CAPÍTULO 1

PREPARATIVOS DE VIAJE

EN FRÁNCFORT, AQUELLA MAÑANA DE SEPTIEMBRE lucía radiante, tan luminosa que debería alegrar todos los corazones de la ciudad. El doctor Classen, el médico que había decidido que Heidi debía regresar a sus amadas montañas, caminaba, apoyándose en su bastón, por la calle Ancha en dirección a casa de los Sesemann. Ni una sola vez había alzado su mirada al cielo de un azul intenso. Más bien todo lo contrario. La mirada la tenía fija en el pavimento y, a su rostro, se asomaba una expresión de profunda tristeza. Desde la primavera, había envejecido, su pelo canoso se había vuelto blanco y su sentido del humor se había esfumado. La pesadumbre del buen doctor se debía a la pérdida de su única hija, el tesoro de su existencia, el único consuelo que le quedaba tras la temprana muerte de su esposa. Sin ella, todo había dejado de tener sentido.

Llamó a la puerta de los Sesemann. Al ruido de la campanilla, Sebastián se apresuró a abrirle la puerta y a saludarlo con muestras de respeto y deferencia. El doctor, además de ser el amigo más íntimo del señor de la casa, se había ganado el cariño de cuantos vivían allí.

—¿Hay novedades,Sebastián? —preguntó el médico. El criado se limitó a guardar el bastón y a comentar que el señor lo esperaba en la biblioteca.

La visita del doctor Classen no era de cortesía. El motivo, una vez más, era la delicada salud de la señorita Clara y discernir la conveniencia o no de viajar a los Alpes tal como había prometido a su amiga Heidi.

—Has hecho bien en venir, querido amigo —exclamó el señor Sesemann al verlo entrar en la habitación—. Es preciso que hablemos otra vez acerca del viaje a Suiza. Quiero que me digas si sigues prohibiéndolo, ahora que hay una sensible mejoría en el estado de Clara.

—Mi querido Sesemann, siempre serás el mismo —contestó el doctor tomando asiento a su lado—. Desearía que estuviera aquí tu madre, porque, con ella, todo es sencillo y directo. En cambio, contigo no se acaba nunca. Con esta ya son tres las veces que me has hecho venir para que te repita lo mismo —dijo el doctor.

—Sí, es verdad, tienes razón: este asunto debe molestarte; pero, amigo mío, ¿no comprendes mi situación? —El señor Sesemann puso la mano en el hombro del médico para invocar su simpatía—. Es muy duro para mí negar a mi hija una cosa que yo mismo le había prometido con tanta seguridad. El viaje a los Alpes es lo que ha mantenido a Clara animada durante su última crisis. Desea con todas sus fuerzas volver a ver a Heidi y poder subir hasta los pastos que con tanto detalle le describía su amiga. ¿Yahora he de borrar de golpe esa esperanza? Mi pobre hija la ha acariciado durante tiempo. ¡Pobre hija que se ve privada de muchas alegrías por su estado de salud! No, no puedo hacer eso.

—¡Pues sí, Sesemann, es necesario que permanezca en casa, bajo mi supervisión! —respondió el doctor con firmeza—. Y Clara debería saber ya que el viaje no se podrá llevar a cabo. ¿A qué esperas para decírselo?

El señor Sesemann gestionaba sus negocios con autoridad, en cambio no sabía ser tajante con su hija ni decir un no cuando convenía. Ella conseguía ablandarlo siempre. Hecho que el sensato doctor Classen le recriminaba. Viendo a su amigo tan abatido dijo:

—Recapitulemos una vez más los hechos, ¿de acuerdo? Hace dos años que Clara no había pasado un verano tan malo como este. Su debilidad es evidente. Ya deberías ver que no se encuentra en condiciones de emprender un largo viaje sin que la expongamos a sufrir consecuencias. Por si eso fuera poco, ya estamos en septiembre, a punto de entrar en el otoño. Puede que todavía haga buen tiempo en los Alpes, pero puede suceder que el frío se presente de repente. ¿En eso estarás de acuerdo conmigo, no? Ademàs, hay que añadir que los días son más cortos y las noches… Amigo, ¿tú ves a Clara pasando la noche en la montaña? Si os hospedarais en Ragatz, casi no quedaría tiempo para subir a la cabaña, y más cuando habría que subir a Clara en brazos hasta allí.Y hay unas cuantas horas de camino. El viaje es imposible en estos momentos, Sesemann. ¡Entiéndelo, que tú eres un adulto!

El señor Sesemann miraba a su amigo como si le implorara ayuda para resolver aquella cuestión doméstica. El doctor que tanto le reprochaba la actitud poco enérgica con su hija, mantenía una muy parecida con respecto a su amigo.

—¡De acuerdo! Hablaremos los dos con Clara. La convenceremos,descuida.Ella es una niña muy razonable.Además,ya le he dado vueltas al asunto y tengo un plan. Mi idea consiste en que vaya al balneario de Ragatz el próximo mes de mayo para que se someta a una cura de baños, una cura larga, hasta que tengamos la certeza de que el tiempo en la montaña es veraniego y calienta el sol.

El señor Sesemann escuchaba con atención las indicaciones del doctor.

—Cuando el tratamiento en Ragatz haga efecto, Clara podrá gozar de las excursiones. Ahora no podría hacerlo en modo alguno. No has de olvidar, Sesemann, que si queremos conservar la esperanza de mejoría en el estado de tu hija, es preciso observar la mayor prudencia y los cuidados más minuciosos.

El señor Sesemann, que había escuchado a su amigo sin interrumpirlo en ningún momento, pero sin disimular un gesto contrariado, lo miró fijamente y preguntó:

—Dime, Classen, con absoluta sinceridad, ¿conservas alguna esperanza de que el estado de Clara cambie?

El doctor levantó los hombros.

—Poca —contestó en voz baja—, pero poca no es ninguna y mientras exista esa posibilidad no nos rendiremos.

—Ya sé que no debería lamentarme —dijo el señor Sesemann.

—No, querido amigo, no deberías.Tienes una hija que te quiere, que te echa de menos si no estás y se alegra cuando regresas de tus viajes. Cuando vuelves a casa, no la encuentras vacía, tienes con quien conversar y no has de sentarte solo en la mesa. Es mucho más de lo que otros tienen. En cuanto a Clara, es cierto que está privada de la fortaleza de la que gozan otras niñas, pero no es menos cierto de que disfruta de privilegios que otras niñas no tendrán nunca. Sabes, Sesemann, deberías sentirte dichoso con lo que tienes cuando lo tienes. ¡Fíjate en mí y toma buena nota!

El señor Sesemann se puso en pie y comenzó a pasear por la estancia a grandes pasos. Arriba y abajo.Abajo y arriba. Cuando se hallaba preocupado por algo, esos paseos le ayudaban a pensar. De pronto, se detuvo, se acercó a su amigo, le dio una palmada en el hombro y le dijo con afecto:

—Amigo, siempre tienes razón en todo lo que dices. Soy afortunado por tener a Clara a mi lado, por no estar solo. Me duele ver por lo que tú estás pasando. ¡Desearía tanto que recobraras el ánimo! Doctor, se me ha ocurrido una idea. Si tú tienes un plan, yo no voy a ser menos. Es un plan para ti, para que te distraigas un poco. ¿Sabes cómo? Serás tú quien viajará a Suiza y quien hará una visita a la pequeña Heidi de nuestra parte. ¿Qué me dices?

La proposición cogió por sorpresa al doctor, que no dijo ni sí ni no, porque su amigo no le permitió hablar. Se limitó a asirlo fuerte del brazo y a conducirlo hasta la habitación de Clara. Para la niña, la aparición del doctor siempre era motivo de alegría, porque entre ambos existía una gran complicidad. El doctor siempre tenía historias divertidas para contar. Ahora no era el mismo,por eso Clara se esforzaba por demostrarle todo su afecto.

Al ver al doctor, la niña le tendió las manos y lo obligó a sentarse a su lado. El señor Sesemann, por su parte, permaneció de pie, esperando a que médico y paciente se saludaran con familiaridad. Luego, acercó una butaca a la cama de su hija y tomó las manos de la niña entre las suyas. De hecho, Clara ya no era tan niña, aunque así la viera su progenitor, e intuía que querían darle una noticia que no iba a ser de su agrado, pero no interrumpió a su padre.

El señor Sesemann dijo cuánto le hubiera gustado que el viaje a Suiza se realizara. Obvió comentar que, en aquellos momentos, era imposible y pasó a explicarle la conversación que había tenido con el doctor. El señor Sesemann temía que aquella noticia, explicada con toda la dulzura de que era capaz, entristecería mucho a Clara y no se había equivocado. Los ojos azules de Clara se llenaron de lágrimas de inmediato. De nada sirvieron los esfuerzos por contenerlas.

—¿Entonces he de esperar hasta el verano próximo? —preguntó Clara, en cuanto pudo sobreponerse, esperando la respuesta de su médico.

—Así es —dijo el doctor Classen.

Clara sabía que su padre no podía verla llorar, que eso lo entristecía mucho y ella no soportaba ver a su padre triste, así que procuró calmarse, porque no tenía por costumbre enfadarse con él. Sus ilusiones se derrumbaban con aquella noticia. Durante la primavera y el verano, había pensado tantas veces en el momento de estar de nuevo con Heidi y disfrutar de su mundo… Aquel pensamiento la había alentado durante las crisis y constituía la única alegría de su vida triste y solitaria. ¡Y para el verano siguiente, faltaba tanto tiempo! El buen doctor que sabía cómo se sentía la pequeña, se apresuró a decirle.

—Me parece que dadas las circunstancias, la mejor de las soluciones es que yo vaya a los Alpes en tu lugar. Eso me permitiría planificar mejor tu estancia del año próximo. ¿Qué te parece la idea?

Clara cogió la mano de su amigo el doctor, se la acarició y le dijo animada:

—Sí, sí, querido doctor; vaya usted a ver a Heidi, y vuelva pronto para decirme cómo está y qué hace allá arriba en la montaña, qué hacen su abuelo, y Pedro, y las cabras. ¡Los conozco a todos tan bien! Además, usted se llevará un paquete que quiero enviar a Heidi. Tengo que preparar un montón de cosas para ella y también quiero añadir un regalo para la abuela de Pedro. ¡Oh, sí, vaya usted en mi nombre, se lo ruego! Yo le prometo tomar, sin rechistar, todo el aceite de hígado de bacalao que usted me mande.

No es posible saber si fue este último argumento el que tuvo más fuerza, tal vez lo fuera, porque el doctor dijo sonriendo:

—Querida Clara, lo haré encantado si tú me prometes poner de tu parte para estar fuerte como tu padre y yo deseamos.Y dime, ¿cuándo he de emprender el viaje? ¿Lo has decidido también?

—Lo mejor será que salga usted mañana muy temprano contestó la niña.

—Sí, Clara tiene razón —intervino el señor Sesemann—. En septiembre, aún brilla el sol y el cielo es azul. No hay, pues, un minuto que perder. Sería una verdadera lástima perderse un solo día de buen tiempo en los Alpes.

El doctor se echó a reír.

—Acabarás —dijo— por reprocharme que esté aún aquí, Sesemann; de modo que mejor será que me vaya ahora mismo.

Cuando ya se había puesto en pie para apresurarse a cumplir la misión encomendada, Clara retuvo al doctor. Quería preparar un paquete para Heidi. Se lo haría llegar a su casa, porque era preciso que la señorita Rottenmeier la ayudara y, en aquel momento, el ama de llaves había salido.

—Querido doctor, se fijará usted en todo, ¿verdad? Quiero que a su regrese me lo cuente hasta el detalle más pequeño —pidió Clara.

—Tienes mi palabra.

El doctor prometió ocuparse de todos los preparativos durante el día para emprender viaje al día siguiente tal como le habían pedido. Por un momento, recordó a la pequeña Heidi sonámbula, deambulando como un fantasma por la casa Sesemann, a causa de la pena que sentía en su corazón.Y pensó que a él le ocurría algo parecido. Deambulaba como un fantasma por la vida, solo que en su caso estaba despierto. Puede que una estancia en los Alpes le sentara bien. Si había conseguido que Heidi recobrara la salud, tal como contaba en sus cartas a Clara, ¿por qué no iba a obrar en él el mismo milagro? Y se despidió con afecto de Clara y de su padre.

Los criados tienen, por lo general, un don muy particular para enterarse de lo que ocurre en casa de sus amos mucho tiempo antes de que estos les digan una palabra. Sebastián y Tinette debían de tener este don en un grado muy elevado, porque en el momento en que el doctor bajaba la escalera acompañado de Sebastián, Tinette entró en el cuarto de Clara acudiendo a su llamada.

—Vaya usted a llenar esta cajita de pasteles y dulces como los que hemos tomado para merendar, Tinette —dijo Clara señalando una caja que desde hacía tiempo tenía preparada para ello.

Tinette obedeció las indicaciones con aire desdeñoso. Cogió la caja por un extremo y se la llevó balanceándola entre los dedos. Sin que le hubieran dicho para quien era la caja ya había adivinado que la destinataria no era otra que la «pequeña salvaje». Así la llamaba la señorita Rottenmeier y así la consideraba ella también. Y murmuró para sí: «¡Como si valiera la pena!

En cuanto a Sebastián, después de abrir la puerta de la calle con su acostumbrada cortesía, dijo, inclinándose:

—Si el doctor quisiera tener la bondad de dar también a la pequeña señorita recuerdos de Sebastián...

—¡Ah, caramba! —exclamó el doctor con su tono afable—. ¿De modo, Sebastián, que usted ya sabe que voy a hacer un viaje?

Sebastián tuvo un ligero acceso de tos.

—Yo... yo he... no lo sé bien... ¡Ah, sí! Ahora recuerdo:al pasar por el corredor he oído pronunciar el nombre de la señorita y, cómo son las cosas, de un pensamiento viene otro y de este modo...

Bien, bien, Sebastián —interrumpió el doctor con una sonrisa—, y cuantos más pensamientos se tienen, más se sabe, ya lo sé. Hasta la vista, Sebastián, y descuide, que transmitiré sus saludos a Heidi con mucho gusto.

Cuando se disponía a salir de la casa,el doctor halló un obstáculo que le impedía el paso. En la calle, soplaba un viento molesto que había interrumpido el paseo de la señorita Rottenmeier. Justo en aquel instante, el ama de llaves trataba de entrar para refugiarse de las ráfagas inclementes. El viento ahuecaba el gran chal blanco en el que iba envuelta y daba la sensación de que había izado una vela. El doctor dio unos pasos hacia atrás para permitir que la señorita pasara. A su vez, la señorita Rottenmeier, que siempre había demostrado hacia el doctor una consideración y una deferencia especiales,se apartó con la mayor cortesía.De este modo, cediéndose el paso uno a otro, permanecieron unos minutos hasta que otra violenta ráfaga puso fin a la situación. El viento empujó a la señorita Rottenmeier a toda vela sobre el doctor. Este apenas tuvo el tiempo justo para apartarse, y el ama de llaves, con la fuerza del empuje, fue a parar mucho más allá del umbral, por lo que se vio obligada a volver sobre sus pasos para saludar al amigo de la casa.

El ama de llaves, tan amante de las formas, podría haberse enfurecido ante una situación tan ridícula como aquella, pero ahí estaba el doctor con su gentileza y su educación exquisita para impedirlo. Sin mencionar el incidente, el doctor le participó el proyecto de su próximo viaje y le rogó, mostrando un gran tacto, que ayudara a Clara, como solo ella sabía hacerlo, con el paquete que él se encargaría de entregar en mano a Heidi. El ama de llaves se mostró muy solícita ante una petición expresada con tanta galantería. Luego, ambos se despidieron con cordialidad.

Clara había elaborado una larga lista con todas las cosas que quería enviar a Heidi y esperaba tener que librar una dura lucha con la señorita Rottenmeier. El ama de llaves solía hacerse de rogar antes de conceder un permiso ante cualquier petición de la niña. Sin embargo, en aquella ocasión, se mostró dispuesta a dar su autorización sin presentar batalla. Clara se preguntó qué le habría pasado a la señorita durante el paseo, pero enseguida se centró en la preparación del paquete.La señorita Rottenmeier libró la mesa de todo impedimento para empaquetar los objetos que Clara había ido reuniendo. Dada la diversidad de los regalos, no era una tarea sencilla. Una vez concluyó la tarea de empaquetado, Clara quiso incluir también un grueso capuchón para que Heidi pudiera ir bien abrigada durante el invierno a la cabaña de la abuela de Pedro sin tener que recurrir a una manta. Para la abuela de Pedro, había que incluir un grueso chal, para que no temblara de frío cuando el viento sacudía la cabaña con sus furiosas ráfagas.

—Desde luego, un chal es muy necesario —dijo la señorita Rottenmeier recordando su accidentado encuentro con el doctor y esbozando una sonrisa.

Viendo al ama de llaves de buen humor y con tan buena disposición, Clara siguió con sus demandas: para la abuela de Pedro, también quería destinar una caja llena de pastelillos tiernos para que pudiera comer, aunque solo fuera por una vez, otra cosa que un panecillo con el café. Luego incluía un gran salchichón. Clara deseaba que Pedro tuviera algo más que pan y queso para comer. Luego reflexionó y se dijo que el chico, loco de contento, podría devorarlo todo de una vez. De aquí que decidiera enviárselo a Brígida, la madre de Pedro, que con toda seguridad apartaría antes unos buenos trozos para sí y para la abuela y daría el resto en varias veces a su hijo. No faltaba tampoco un saquito de tabaco para el abuelo de Heidi, que gustaba tanto de fumar en pipa, sentado, por las tardes, ante la puerta de su casita. Por último, había una gran cantidad de pequeñas cajitas, bolsitas y paquetitos misteriosos, que Clara había ido guardando pensando en Heidi. Esta preparación le había servido de ocupación y de diversión durante el verano. Estaba segura que aquellas sorpresas estaban destinadas a proporcionar a Heidi una gran alegría. ¡Lástima que ella no pudiera verlo! Debía recordar una vez más al doctor que estuviera presente en la apertura de regalos, para que luego le pudiera relatar minuciosamente la reacción que habían causado.

Por fin, quedó lista la obra. En el suelo se veía un enorme fardo para ser entregado al doctor Classen. La señorita Rottenmeier lo contemplaba, sumida en profundas reflexiones acerca del arte de embalar, mientras que Clara lo miraba muy satisfecha, imaginándose los saltos de alegría y las exclamaciones de Heidi cuando recibiera los regalos. Un poco más tarde, Sebastián entró en la habitación y, con sus brazos vigorosos, cargó el fardo sobre sus espaldas para llevarlo a casa del doctor.