—. Pero an-tes con usted. ¿Qué sabe del tesoro de Guinevere Le-Cav…?

—¡Huy, qué tarde se ha hecho! —prorrumpe Maddock—. Mirad, chicos, al principio ha tenido gracia, pero ya no me interesan vuestras payasadas. Ahora mismo tengo asuntos muy importantes. No suelo realizar visitas a domicilio. Adiós.

Se ajusta la corbata y se escapa apresurado por el pasillo.

Lo miro entornando los ojos.

—¿Comportamiento culpable?

—Quizá —dice Eliza—. La verdad es que tenía mu-cha prisa por irse.

—Podemos seguirlo a ver qué trama…

¡SÍ, SEGUIRLO! —grita Frank.

—O —continúo diciendo— podemos entrevistar a Smythe. Es verdad que se le veía muy enfadado.

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—Sí —dice Eliza—. Y Maddock tiene razón en una cosa: Smythe lleva las riendas de esta casa. Aunque, por otra parte, me pregunto cuáles son los «asuntos muy importantes» de Maddock. ¿Por qué está aquí? ¿Por qué iba a venir a casa de la señora LeCavalier en lugar de darle cita en su despacho? A lo mejor quiere tener acceso a la casa para dejar amenazas…

Claro, eso no lo había pensado yo. Me siento inú-til al lado de Eliza, pero tengo que dejar de obsesio-narme con lo de no estar a la altura, que eso no ayu-dará a mi madre.

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunto a Eliza.

—Es el caso de tu madre, Carlos. tienes que decidir: ¿quieres interrogar a Smythe? ¿O seguir a Maddock?

Para interrogar a Smythe,ve a la página 277.

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Para seguir a Maddock,

ve a la página 430.

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CUANDO POR FIN llegamos a mi casa, corro a la cocina a ponerme un vaso de agua. Lleno tres y los tres bebemos como si acabáramos de atravesar el desierto del Sáhara.

¡Ahhh! —suspira Frank. Y se pone el vaso vacío en la cabeza, como un sombrero.

—¿Podemos quedarnos a dormir, Carlos? —pre-gunta Eliza.

¡A DORMIR, A DORMIR! —grita Frank mientras el vaso le cae de la cabeza y rueda por el suelo. Lo coge, se lo coloca sobre la boca y aspira tan fuerte que el vaso se le queda pegado a la cara.

—Yo dormiría en el sofá —dice Eliza.

Repaso mi andrajosa casa y noto como me sonro-jo de vergüenza. Las últimas veces siempre he pro-curado que me invitara Eliza en lugar de invitarla yo a ella, y que esta noche sin el aire acondiciona-do va a ser especialmente difícil.

—Buenoooo —digo—. Es que no tenéis pijama ni la muda para mañana.

—Pues la verdad es que —responde Eliza abrien-do su mochila. Para mi sorpresa, dentro llevaba un montón de ropa apretujada y dos cepillos de dien-tes—. Ya les he dicho a mis padres que dormiremos aquí. He prometido llamarlos después de cenar para que vean que estamos bien.

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—Buenoooooo —repito—, tendré que preguntár-selo a mi madre.

Eliza asiente.

—He pensado que así mañana podríamos empe-zar pronto si salimos directamente de aquí.

Tengo que elegir entre dos opciones:

1. Eliza y Frank se quedan en mi casa que me aver-güenza (mal), pero empezamos pronto maña-na (bien).

2. Mando a Eliza y a Frank a su casa y me ahorro una noche de sentir vergüenza por nuestros pro-blemas económicos (bien), pero empezamos tarde mañana (mal).

Me escondo la cara entre las manos.

—¿Qué pasa, Carlos? —pregunta Eliza.

—No… no tenemos aire acondicionado —susurro, sin levantar la cara. Que no pregunte por qué, que no pregunte por qué.

Se produce una pausa que se me hace eterna.

—Sobreviviremos —dice al final Eliza.

Me escapo corriendo a la habitación de mi madre antes de que a Eliza le tiempo de decir nada más. Mi madre está tan enterrada bajo las mantas que solo le veo los ojos.

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—¿Mamá?

¡ACHÍÍÍÍÍS!

—¿Estás bien?

—Esdoy beor. —La voz sale amortiguada por las mantas que le cubren la cabeza… y habla como si tuviera un cangrejo pellizcándole la nariz.

—Eh…, ¿se pueden quedar a dormir Eliza y Frank? Hoy lo hemos pasado muy bien, jugando fuera, y nos da pena que se acabe. —Me quema la cara de la culpabilidad que me da mentir—. Pero te prometo que no harán ruido. Y sus padres les dejan. Y no nos acercaremos a tu habitación para no contagiarnos…

—¿Dienes labidación libia?

Sigo sin entender lo que dice. Pero que era una pregunta.

—Eh… claro.

—Bues pol mí, bien. —Y tose.

Me la quedo mirando. ¿Ha dicho que o que no?

Saca la mano de debajo de las mantas y me dirige un gesto con el pulgar.

La verdad es que me ha decepcionado que:

1. No haya sabido detectar tantas mentiras juntas.

2. Haya decidido someter a Eliza y a Frank a nuestras horribles condiciones de vida. Echo de menos a Mamá Sana.

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Al cabo de un rato preparo la cena para todos. Ham-burguesa con queso para Eliza, para Frank y para mí, y sopa para mi madre. Llamo a la puerta y entro con el bol, pero, como está muy dormida, se lo dejo en la mesilla de noche. Me pregunto… ¿cómo sabré cuándo tengo que llamar a un médico?

Eliza, Frank y yo no hablamos sobre el misterio, por si acaso mi madre se despierta. Tiene un oído muy fino. Bueno, no, tiene un oído finísimo. Total, que jugamos todo el tiempo al escondite con Frank. Después de todo, el pobre llevaba todo el día espe-rando para jugar.

A las nueve nos preparamos para acostarnos. Eli-za se pilla el sofá, Frank el sillón afelpado y yo dor-miré sobre la moqueta raída. En cuanto apoyo la cabeza en el suelo, me quedo frito. que el caso da para pensar mucho, pero ha sido un día muy largo y caluroso.

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ME DESPIERTA el ruido de alguien movien-do cacharros en la cocina.

—¿Mamá?

—No, soy yo —responde Eliza—. Estoy tostando pan. Es lo único que cocinar.

—¡Y yo la ayudo! —añade Frank.

Bostezo y me incorporo.

Eliza pone en la mesa un plato con una enorme pila de tostadas. Sin decir nada, los tres nos senta-mos y empezamos a comer. Mientras mastico miro a Frank intrigado. Hace bolitas con trozos de pan y se las va metiendo en la boca como si fueran palomitas de maíz. Una y otra vez.

—¡Deja algo para mi madre! —le aviso.

TERCER DÍA

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Frank escupe el pan ya masticado sobre su plato.

¡Glups!

Gruño.

Eliza se levanta y pone otra rebanada a tostar para mi madre.

—Ya la tengo.

—Gracias —digo—, ponle margarina, que es como le gusta a mi madre.

—¡No, no hablo de la tostada! —exclama Eliza—. Me refería a… a que ¡creo que ya tengo la solu-ción!

Me levanto de un salto, como un muelle.

—¿Sabes quién es el autor de las amenazas?

—No —contesta Eliza—, pero creo que por dón-de podemos ir a partir de ahora. —Se la ve concen-trada y decidida—. ¿No te parece raro que Ivy y Gui-nevere se nieguen a hablar sobre la gran pelea que tuvieron hace tantos años?

—Sí, claro.

—Pues he pensado que a lo mejor la clave del misterio es averiguar qué pasó entonces —dice Eli-za, mientras saca el pan crujiente de la tostadora y lo cubre de margarina.

Lo pienso un poco. Sí, averiguar lo que ocurrió entre Guinevere y su hija Ivy tiene sentido. Pero no si esa información nos llevará a encontrar la solu-