1

Volvía a casa de la escuela, agarrado de la mano de mi madre. En la otra llevaba el pavo, uno de esos que pintábamos en primer grado la semana antes de Acción de Gracias. Estaba tan orgulloso del resultado que casi me meaba de los nervios. Te explico cómo lo hacíamos: poníamos la mano sobre un trozo de cartulina y luego trazábamos el contorno con una crayola. De esa forma sacábamos la cola y el cuerpo. En cuanto a la cabeza, cada uno se las apañaba como podía.

Se lo enseñé a mamá y se puso en plan «sí sí sí» y «bien bien bien», magnífico, aunque me parece que apenas le echó un vistazo. Seguramente estaría pensando en uno de los libros que intentaba vender. «Publicitar el producto», lo llamaba. Porque mamá era agente literaria, ¿sabes? La agencia había pertenecido a su hermano, el tío Harry, pero mamá se había hecho cargo del negocio un año antes de la época de la que te estoy hablando. Es una historia larga y, bueno, complicada.

—He usado el verde bosque porque es mi color favorito. Ya lo sabías, ¿verdad? —dije; para entonces casi estábamos en nuestro edificio, a apenas tres manzanas de la escuela.

Ella sigue con sus «sí sí sí». Y luego me dice:

—Cuando lleguemos a casa, ponte a jugar o siéntate a ver Barney y sus amigos y Aventuras sobre ruedas, que tengo que hacer muchísimas llamadas.

Entonces contesto yo «sí sí sí», lo que me valió un codazo y una sonrisa. Me alegraba cuando conseguía que sonriera, porque incluso con seis años me daba cuenta de que mi madre se tomaba el mundo muy en serio. Tiempo después descubrí que parte del motivo era yo. Dudaba de si estaría criando a un hijo con problemas mentales. El día del que te hablo es cuando se convenció de que, al fin y al cabo, no estaba loco. Lo cual debió de suponerle en cierto modo un alivio y en cierto modo todo lo contrario.

—No hables de esto con nadie —me dijo después, esa misma noche—. Solo conmigo. Y a lo mejor ni siquiera deberías contármelo a mí, ¿entiendes, cariño?

Contesté que sí. De pequeño, a tu mamá le dices a todo que sí. Menos cuando te manda a la cama, claro, o te pide que te acabes el brócoli.

Llegamos a nuestro edificio y el ascensor seguía averiado. Cabría pensar que las cosas habrían resultado de forma distinta si hubiera funcionado, pero lo dudo. Yo creo que las personas que dicen que la vida es una consecuencia de las decisiones y los caminos que tomamos son unos farsantes. Porque, fíjate, por la escalera o en el ascensor, habríamos salido igual en el tercero. Cuando el dedo caprichoso del destino te señala, todos los caminos llevan al mismo sitio, eso es lo que creo yo. Puede que cambie de opinión cuando sea mayor, pero sinceramente lo dudo.

—Jodido ascensor —soltó mamá, y añadió—: Tú no has oído nada, cariño.

—¿Oír qué? —le respondí, y me gané otra sonrisa.

La última de aquella tarde, te lo aseguro. Le pregunté si quería que le llevara el bolso, que como siempre contenía un manuscrito; uno grueso ese día, como de quinientas páginas (si hacía buen tiempo, mamá se sentaba en un banco a leer mientras esperaba a que saliera de clase).

—Una oferta encantadora, pero ¿qué te digo siempre?

—Que cada uno tiene que soportar su propia carga en la vida —respondí.

—Correcto.

—¿Es un libro de Regis Thomas? —pregunté.

—En efecto. El bueno de Regis, que nos paga el alquiler.

—¿Es sobre Roanoke?

—¿Hace falta preguntar, Jamie?

Reí con sarcasmo. El bueno de Regis solo escribía sobre Roanoke. Esa era la carga que soportaba en la vida.

Subimos por la escalera hasta el tercero, donde había otros dos apartamentos además del nuestro, que era el más lujoso y estaba situado al final del pasillo. El señor y la señora Burkett se encontraban fuera, de pie ante la puerta del 3A, y supe enseguida que pasaba algo, porque él estaba fumando un cigarrillo, lo que nunca le había visto hacer y que además en nuestro edificio estaba prohibido. Tenía los ojos inyectados en sangre y el pelo revuelto, del que brotaban espigas de color gris. Yo siempre me dirigía a él como «señor», aunque en realidad era «profesor» Burkett y daba clases de algo sofisticado en la Universidad de Nueva York: literatura in­glesa y europea, me enteré después. La señora Burkett iba descalza y en camisón, uno muy fino. Se le transparentaba casi todo.

—Marty, ¿qué pasó? —preguntó mi madre.

Sin darle tiempo a responder, le enseñé el pavo. Porque parecía triste y quería animarlo, pero también porque estaba orgulloso de mi obra.

—¡Mire, señor Burkett! ¡Dibujé un pavo! ¡Mire, señora Burkett! —Lo sostuve delante de mi cara, porque no quería que la mujer creyera que estaba mirando sus partes.

El señor Burkett no me prestó atención. Supongo que ni me oyó.

—Tia, tengo que darte una terrible noticia. Mona ha muerto esta mañana.

Mi madre dejó caer entre los pies el bolso con el manuscrito y se tapó la boca con la mano.

—¡Ay, no! ¡Dime que no es verdad!

El hombre rompió a llorar.

—Se levantó por la noche y dijo que quería un vaso de agua. Yo me volví a dormir y esta mañana la he encontrado en el sofá tapada con un edredón hasta la barbilla, así que he ido de puntillas a la cocina y he preparado el café, porque pensé que un olor agradable… Que se de-de-despertaría… se despertaría…

Él entonces se derrumbó. Mamá lo tomó entre sus brazos, como me abrazaba a mí cuando me lastimaba, aunque el señor Burkett debía de tener como cien años (setenta y cuatro, me enteré después).

Fue en ese momento cuando me habló la señora Burkett. Me costó oírla, pero no tanto como a otros, porque ella aún estaba bastante fresca.

—Los pavos no son verdes, James.

—Bueno, pues el mío sí —le contesté.

Mi madre seguía sosteniendo al señor Burkett, acunándolo casi. Ellos no la oyeron, porque no podían, ni tampoco me oyeron a mí, porque estaban ocupados con cosas de adultos: mamá, consolando y el señor Burkett, llorando a lágrima viva.

—Llamé al doctor Allen y, cuando vino, dijo que probablemente había sufrido una rama. —Al menos eso entendí. Lloraba tanto que costaba distinguir las palabras—. Se comunicó con la funeraria, y se la llevaron. No sé qué voy a hacer sin ella.

—Mi marido le va a quemar el pelo a tu madre si no tiene cuidado con el cigarro —dijo la señora Burkett.

Dicho y hecho. Me llegó el tufo a pelo chamuscado, una especie de olor a salón de belleza. Mamá era demasiado educada para reprocharle nada, pero se deshizo del abrazo y a continuación le quitó el cigarrillo, lo dejó caer y lo aplastó con el pie. Si bien me pareció una cochinada tirar basura al suelo así, me callé. Comprendía que se trataba de una situación especial.

También sabía que, si seguía hablando con la señora Burkett, se pondría histérico. Y mamá también. Hasta los niños saben algunas cosas básicas, a no ser que tengan fundida la azotea. Decías «por favor», decías «gracias», no te sacabas el pajarito en público ni masticabas con la boca abierta, y tampoco hablabas con personas muertas cuando se encontraban al lado de personas vivas que acababan de perderlas. Solo quiero alegar en mi defensa que, cuando la vi, no sabía que estaba muerta. Tiempo después aprendí a diferenciarlos mejor, pero en aquella época aún me faltaba práctica. Lo supe por el camisón que se transparentaba, no por ella. Los muertos tienen pinta de vivos, salvo por el hecho de que siempre llevan puesta la ropa con la que murieron.

Entretanto el señor Burkett repetía todo lo sucedido. Le contó a mi madre que se había sentado en el suelo al lado del sofá y había tomado de la mano a su mujer hasta que llegó el médico y luego otra vez hasta que llegó el empleado de pompas fúnebres para trasladarla. «Allende este mundo», había añadido, cosa que no entendí hasta que mamá me lo explicó. Y al principio me pareció que decía el empleado de «bombas fúnebres», tal vez por cómo olía cuando le quemó el pelo a mamá. El llanto había cesado, pero de pronto volvió a cobrar intensidad.

—Han desaparecido sus anillos —dijo entre lágrimas—. La alianza y el anillo de compromiso, el del diamante grande. Busqué en su mesita, donde los pone cuando se unta las manos con esa crema maloliente para la artritis…

—Sí que huele mal —admitió la señora Burkett—. La lanolina es básicamente cera de oveja, pero es muy buena.

Hice un gesto con la cabeza para mostrar que entendía, aunque no dije nada.

—… y en el baño, porque a veces los deja allí… He buscado por todas partes.

—Ya aparecerán —lo tranquilizó mi madre y, con el pelo ya fuera de peligro, volvió a abrazar al señor Burkett—. Aparecerán, Marty, no te preocupes por eso.

¡La echo mucho de menos! ¡Ya la echo de menos!

La señora Burkett agitó una mano delante de la cara.

—Le doy seis semanas antes de que invite a comer a Dolores Magowan.

El señor Burkett sollozaba, y mi madre lo consolaba como me consolaba a mí cuando me raspaba las rodillas o aquella vez que quise prepararle una taza de té y me eché el agua hirviendo en la mano. En otras palabras, había mucho ruido, así que probé suerte, aunque en voz baja.

—¿Dónde están sus anillos, señora Burkett? ¿Lo sabe?

Tienen que decir la verdad cuando están muertos. Eso a los seis años lo ignoraba; estaba convencido de que los adultos, vivos o muertos, nunca mentían. Claro que por aquel entonces también creía que Ricitos de Oro era una niña real. Puedes llamarme idiota si quieres, pero al menos no me tragaba que los tres osos hablaran.

—En el armario del recibidor, en el estante de arriba —contestó ella—. Al fondo, detrás de los álbumes de recortes.

—¿Por qué están ahí? —pregunté, y mi madre me miró con cara rara.

Que ella viera, estaba hablándole a una puerta vacía…, aunque para entonces ya sabía que yo no era exactamente igual que los demás niños. Después de lo ocurrido en Central Park, una cosa nada agradable —ya llegaré a eso—, oí que le decía por teléfono a una editora amiga suya que yo era una «casandra». Me acojoné, porque me imaginé que a partir de entonces me iba a llamar Casandra, que es nombre de chica.

—No tengo ni idea —dijo la señora Burkett—. Supongo que ya estaba sufriendo el derrame y mis pensamientos estarían ahogándose en sangre.

Pensamientos ahogándose en sangre. Nunca he olvidado esa frase.

Mamá preguntó al señor Burkett si quería entrar a tomar una taza de té («o algo más fuerte»), pero él respondió que no, que iba a emprender otra búsqueda de los anillos perdidos de su mujer. Le preguntó si quería que le lleváramos comida china, que había pensado pedirla para cenar, y dijo que estaría bien, gracias, Tia.

Mi madre respondió «de nada» (que lo coreaba tanto como «sí sí sí» y «bien bien bien») y luego le dijo que se la llevaríamos a su apartamento a eso de las seis, a menos que le apeteciera pasar a cenar con nosotros, que sería bienvenido. Él dijo que no, que prefería comer en su casa, pero que le gustaría que cenásemos juntos. Solo que en realidad dijo «en nuestra casa», como si la señora Burkett siguiera viva. Que no era el caso, aunque estuviera allí presente.

—Para entonces ya habrás encontrado los anillos —le aseguró mamá. Me tomó de la mano—. Vamos, Jamie. Vendremos a ver al señor Burkett después, ahora es mejor que lo dejemos tranquilo un rato.

—Los pavos no son verdes, Jamie —repitió la señora Burkett—, y de todas formas eso no se parece a un pavo. Parece un garabato con dedos. No eres ningún Rembrandt.

Los muertos están obligados a decir la verdad, algo que viene bien cuando quieres conocer la respuesta a una pregunta, pero, como he comentado, la verdad puede ser un auténtico asco. Empezaba a enfadarme, sin embargo, justo entonces rompió a llorar y se me pasó. Se volvió hacia el señor Burkett y dijo:

—¿Quién comprobará ahora que has metido el cinturón por la trabilla de atrás del pantalón? ¿Dolores Magowan? ¡Ja, cuando vuelen los cerdos! —Le plantó un beso en la mejilla… o quizá solo besó el aire, no sabría decir—. Te quería, Marty. Aún te quiero.

El señor Burkett levantó la mano y se rascó donde lo habían rozado los labios de su mujer, como si le picara. Imagino que eso pensó él.

2

Pues sí, veo muertos. Que yo recuerde, siempre ha sido así. La cosa, sin embargo, no es como en la peli de Bruce Willis. Puede ser interesante, puede ser aterrador (como con el tipo de Central Park), y puede ser terrible, pero la mayoría de las veces es lo que es, sin más. Como ser zurdo o ser capaz de tocar música clásica con tres o cuatro años o desarrollar un alzhéimer de inicio temprano, que es lo que le ocurrió al tío Harry con solo cuarenta y dos años. De niño, me parecía que a esa edad ya eras viejo, aunque incluso entonces entendía que no tanto como para acabar olvidando quién eras. Y olvidando el nombre de las cosas; por alguna razón, eso siempre era lo que más me asustaba cuando íbamos a visitarlo. Sus pensamientos no se ahogaban en la sangre de un vaso cerebral reventado, pero se ahogaban de todos modos.

Mamá y yo caminamos despacio hasta el 3C, y ella abrió la puerta. Tardó un poco, porque había tres cerraduras. Decía que es el precio que se paga por vivir con estilo. Teníamos un apartamento de seis habitaciones con vistas a la avenida. Mamá lo llamaba «el Palacio». Teníamos una señora de la limpieza que acudía dos días a la semana. Mamá tenía un Range Rover en el parqueo de la Segunda Avenida, y de cuando en cuando nos escapábamos a la casa del tío Harry, en Speonk. Gracias a Regis Thomas y a unos pocos escritores más (pero, sobre todo, gracias al bueno de Regis), vivíamos como reyes. No duraría, por una serie de sucesos deprimentes de los que hablaré en breve. Al mirar atrás, a veces se me ocurre que mi vida era como una novela de Dickens, solo que con muchas groserías.

Mamá arrojó el manuscrito y el bolso encima del sofá y se sentó. El asiento emitió una especie de pedo, un ruido que normalmente nos hacía reír, pero no ese día.

—Vaya mierda —dijo mamá, y luego levantó una mano con gesto de contención—. Tú no…

—No he oído nada, nada.

—Bien. Necesito un collar que me suelte una descarga eléctrica o algo que zumbe cada vez que hable así delante de ti. Así aprendería. —Sacó el labio inferior y sopló hacia arriba para apartarse el flequillo—. Me quedan por leer doscientas páginas del último libro de Regis…

—¿Cómo se llama este? —pregunté, sabiendo que el título sería algo con «de Roanoke». Como todos.

La doncella fantasma de Roanoke. Es de los mejores, tiene mucho se… muchos besos y abrazos.

Arrugué la nariz.

—Lo siento, cariño, a las señoras les gustan esos corazones palpitantes y muslos ardorosos. —Miró la bolsa en la que guardaba La doncella fantasma de Roanoke, sujeto con las seis o siete ligas de costumbre, una de las cuales siempre se rompía y provocaba que mamá soltara una cascada de maldiciones. Muchas de las cuales sigo utilizando yo—. Pero ahora no quiero hacer nada, solo quiero tomarme una copa de vino. Tal vez la botella entera. Mona Burkett era una cabrona de cuidado; de hecho, puede que a la larga Marty esté mejor sin ella, pero en estos momentos está destrozado. Espero por Dios que tenga familia, porque no es que me entusiasme la idea de ser su paño de lágrimas oficial.

—Ella también lo quería —le dije.

Mamá me miró con cara rara.

—¿Sí? ¿Tú crees?

—Lo sé. Me ha dicho una cosa muy cruel sobre mi pavo, pero luego se ha puesto a llorar y le ha dado al señor Burkett un beso en la mejilla.

—Eso te lo imaginaste, James —replicó ella, aunque poco convencida.

Para entonces ya debía de saber que había algo, estoy seguro, pero a los adultos les cuesta una barbaridad creer y te explicaré por qué. Cuando de pequeños se enteran de que Papá Noel es un farsante, de que Ricitos de Oro no es una niña real y de que el Conejito de Pascua es una soberana estupidez (son solo tres ejemplos, podría poner más), les entra una especie de complejo y dejan de creer en lo que no pueden ver con sus propios ojos.

—No, no me lo imaginé. Me dijo que nunca sería Rembrandt. ¿Quién es ese?

—Un pintor.

Volvió a soplarse el flequillo. No sé por qué no se lo cortaba sin más o le daba un aire diferente a su pelo. Podría arreglárselo de cualquier manera, porque era muy bonita.

—Cuando vayamos a cenar a casa del señor Burkett, no te atrevas a mencionarle nada de lo que crees haber visto.

—Bien, pero ella tenía razón. Mi pavo es una mierda. —Y eso me deprimió.

Supongo que se me reflejó en la cara, porque abrió los brazos.

—Ven aquí, cariño.

Fui y la abracé.

—Tu pavo es precioso. Es el pavo más bonito que he visto en mi vida. Voy a ponerlo en el refri y permanecerá ahí para siempre.

Me apreté contra ella con todas mis fuerzas y hundí la cara en el hueco del hombro para oler su perfume.

—Te quiero, mamá.

—Yo también, Jamie. Te quiero muchísimo. Y ahora vete a jugar o a ver la tele. Tengo pendientes unas llamadas antes de pedir la cena.

—Sip. —Ya había echado a andar hacia mi cuarto, y de pronto me detuve—. Ha dejado los anillos en el armario del recibidor, en el estante de arriba, detrás de unos álbumes de recortes.

Mi madre se quedó mirándome con la boca abierta.

—¿Por qué se le ocurriría eso?

—Se lo pregunté y me dijo que no lo sabía. Dijo que sus pensamientos ya estaban ahogándose en sangre.

—Qué horror —susurró mamá, y se llevó la mano al cuello.

—Tendrías que pensar en una forma de contárselo cuando llegue la comida. Para que deje de preocuparle. ¿Puedo pedir pollo del general Tso?

—Sí. Y arroz frito, no blanco.

—Bien bien bien —le contesté, y me fui a jugar con mis Legos. Estaba construyendo un robot.

3

El apartamento de los Burkett era bonito, aunque más pequeño que el nuestro. Después de cenar, mientras nos comíamos las galletas de la fortuna (a mí me salió «Más vale pájaro en mano que cien volando», lo cual no tenía sentido), mamá habló:

—Marty, ¿has buscado en los armarios? Los anillos, quiero decir.

—¿Por qué iba a guardar los anillos en un armario? —Una pregunta bastante sensata.

—Bueno, si sufrió un ataque, tal vez no pensara con claridad.

Estábamos cenando en la mesita redonda de la cocina. La señora Burkett, que observaba sentada en un taburete junto a la encimera, empezó a mover enérgicamente la cabeza arriba y abajo cuando mamá sugirió eso.

—Quizá lo compruebe —dijo el señor Burkett. Sonaba muy impreciso—. Ahora mismo estoy muy disgustado y cansado.

—Mira en el armario del dormitorio cuando vayas para allá —le dijo mamá—. Yo buscaré en el del recibidor ahora mismo. Me hará bien estirarme un poco después de tanto cerdo agridulce.

—¿Se le ha ocurrido a ella sola? —dijo la señora Burkett—. No creí que fuera tan lista.

Ya costaba oírla. Al cabo de un rato, no alcanzaría a oír nada de nada, tan solo vería el movimiento de su boca, como si nos separara una pantalla de vidrio grueso. Y poco después desaparecería.

—Mi mamá es muy lista.

—Nunca he dicho lo contrario —dijo el señor Burkett—, pero si encuentra esos anillos en el armario del recibidor, le hago un monumento.

Justo entonces mi madre gritó «¡Bingo!» y entró en la cocina con los anillos en la palma de la mano. La alianza era normal y corriente, pero el anillo de compromiso tenía el tamaño de un globo ocular. Un señor diamante.

—¡Dios mío! —exclamó el señor Burkett—. ¿Cómo es posi…?

—Le recé a san Antonio —dijo mamá, aunque lanzó una mirada fugaz en mi dirección. Y una sonrisa—. «¡Antonio, Antonio, ven enseguida! ¡Necesito encontrar una cosa perdida!». Y ya ves que ha funcionado.

Pensé en preguntarle al señor Burkett si le pondría un lazo al monumento, pero me callé. No era el momento de hacerse el gracioso y, aparte, es como dice siempre mi madre: a nadie le gustan los listillos.

4

El funeral se celebró tres días después. Era el primero al que asistía, y fue interesante, aunque no lo que se dice divertido. Por lo menos mi madre no tuvo que ser el paño de lágrimas oficial. El señor Burkett tenía una hermana y un hermano que se encargaron de ello. Eran viejos, pero no tanto como él. Se pasó llorando todo el oficio mientras la hermana no cesaba de darle Kleenex, que sacaba de un bolso repleto de ellos. Me sorprende que tuviera espacio para algo más.

Esa noche mamá y yo cenamos pizza de Domino’s. Ella bebió vino, y yo, Kool-Aid como recompensa por haberme portado bien en el funeral. Casi habíamos terminado cuando me preguntó si creía que la señora Burkett había estado allí.

—Sí. Estaba sentada en los escalones que subían hasta el sitio donde hablaban sus amigos y el reverendo.

—El púlpito. ¿Puedes…? —Tomó la última porción y la miró, luego volvió a dejarla en su sitio y me miró a mí—. ¿Veías a través de ella?

—¿Quieres decir como si fuera un fantasma de película?

—Sí, supongo que eso es lo que quiero decir.

—No. Estaba allí entera, aunque seguía en camisón. Fue extraño verla, porque murió hace tres días. Normalmente no duran tanto.

—¿Desaparecen sin más? —Como si tratara de aclarar las cosas en su cabeza. Pese a que se notaba que no le gustaba hablar del tema, me alegré de que se hubiera decidido. Era un alivio.

—Sí.

—¿Y qué hacía, Jamie?

—Estaba sentada, nada más. Ha mirado un par de veces el ataúd, pero sobre todo lo miraba a él.

—Al señor Burkett. Marty.

—Exacto. Dijo algo una vez, pero no la escuché. Una vez muertos, sus voces no tardan en empezar a apagarse, como cuando bajas la música en la radio del auto. Al cabo de un tiempo, ya no puedes oírlos.

—Y luego desaparecen.

—Sí. —Tenía un nudo en la garganta, así que me bebí el resto del Kool-Aid para desatarlo—. Desaparecen.

—Ayúdame a recoger —me pidió—. Y luego podemos ver un episodio de Torchwood si quieres.

—¡Sí, genial! —En mi opinión Torchwood era una serie normalita, pero irme a la cama una hora más tarde que de costumbre era lo mejor.

—Genial, pero siempre que entiendas que no vamos a convertir esto en un hábito. Y antes necesito advertirte de algo, de algo muy serio, así que quiero que prestes atención. La máxima atención.

—Sí.

Se agachó, apoyó una rodilla en el suelo, de modo que nuestras caras quedaron más o menos a la misma altura, y luego me agarró por los hombros, con cariño pero no sin firmeza.

—James, nunca le cuentes a nadie que ves a personas muertas. Nunca jamás.

—De todas formas no me creerían. Tú tampoco me creías.

Algo sí —reconoció—. Desde aquel día en Central Park. ¿Te acuerdas de eso? —Se apartó el flequillo con un soplido—. Claro que sí. ¿Cómo ibas a olvidarlo?

—Me acuerdo. —Ojalá no lo recordara.

Seguía con una rodilla en el suelo, indagando en mis ojos.

—Pues ahí lo tienes. Que la gente no te crea te beneficia. Sin embargo, alguien podría tomarte en serio algún día. Y eso podría derivar en habladurías inadecuadas. O ponerte en peligro.

—¿Por qué?

—Como se suele decir: los muertos no hablan, Jamie. Pero pueden hablar contigo, ¿verdad? Hombres y mujeres. Según dices, están obligados a contestar a las preguntas que les hagan y no pueden mentir. Como si morir equivaliera a inyectarles una dosis de pentotal sódico.

No tenía ni idea de qué significaba eso y debió de reflejarse en mi cara, porque le restó importancia, aunque me pidió que recordara qué había ocurrido cuando le pregunté a la señora Burkett por los anillos.

—¿Por? —Me gustaba estar cerca de mamá, pero no me gustaba que me mirara con esa intensidad.

—Esos anillos eran valiosos, sobre todo el de compromiso. Las personas mueren con secretos, Jamie, y siempre hay quien ansía descubrirlos. No pretendo asustarte, pero a veces un susto es la única lección que funciona.

Como el hombre de Central Park, que me enseñó a tener cuidado con los autos y a usar siempre casco para montar en bici, pensé…, pero no lo dije.

—No hablaré con nadie —le dije.

—Nunca. Solo conmigo. Si lo necesitas.

—De acuerdo.

—Bien. Pues tenemos un trato.

Se puso de pie, fuimos al salón y vimos la tele. Cuando acabó el capítulo, me cepillé los dientes, hice pis y me lavé las manos. Mamá me arropó, me dio un beso y recitó lo que siempre recitaba:

—Dulces sueños, que descanses bien, que no se te destapen los pies.

La mayoría de las veces no la volvía a ver hasta por la mañana. Oía el tintineo del cristal mientras se servía una segunda copa de vino (o una tercera) y el jazz que ponía a bajo volumen cuando se sentaba a leer algún manuscrito. Solo que imagino que las madres deben de poseer un sexto sentido, porque esa noche entró en mi cuarto y se sentó en la cama. O tal vez me oyó llorar, a pesar de que me esforcé por no hacer ruido. Porque, como ella recordaba siempre, mejor ser parte de la solución que del problema.

—¿Qué te ocurre, Jamie? —preguntó, acariciándome el pelo—. ¿Estás pensando en el funeral? ¿O en que estaba allí la señora Burkett?

—Mamá, ¿qué me pasaría si te murieras? ¿Tendría que irme a vivir a un orfanato? Porque con el tío Harry seguro que no me voy a ir.

—Claro que no —dijo mamá mientras seguía acariciándome el pelo—. Y es lo que llamamos un caso hipotético, Jamie, porque no voy a morirme hasta dentro de mucho tiempo. Tengo treinta y cinco años, y eso significa que me queda media vida por delante.

—¿Y si te da lo mismo que al tío Harry y te mandan a vivir a ese sitio con él? —Las lágrimas me resbalaban por el rostro. Sus caricias habían conseguido que me sintiera mejor, pero también me hicieron llorar más, quién sabe por qué—. Ese sitio huele mal. ¡Huele a pis!

—La posibilidad de que eso ocurra es tan diminuta que si la pusieras al lado de una hormiga, la hormiga parecería God­zilla —dijo.

Eso me arrancó una sonrisa y me sentí mejor. Ahora que soy mayor, sé que o mentía o estaba mal informada, pero el gen que dispara lo que tenía el tío Harry, alzhéimer de inicio temprano, la evitó, gracias a Dios.

—No me voy a morir, ni tampoco, y creo que es muy posible que esta capacidad especial tuya desaparezca cuando crezcas. Así que… ¿estamos bien?

—Estamos bien.

—Basta de lágrimas, Jamie. Dulce sueños y…

—Que descanse bien y que no se me destapen los pies —concluí.

—Sí sí sí. —Me besó en la frente y se marchó. Dejó la puerta entreabierta, como de costumbre.

No quise contarle que no lloraba por el funeral, ni tampoco por la señora Burkett, porque ella no me había asustado. La mayoría de ellos no me asustan. Con el hombre de la ­bicicleta de Central Park, sin embargo, me había cagado de miedo. Su cara daba grima: era una masa asquerosa.

5

Estábamos en la calle Ochenta y seis Transversal, cruzando el parque de camino a Wave Hill, en el Bronx, donde una de mis amigas de preescolar daba una gran fiesta de cumpleaños («Para que luego hablen de malcriar a un hijo», dijo mamá). Yo llevaba en el regazo el regalo para Lily. Doblamos una curva y vimos a un montón de gente congregada en la calle. El accidente debía de haber sucedido apenas unos minutos antes. Un hombre se encontraba tirado en el suelo, con la mitad del cuerpo en la calzada y la otra mitad en la acera, y había una bicicleta retorcida a su lado. Alguien lo había tapado de cintura para arriba con una chaqueta. De cintura para abajo llevaba un pantalón negro con una franja roja lateral, una rodillera y unos tenis cubiertos de sangre, al igual que las medias y las piernas. Oímos ruido de sirenas que se acercaban.

De pie junto al cuerpo estaba el mismo hombre con el mismo pantalón y la misma rodillera. Tenía el pelo blanco manchado de sangre, y la cara hundida justo en el centro, creo que donde debió de golpearse con el bordillo. La nariz estaba como partida en dos, igual que la boca.

Los autos frenaban y mi madre dijo:

—Cierra los ojos. —Ella miraba al hombre tirado en el suelo, claro.

—¡Está muerto! —empecé a gritar—. ¡Ese hombre está muerto!

Nos detuvimos. No nos quedó más remedio. Por los autos que iban delante de nosotros.

—No, no —dijo mamá—. Está dormido, nada más. Pasa a veces cuando alguien se pega un golpe fuerte. Se pondrá bien. Tú cierra los ojos.

No le hice caso. El hombre aplastado levantó una mano y me saludó. Cuando los veo, lo saben. Siempre lo saben.

—¡Tiene la cara partida en dos!

Mamá miró de nuevo para comprobarlo y vio al hombre cubierto de cintura para arriba.

—No te asustes, Jamie —me dijo—. Tú cierra…

—¡Está ahí! —Señalé en su dirección. Me temblaba el dedo. Me temblaba todo el cuerpo—. ¡Justo ahí, de pie al lado de él mismo!

Eso la asustó. Me di cuenta por cómo se le tensó la boca. Tocó el claxon con una mano. Con la otra pulsó el botón que bajaba la ventanilla y empezó a hacer aspavientos a los autos de alante.

¡Vamos, muévanse! —gritó—. ¡No se queden mirándolo, mierda, que no es una puta película!

Circularon, menos el que teníamos justo delante. Aquel tipo se había inclinado sobre el otro asiento para sacar una foto con el teléfono. Mamá se pegó a él y le dio un toquecito en el parachoques. El hombre le mostró el dedo del medio. Mi madre metió marcha atrás y viró hacia el otro carril para adelantarlo. Ojalá le hubiera devuelto el insulto, pero estaba demasiado histérico.

Mamá se libró de milagro de chocar con una patrulla que venía en sentido contrario y condujo hacia el otro lado del parque a toda velocidad. Casi había llegado cuando me desabroché el cinturón de seguridad. Mamá me gritó, pero de todas formas me lo quité, bajé la ventanilla, me puse de rodillas sobre el asiento, me asomé y dejé un reguero de comida en el costado del auto. No pude evitarlo. Cuando llegamos al lado oeste de Central Park, mamá paró y me limpió la cara con la manga de la blusa. No sé si volvió a ponerse esa blusa después de aquel día; es posible, aunque no lo recuerdo.

—Dios, Jamie. Estás blanco como el papel.

—No he podido evitarlo —dije—. No había visto nunca a nadie como él. Tenía huesos que le salían de la na-nariz… —Entonces volví a vomitar, pero conseguí que casi todo aterrizara en la calle y no dentro del auto. Además, tampoco era tanto.

Ella me acarició la nuca, sin hacer caso a alguien (quizá el hombre que nos había mostrado el dedo) que nos estaba pitando y nos adelantó.

—Solo han sido imaginaciones tuyas, cariño. Estaba tapado.

—No digo el del suelo. El que estaba de pie a su lado. Me ha saludado con la mano.

Se quedó mirándome un rato y pareció que iba a decir algo, pero acabó limitándose a abrocharme el cinturón.

—Creo que deberíamos olvidarnos de la fiesta. ¿Qué opinas?

—Sí. De todas formas, Lily no me cae bien. Cuando es la hora de los cuentos, me pellizca y luego disimula.

Volvimos a casa. Mamá me preguntó si sería capaz de retener un chocolate y le dije que sí. Nos tomamos una taza en la sala. Yo aún tenía el regalo de Lily; era una muñeca con traje de marinera. Cuando se la di la semana siguiente, en lugar de pellizcarme, me besó en la boca. Se burlaron por ello, pero no me importó.

Mientras nos bebíamos el chocolate (puede que ella añadiera un poquito de algo al suyo), mamá me dijo:

—Cuando estaba embarazada, me hice la promesa de que jamás mentiría a mi hijo, así que lo prometido es deuda. Sí, es probable que ese hombre estuviera muerto. —Hizo una pausa—. Probable, no. Seguro. Creo que ni siquiera le habría salvado el casco, y no he visto ninguno.

No, no llevaba casco. Porque de ser así, cuando lo arrollaron (después nos enteramos de que había sido un taxi), lo habría tenido puesto cuando lo vi de pie junto a su cuerpo. Siempre van vestidos con la ropa con la que mueren.

—Pero su cara solo la has imaginado, cariño. Es imposible que la vieras. Alguien lo había tapado con una chaqueta. Una buena persona, seguro.

—Llevaba una camiseta con un faro —dije. Entonces se me ocurrió algo. Un pensamiento que me animó mínimamente, aunque me figuro que, en una situación así, uno se conforma con poco—. Al menos era bastante viejo.

—¿Por qué dices eso? —Me miraba de un modo extraño. En retrospectiva, creo que fue entonces cuando empezó a creer, al menos un poco.

—Tenía el pelo blanco. Bueno, menos las partes que estaban manchadas de sangre.

Rompí a llorar otra vez. Mi madre me abrazó y me meció, y me quedé dormido mientras lo hacía. Te diré algo: no hay nada como tener cerca a una madre cuando por la cabeza te rondan cosas aterradoras.

Por la mañana nos dejaban el Times en la puerta. Mi madre solía leerlo en bata mientras desayunábamos, pero el día siguiente al suceso de Central Park tenía en la mesa uno de sus manuscritos. Cuando terminamos de desayunar, me dijo que me vistiera, que podríamos dar un paseo en barco en la Circle Line, así que debía de ser sábado. Recuerdo haber pensado que era el primer fin de semana que el mundo giraría sin el hombre de Central Park. Y la realidad volvió a imponerse.

Me vestí, como me había pedido, pero antes, mientras se duchaba, entré en su dormitorio. El periódico estaba encima de la cama, abierto en la página en la que se informaba de las personas fallecidas que son lo suficientemente famosas como para aparecer en el Times. Allí estaba la foto del hombre de Central Park. Se llamaba Robert Harrison. Con cuatro años, yo tenía un nivel de lectura alto, como de tercer grado, mi madre estaba muy orgullosa, y no había palabras difíciles en el titular de la noticia, lo único que leí: MUERE EN ACCIDENTE DE TRÁNSITO EL DIRECTOR GENERAL DE LA FUNDACIÓN FARO.

He visto a un buen número de muertos desde entonces —la mayoría de la gente no sabe hasta qué punto es cierto lo de que en medio de la vida estamos en la muerte— y a veces le contaba algo a mamá; sin embargo, casi siempre me lo guardaba, porque me daba cuenta de lo mucho que la afectaba. No volvimos a hablar en serio del asunto hasta que murió la señora Burkett y mamá encontró los anillos en el armario.

Aquella noche, después de que ella saliera de mi cuarto, creí que, si era capaz de dormir, soñaría con el hombre de Central Park, su cara partida en dos y los huesos que le salían de la nariz, o con mi madre en su ataúd y al mismo tiempo sentada en los escalones del púlpito, donde solo yo la vería. Pero, que yo recuerde, no soñé nada. Me levanté contento a la mañana siguiente, sintiéndome bien, y mamá también, y estuvimos los dos bromeando, lo típico, y ella pegó mi pavo en el refri y le plantó un beso, lo cual me hizo reír, y me llevó a la escuela, y la señora Tate nos habló de dinosaurios, y la vida continuó como acostumbra, sin complicaciones, y así transcurrieron dos años. Hasta que todo se vino abajo.

6

Cuando mamá comprendió hasta qué punto se habían puesto feas las cosas, la oí hablar por teléfono con Anne Staley, una amiga editora, sobre el tío Harry.

—Ya tenía pocas luces antes de que se le fundieran del todo. Ahora me doy cuenta —le dijo.

A los seis años no habría entendido un carajo. Pero para entonces ya tenía ocho, casi nueve, y lo entendí, al menos en parte. Se refería al lío en el que se había metido su hermano —involucrándola a ella— antes incluso de que el alzhéimer le desvalijara el cerebro como un ladrón en plena noche.

Yo la apoyaba, obviamente; era mi madre, y éramos nosotros contra el mundo, un equipo de dos. Odiaba al tío Harry por el problema que nos había caído. No fue hasta después, con doce o quizá catorce años, cuando comprendí que mi madre también tenía su parte de culpa. A lo mejor habría conseguido escapar cuando aún quedaba tiempo, era muy probable, pero no supo reaccionar. Al igual que el tío Harry, que fundó la Agencia Literaria Conklin, controlaba mucho sobre libros, pero de dinero, no lo suficiente.

Recibió hasta dos avisos. Uno provino de su amiga Liz Dutton, que era inspectora de la policía de Nueva York y una fiel seguidora de la saga de Roanoke de Regis Thomas. Mamá la había conocido en la fiesta de presentación de uno de sus libros y enseguida conectaron. Lo cual salió regular. Ya llegaré a eso, pero por ahora solo comentaré que Liz le contó a mi madre que el Fondo Mackenzie parecía demasiado bueno para ser verdad. Esto debió de ocurrir en la época en la que murió la señora Burkett, no estoy del todo seguro pero sé que fue antes del otoño de 2008, cuando la economía se hundió. Arrastrando la nuestra consigo.

El tío Harry solía jugar al squash en un club de moda cerca del Muelle 90, donde atracan los cruceros. Uno de los amigos con los que jugaba era un productor de Broadway, que le habló del Fondo Mackenzie. El tipo en cuestión lo llamó «licen­cia para forrarse rápido», y el tío Harry se lo tomó en serio. ¿Por qué no? Aquel fulano había producido un fantastillón de musicales que se habían mantenido en cartelera muchos años, no solo en Broadway, sino también en el resto del país, y le llovían las regalías (sabía con exactitud qué eran las regalías: era hijo de una agente literaria).

El tío Harry hizo sus pesquisas, habló con un pez gordo que trabajaba para el Fondo (aunque no con James Mackenzie en persona, porque el tío Harry era un mero insecto en el gran esquema de las cosas) y metió un buen puñado de dinero. Ofrecía retornos tan altos que invirtió más. Y más. Cuando aparecieron los primeros síntomas del alzhéimer —que se agravaron muy rápido—, mi madre se hizo cargo de todas las cuentas y no solo conservó el fondo, sino que invirtió más dinero.

Monty Grisham, el abogado que ayudaba con los contratos por aquel entonces, no solo le aconsejó que no invirtiera más, sino también que se retirara mientras aún obtuviera beneficios. Fue el segundo aviso que recibió, no mucho después de hacerse cargo de la Agencia Conklin. Monty también añadió que, si algo parecía demasiado bueno para ser verdad, más valía desconfiar.

Te estoy contando todo lo que averigüé tomando una pizca de aquí y otra de allá, como la conversación que oí entre mamá y su colega editora. Estoy seguro de que lo entiendes, y estoy seguro de que no hace falta que te explique que el Fondo Mackenzie era en realidad una enorme estafa piramidal. El sistema de Mackenzie y su alegre banda de ladrones se basaba en recaudar una barbaridad de millones y pagar altos porcentajes de retorno mientras esquilmaban la mayor parte del dinero invertido. La operación se mantenía enganchando a nuevos inversores, adulándolos, haciéndoles creer que eran especiales, porque solo permitían participar en el Fondo a un grupo selecto de personas. Resultó que esos pocos elegidos se contaban por miles, e incluían desde productores de Broadway hasta viudas adineradas que perdieron su fortuna de la noche a la mañana.

Una estafa de este tipo depende de que los inversores estén contentos con sus ganancias y de que no solo no retiren el dinero del Fondo, sino de que aumenten su aportación. Funcionó bien una temporada, pero cuando la economía se colapsó en 2008, casi todos solicitaron la devolución de su dinero y el dinero había volado. Mackenzie era un pelagatos al lado de Madoff, el rey de los esquemas de Ponzi, pero podría plantarle cara al viejo Bern; tras acumular más de veinte mil millones de dólares, en las cuentas de Mackenzie solo quedaron unos míseros quince. Acabó en la cárcel, para satisfacción general, pero como a veces canturreaba mamá: «No solo de pan se vive y la venganza no paga las facturas».

«No pasará nada, no pasará nada —me decía cuando Mackenzie empezó a salir en todos los canales de noticias y en el Times—. No te preocupes, Jamie».

Sin embargo, aquellas ojeras indicaban que ella sí estaba superpreocupada, y tenía un montón de motivos para estarlo.

He aquí algo más de lo que me enteré después: mamá solo contaba con unos doscientos mil dólares en activos de los que poder echar mano, y eso incluía nuestras pólizas de seguros. No quieras saber a cuánto ascendía el pasivo. Solo te recordaré que nuestro apartamento estaba e