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Prólogo

La noche del 4 de octubre de 1966, Val y yo, ambos ya hacia el final de la madurez, asistimos a la inauguración en el Museo de Arte Moderno de Muchos son los llamados, la primera exposición de los retratos que Walker Evans tomó a finales de los años treinta en el metro de Nueva York con una cámara oculta.

Era lo que los columnistas de sociedad solían llamar «un acontecimiento excepcional». Los hombres iban de etiqueta, haciéndose eco de la paleta de colores de las fotografías, y las mujeres lucían vestidos de tonos vivos con el dobladillo a una altura que oscilaba entre el tendón de Aquiles y la parte superior del muslo. Jóvenes actores en paro con rasgos inmaculados y elegancia de acróbatas servían champán en bandejitas redondas. Pocos invitados contemplaban las fotografías. Estaban muy ocupados pasándolo bien.

Una joven y achispada habitual de la vida nocturna que iba detrás de un camarero tropezó y a punto estuvo de hacerme caer. No era la única en ese estado. En las galas, de alguna manera había llegado a considerarse aceptable, incluso de buen gusto, estar bebido antes de las ocho.

Sin embargo, tal vez no fuera tan difícil de entender. En los años cincuenta, Norteamérica había agarrado al mundo por los talones y lo había vuelto del revés para zarandearlo y sacarle toda la calderilla de los bolsillos. Europa había pasado a ser un primo pobre: todo blasones, pero sin una triste cubertería. Y los indistinguibles países de África, Asia y América del Sur habían empezado entonces a escurrirse por las paredes de nuestras aulas cual salamandras al sol. Los comunistas estaban por ahí, en alguna parte, desde luego, pero con Joe McCarthy en la tumba y la Luna aún por pisar, de momento los rusos se limitaban a ocultarse entre las páginas de las novelas de espías.

De modo que todos estábamos ebrios en cierta medida. Nos lanzábamos a la velada igual que satélites y orbitábamos la ciudad a tres kilómetros de la Tierra, propulsados por divisas extranjeras en declive y licores selectamente destilados. Hablábamos a gritos de un lado a otro de la mesa en las cenas y nos metíamos a hurtadillas en habitaciones vacías con los cónyuges de los demás, parrandeando con el entusiasmo y la indiscreción de dioses griegos. Y por la mañana nos despertábamos a las seis y media en punto, despejados y optimistas, listos para volver a ocupar nuestro sitio tras las mesas de acero inoxidable al timón del mundo.

Esa noche, el centro de atención no era el fotógrafo. Mediada ya la sesentena, debilitado por su escaso apetito, incapaz de llenar su propio esmoquin, Evans tenía el mismo aspecto triste e insulso que un jubilado de algún puesto intermedio de la General Motors. De vez en cuando, alguien interrumpía su soledad para hacerle un comentario, pero pasaba largos ratos plantado en un rincón con aire cohibido, como la chica más fea del baile.

No, no era Evans quien atraía las miradas, sino un joven autor de cabello ralo que acababa de causar sensación con un relato acerca de las infidelidades de su madre. Flanqueado por su editor y un encargado de prensa, aceptaba cumplidos de una camarilla de admiradores, con todo el aspecto de un pícaro recién nacido.

Val miraba el círculo de aduladores con expresión de curiosidad. Era capaz de ganar diez mil dólares en un día poniendo en marcha la fusión de una cadena suiza de grandes almacenes con un fabricante de misiles americano, pero, por mucho que lo intentase, no conseguía imaginar cómo un chismoso así podía causar semejante revuelo.

Siempre atento a cuanto lo rodeaba, el encargado de prensa me hizo señas de que me acercase. Le devolví el saludo con un gesto rápido y tomé a mi marido del brazo.

—Ven, cariño —dije—. Vayamos a ver las fotografías.

Fuimos hacia la segunda sala de la exposición, menos concurrida, y empezamos a seguir las paredes contemplando las imágenes a un ritmo pausado. Prácticamente todas las fotos eran retratos apaisados de uno o dos pasajeros del metro sentados enfrente del fotógrafo.

Ahí había un joven vecino de Harlem de aspecto sobrio, con el bombín animosamente ladeado y un bigotito francés.

Ahí un cuatro ojos cuarentón con un abrigo de cuello de piel y un sombrero de ala ancha, con todo el aspecto de ser el contable de un gángster.

Ahí dos chicas solteras, dependientas en la sección de perfumería de Macy’s, bien entradas en la treintena, un tanto avinagradas por la certeza de que habían dejado atrás sus mejores años, las cejas depiladas para su trayecto hasta el Bronx.

Ahí uno; allí una.

Ahí los jóvenes; allí los viejos.

Ahí los elegantes; allí los desangelados.

Aunque tomadas hacía más de veinticinco años, las fotografías nunca habían sido expuestas. Por lo visto, a Evans le preocupaba la intimidad de los fotografiados. Puede parecer extraño (o incluso un tanto quisquilloso) si se tiene en cuenta que los había retratado en un lugar tan público, pero al contemplar sus rostros alineados en la pared la reticencia de Evans resultaba comprensible, ya que aquellas imágenes captaban cierta humanidad desnuda. Absortos en sus pensamientos, enmascarados por el anonimato proporcionado por su condición de viajeros, ajenos a la cámara que tan directamente los enfocaba, muchos de los fotografiados habían dejado, sin saberlo, que lo más íntimo de su ser quedase al descubierto.

Cualquiera que haya ido en metro dos veces al día para ganarse el pan sabe cómo es: cuando subes al vagón muestras el mismo personaje que a los colegas y amigos. Lo has llevado contigo al pasar por el torniquete y las puertas correderas, de manera que los demás pasajeros puedan saber si eres altivo o cauto, apasionado o indiferente, si estás forrado o en el paro. Pero encuentras un sitio y el metro se pone en marcha, llega a una estación y luego a otra, unos se bajan y suben otros. Y con los vaivenes del vagón, que te mece como una cuna, ese personaje minuciosamente confeccionado empieza a desvanecerse. El superego se disipa a medida que la mente comienza a vagar sin rumbo por preocupaciones y sueños o, mejor aún, se sume en una hipnosis propiciada por el ambiente y en la cual hasta las preocupaciones y los sueños se alejan para que reine el apacible silencio del cosmos.

Nos ocurre a todos. Sólo es cuestión de cuántas paradas hacen falta. Dos para unos. Tres para otros. Calle Sesenta y ocho. Cincuenta y nueve. Cincuenta y uno. Grand Central. Qué alivio proporcionaban esos pocos minutos con la guardia baja y la mirada imprecisa en los que hallábamos el único consuelo auténtico que permite el aislamiento humano.

Cuánto debía de agradar ese estudio fotográfico a los no iniciados. Todos los jóvenes abogados, los banqueros de menor antigüedad y las animosas chicas de la buena sociedad que se paseaban por las salas debían de mirar las fotografías y pensar: «Qué proeza. Qué hazaña artística. ¡Aquí están por fin los rostros de la humanidad!» Sin embargo, a quienes fuimos jóvenes en aquella época, los fotografiados nos parecían fantasmas.

Los años treinta...

Qué década tan penosa.

Yo tenía dieciséis años cuando empezó la Depresión, de modo que era lo bastante mayor para haber visto cómo todos mis sueños y expectativas eran víctima del glamur natural de los años veinte. Fue como si América hubiese provocado la Depresión sólo para darle una lección a Manhattan.

Después de la quiebra, ya no se oían estrellarse cuerpos contra el suelo, pero hubo una suerte de ahogado grito de asombro general, a continuación del cual se cernió sobre la ciudad una quietud semejante a la de la nieve. Parpadearon las luces. Las orquestas guardaron los instrumentos y las multitudes se dirigieron en silencio hacia la puerta.

Entonces, los vientos imperantes cambiaron del oeste hacia el este, arrastrando el polvo de los desposeídos de Oklahoma hasta la calle Cuarenta y dos. Llegó en grandes nubes y se posó en los quioscos de prensa y los bancos de los parques, amortajando a los bienaventurados y los condenados igual que las cenizas de Pompeya. De pronto, todos teníamos nuestros vagabundos: malvestidos y atormentados, recorriendo a paso lento las callejuelas, por delante de las hogueras encendidas en bidones, por delante de las chabolas y las pensiones de mala muerte, bajo los arcos de los puentes, avanzando lenta pero metódicamente hacia Californias interiores que eran tan deplorables y escasamente redentoras como la auténtica. Pobreza e impotencia. Hambre y desesperanza. Al menos hasta que el presagio de la guerra empezó a infundir brío a nuestros pasos.

Sí, los retratos con cámara oculta de Walker Evans de 1938 a 1941 representaban al ser humano, pero una variedad concreta de ser humano: una variedad escarmentada.

Unos pasos por delante de nosotros, un joven disfrutaba de la exposición. No tendría más de veintidós años. Cada fotografía parecía depararle una grata sorpresa, como si estuviese en la galería de retratos de un castillo, donde todos los rostros se ven majestuosos y remotos. Su piel, arrebolada de belleza ignorante, me colmó de envidia.

A mí no me resultaban remotos aquellos rostros. Las expresiones escarmentadas, las miradas no correspondidas, se me antojaban de lo más familiares. Era como la experiencia de entrar en el vestíbulo de un hotel en otra ciudad donde la ropa y los gestos de los clientes son tan similares a los tuyos que estás abocada a topar con alguien a quien no quieres ver.

Y, en cierta manera, eso fue lo que ocurrió.

—Es Tinker Grey —dije cuando Val pasaba a la siguiente fotografía.

Volvió a mi lado para echar otro vistazo al retrato de un hombre de veintiocho años mal afeitado y con un abrigo raído.

Con unos quince kilos por debajo de su peso, sus mejillas habían perdido casi por completo el color y mostraba una cara visiblemente sucia. Pero tenía los ojos brillantes y alerta, mirando directamente al frente con un tenue atisbo de sonrisa en los labios, como si fuera él quien observaba al fotógrafo y, de paso, a nosotros. Nos contemplaba fijamente a través de tres décadas, de un desfiladero de encuentros, con todo el aspecto de una visita del más allá. Y con ese aire suyo tan característico.

—Tinker Grey —repitió Val, cayendo vagamente en la cuenta de quién era—. Creo que mi hermano conocía a un tal Grey que era banquero...

—Sí —dije—. Ese mismo.

Val examinó la foto más de cerca, mostrando el amable interés que merece un conocido remoto que lo está pasando mal. Pero debieron de planteársele un par de preguntas acerca de hasta qué punto conocía yo a ese hombre.

—Qué extraordinario —se limitó a comentar, y frunció levemente el entrecejo.

El verano en que Val y yo empezamos a salir aún teníamos treinta y tantos años y cada uno se había perdido poco más de una década de la vida adulta del otro; pero eso era tiempo suficiente. Tiempo suficiente para haber vivido y descarriado vidas enteras. Tiempo suficiente, como dijo el poeta, para matar y crear, o al menos para justificar que a una se le arrojara al plato una pregunta.

Pero Val no tenía por virtudes muchas costumbres retrógradas, y con respecto a los misterios de mi pasado, al igual que con respecto a tantas otras cosas, era, antes que nada, un caballero.

Aun así, hice una concesión.

—Yo también lo conocía —dije—. Formó parte de mi círculo de amistades durante una temporada. Pero no he vuelto a oír su nombre desde antes de la guerra.

Val relajó el ceño.

Quizá lo alivió la engañosa sencillez de aquellos datos nimios. Miró la fotografía con mayor circunspección y asintió brevemente con la cabeza, lo que otorgaba a la coincidencia el valor que merecía y afirmaba lo injusta que había sido la Depresión.

—Qué extraordinario —repitió, aunque en tono más compasivo. Pasó el brazo por debajo del mío y avanzamos lentamente.

Dedicamos el minuto de rigor a la siguiente fotografía; luego a la siguiente y la otra. Pero ahora las caras pasaban por delante como las de los desconocidos en las escaleras mecánicas. Yo apenas las asimilaba.

Ver de pronto la sonrisa de Tinker...

Después de tantos años, no estaba preparada. Era como si alguien se hubiera arrojado sobre mí por sorpresa.

Tal vez no fuese más que autosatisfacción —esa dulce autosatisfacción sin fundamento de una acaudalada vecina de Manhattan de mediana edad—, pero al trasponer las puertas de ese museo habría declarado bajo juramento que mi vida había alcanzado un equilibrio perfecto. Era un matrimonio de dos mentes, de dos espíritus metropolitanos que se inclinaban tan suave e ineludiblemente hacia el futuro del mismo modo que los narcisos se inclinan hacia el sol.

Y aun así, me encontré con que mis pensamientos se remontaban al pasado. Dando la espalda a todas las perfecciones tan tenazmente forjadas del presente, buscaban las dulces incertidumbres de un año pretérito y sus encuentros fortuitos, encuentros que entonces parecían casuales y efervescentes, pero que con el tiempo habían adquirido cierta apariencia de predestinación.

Sí, mis pensamientos se remontaron a Tinker y Eve, pero también a Wallace Wolcott, Dicky Vanderwhile y Anne Grandyn, y a aquellos giros del calidoscopio que dieron forma y color a la travesía que 1938 supuso para mí.

De pie junto a mi marido, descubrí que albergaba la intención de guardarme esos recuerdos.

No era que alguno fuese tan escandaloso como para conmocionar a Val o amenazar la armonía de nuestro matrimonio; al contrario, si los hubiera compartido con él probablemente su simpatía hacia mí hubiese sido aún mayor. Pero no quería compartirlos. Porque no quería diluirlos.

Más que cualquier otra cosa, quería estar sola. Quería apartarme del resplandor de mis propias circunstancias. Quería ir a tomar una copa al bar de un hotel. O mejor todavía, coger un taxi hasta el Village por primera vez en quién sabe cuántos años...

Sí, Tinker parecía pobre en esa foto. Pobre, hambriento y sin porvenir. Pero también se lo veía joven y vibrante, y curiosamente vivo.

De pronto fue como si todas las caras colgadas en aquella pared me mirasen. Los fantasmas del metro, cansados y solos, examinaban mi rostro, asimilando esos indicios de compromiso que dan a los rasgos humanos de cierta edad su característico patetismo.

Entonces Val me sorprendió.

—Vamos —dijo.

Levanté la vista y sonrió.

—Ya volveremos alguna mañana, cuando no haya tanta gente —añadió.

—De acuerdo.

El centro de la galería estaba abarrotado, así que rodeamos la concurrencia y fuimos pasando por delante de las fotografías. Las caras retratadas parpadeaban como las de los presos que miran por esas angostas aberturas de las celdas de máxima seguridad. Me observaban como si me dijesen: «¿Adónde crees que vas?» Y entonces, justo antes de llegar a la salida, una de ellas hizo que me detuviera en seco.

Una sonrisa irónica tomó forma en mi rostro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Val.

—Es él otra vez.

En la pared, entre sendos retratos de dos mujeres mayores, había otra imagen de Tinker. Vestía abrigo de cachemir, iba recién afeitado y un pulcro nudo Windsor asomaba por encima del cuello de una camisa hecha a medida.

Val tiró de mi mano para que me acercara a la fotografía.

—¿Te refieres a que es el mismo de antes?

—Sí.

—No puede ser.

Val regresó junto al primer retrato. Al otro lado de la sala, lo vi escudriñar con atención aquel rostro desaliñado en busca de rasgos distintivos. Volvió y se colocó a un palmo del hombre con el abrigo de cachemir.

—Increíble —dijo—. ¡Es el mismo individuo!

—Hagan el favor de no acercarse a las obras de arte —nos advirtió un guarda de seguridad.

Retrocedimos.

—De no saberlo, cualquiera diría que se trata de dos hombres distintos.

—Sí —reconocí—. Tienes razón.

—Bueno, ¡desde luego, se recuperó!

De pronto, Val estaba de buen humor. El trayecto de las prendas raídas al cachemir le devolvió su optimismo natural.

—No —señalé—. Esta foto es anterior.

—¿Cómo dices?

—La otra se tomó después, en 1939. —Señalé el cartelito—. Ésta es de 1938.

No se le podía reprochar a Val su error. Era natural dar por sentado que la fotografía más reciente era la que teníamos delante en ese momento, y no sencillamente porque ocupara un lugar posterior en la exposición. En la foto de 1938, Tinker no sólo parecía más acomodado, sino también mayor: tenía la cara más llena y ofrecía cierto aire de hastío pragmático, como si una serie de éxitos hubiese traído consigo un par de verdades ingratas. En cambio, la foto tomada un año después parecía el retrato de un veinteañero en tiempos de paz: apasionado, audaz e ingenuo.

Val se apenó por Tinker.

—Ah —murmuró—. Lo lamento. —Me cogió del brazo otra vez y negó con la cabeza tanto por Tinker como por nosotros—. De la riqueza a la pobreza —añadió con ternura.

—No —señalé—. O no exactamente.

Nueva York, 1969

INVIERNO

 

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1

Los tiempos de antaño

Era la última noche de 1937.

Sin mejores planes o perspectivas, Eve, mi compañera de piso, me había arrastrado hasta el Hotspot, un club nocturno bautizado con más ilusión que otra cosa en un semisótano de Greenwich Village.

Con echar un vistazo al local no bastaba para advertir que era Nochevieja. No había gorritos ni serpentinas, ni rastro de trompetas de papel. Al fondo, asomando por encima de una pequeña pista de baile desierta, un cuarteto de jazz instrumental interpretaba clásicos del tipo «la quería y me dejó». Mientras que el saxofonista, un gigante afligido cuya piel era del color del aceite para motores, por lo visto se había extraviado en el laberinto de uno de sus largos y lúgubres solos, el contrabajista, un mulato con un elegante bigotito, procuraba no atosigarlo, marcando un ritmo lento.

La escasa clientela parecía casi tan alicaída como los músicos. Saltaba a la vista que nadie iba con sus mejores galas. Había algunas parejas dispersas, pero ni rastro de romanticismo. Cualquiera que dispusiese de amor o dinero se encontraba a la vuelta de la esquina, en el Café Society, bailando al ritmo de la orquesta de swing. Veinte años después, todo el mundo estaría sentado en clubes ubicados en sótanos como ése, escuchando a solistas contestatarios explorar su malestar interior; pero la última noche de 1937, si estabas viendo un cuartero era porque no podías permitirte ver una orquesta, o porque no tenías ninguna buena razón para dar la bienvenida al año nuevo.

A nosotras todo aquello nos resultaba de lo más reconfortante.

Aunque no entendíamos lo que estábamos escuchando, alcanzábamos a comprender que tenía sus ventajas. No iba a levantarnos el ánimo, pero tampoco a aguarnos la fiesta. Poseía cierta apariencia de ritmo y exceso de sinceridad. Constituía excusa suficiente para hacernos salir de nuestro cuarto y como tal lo aceptamos, las dos ataviadas con cómodos zapatos de suela plana y un sencillo vestido negro, debajo del cual, advertí, Eve llevaba lo más selecto de su ropa interior robada.

Eve Ross...

Eve era una de esas sorprendentes bellezas del Medio Oeste norteamericano.

En Nueva York, resulta sencillo dar por sentado que las mujeres más seductoras de la ciudad acaban de llegar en avión de París o Milán. Pero ésas son minoría. Un número mucho mayor procede de esos recios estados que empiezan por «i», Iowa, Indiana e Illinois. Criadas con las dosis exactas de aire fresco, alboroto e ignorancia, esas rubias primitivas parten de los maizales cual luz de estrellas dotada de extremidades. Todas las mañanas, a principios de la primavera, una de ellas salta del porche con un sándwich envuelto en celofán, decidida a parar el primer autobús Greyhound rumbo a Manhattan, esta ciudad en la que todo lo hermoso es recibido con los brazos abiertos, sopesado y, si no se adopta de inmediato, al menos se acepta a prueba.

Una de las grandes ventajas que tenían las chicas del Medio Oeste era que no se las podía diferenciar. Siempre se distingue a una muchacha rica de Nueva York de una pobre, del mismo modo que se distingue a una muchacha rica de Boston de una pobre. Después de todo, para eso están los acentos y los modales. Pero para el neoyorquino de cuna, todas las chicas del Medio Oeste tenían el mismo aspecto y la misma manera de hablar. Las muchachas eran criadas en casas diferentes e iban a escuelas diferentes según la clase social a que pertenecían, claro, pero tenían en común la suficiente humildad característica del Medio Oeste como para que las gradaciones de riqueza y privilegio nos resultaran difusas. O tal vez sus diferencias (fácilmente reconocibles en Des Moines) se vieran empequeñecidas por la magnitud de nuestros estratos socioeconómicos, esa formación glacial de un millar de capas que abarca desde un cubo de basura en el Bowery hasta un ático en el paraíso. De una manera u otra, a nuestros ojos todas parecían palurdas: sin tacha, ingenuas y temerosas de Dios, aunque no exactamente libres de pecado.

Eve era oriunda de algún lugar en la cumbre de la escala social de Indiana. A su padre lo llevaban al despacho en un coche de la empresa y ella desayunaba unas galletas que le preparaba una negra llamada Sadie. Había asistido durante dos años a una escuela para señoritas de la buena sociedad y había pasado un verano en Suiza fingiendo estudiar francés. Pero si hubieses entrado en un bar y la hubieses conocido, no habrías sabido si se trataba de una cazafortunas alimentada a base de maíz o una millonaria libertina. Lo único que saltaba a la vista era que estabas ante una auténtica belleza. Y eso hacía que llegar a conocerla resultase menos complicado.

Era, indiscutiblemente, rubia natural. Su melena hasta los hombros, que en verano adquiría un tono arenoso, se tornaba dorada en otoño, como los trigales de su tierra natal. Tenía las facciones finas, los ojos azules y unos hoyuelos minúsculos tan perfectamente definidos que daba la impresión de que en la cara interna de las mejillas tenía un fino cable de acero que se tensaba cuando sonreía. Medía poco más de un metro sesenta, eso es verdad, pero sabía bailar sobre tacones de cinco centímetros y quitarse los zapatos de un puntapié en cuanto se sentaba en tu regazo.

En su favor hay que decir que se estaba buscando la vida honradamente en Nueva York. Había llegado en 1936, con suficiente dinero e influencia de su padre para alquilar una habitación individual en la pensión de la señora Martingale y hacerse con un puesto de ayudante de marketing en la editorial Pembroke Press, promocionando todos los libros que con tanta diligencia había evitado en su época de estudiante.

Su segunda noche en la pensión, mientras se sentaba a la mesa, volcó el plato y sus espaguetis fueron a parar a mi regazo. La señora Martingale dijo que lo mejor para la mancha era empaparla en vino blanco. De modo que trajo de la cocina una botella de Chablis para cocinar y nos mandó a las dos al cuarto de baño. Rociamos un poquito de vino sobre mi falda y el resto nos lo bebimos sentadas en el suelo, con la espalda apoyada contra la puerta.

En cuanto Eve cobró su primer sueldo, dejó la habitación individual y de extender cheques contra la cuenta de su padre. Tras varios meses de independencia, papá le envió un sobre con cincuenta billetes de diez dólares y una nota encantadora en la que le decía lo orgulloso que se sentía. Ella mandó el dinero de vuelta como si estuviera infectado de tuberculosis.

«Estoy dispuesta a meterme en lo que sea —dijo—, menos en el puño de nadie.»

Así que empezamos a apañárnoslas juntas. Comíamos hasta la última migaja del desayuno en la pensión y languidecíamos de hambre a la hora de almorzar. Compartíamos la ropa con las demás chicas de la planta. Nos cortábamos el pelo mutuamente. Los viernes por la noche, dejábamos que nos invitaran a beber chicos a los que no teníamos ninguna intención de besar, y a cambio de la cena besábamos a alguno al que no teníamos ninguna intención de volver a besar. Algún miércoles especialmente apurado, muy de tarde en tarde, cuando Bendel’s estaba lleno a rebosar de esposas de las clases acomodadas, Eve se ponía sus mejores prendas, subía en ascensor a la segunda planta y se metía de tapadillo medias de seda bajo la ropa interior. Y cuando nos retrasábamos con el alquiler, arrimaba el hombro: se plantaba delante de la puerta de la señora Martingale y derramaba sus lágrimas sin sal de los Grandes Lagos.

Aquella Nochevieja iniciamos la velada con la intención de exprimir al máximo tres dólares. Esa noche no nos interesaban los chicos. En 1937 habían tenido su oportunidad con nosotras unos cuantos, y no pensábamos dilapidar las últimas horas del año con algún rezagado. Íbamos a quedarnos en ese bar de mala muerte donde se tomaban la música lo bastante en serio como para que nadie molestara a dos chicas de buen ver y la ginebra era lo bastante barata como para bebernos un dry martini cada hora. Teníamos intención de fumar un poco más de lo que permitían las buenas costumbres, y una vez que la medianoche hubiera pasado sin ceremonias, iríamos a una cafetería ucraniana en la Segunda Avenida donde el especial de altas horas consistía en café, huevos y tostadas por quince centavos.

Pero poco después de las nueve y media nos tomamos la ginebra de las once. Y a las diez nos bebimos los huevos con tostadas. Nos quedaban cuatro monedas de cinco centavos entre las dos y no habíamos probado bocado. Era hora de empezar a improvisar.

Eve estaba ocupada haciéndole ojitos al contrabajista. Era uno de sus pasatiempos. Le gustaba dirigir pestañeos a los músicos mientras actuaban y pedirles cigarrillos en las pausas entre pases. Éste era atractivo a su manera fuera de lo común, como la mayoría de los mulatos, pero estaba tan embelesado con su propia música que sólo tenía ojos para el techo. Si Eve pretendía captar su atención, iba a hacer falta un acto divino. Intenté convencerla de que le hiciera ojitos al camarero, pero no estaba de ánimo para razonar. Se limitó a encender un cigarrillo y lanzar la cerilla por encima del hombro para que le diera suerte. Muy pronto tendríamos que buscarnos un buen samaritano, pensé, o también nos encontraríamos mirando el techo.

Y fue entonces cuando él entró en el club.

Eve lo vio primero. Había vuelto la cabeza del escenario para hacer algún comentario y lo divisó por encima de mi hombro. Me dio una patadita en la espinilla e hizo un gesto con la cabeza en su dirección. Moví la silla.

Era espectacularmente guapo. Medía un metro setenta y cinco bien erguido, vestía de etiqueta, con el abrigo echado sobre el brazo, y tenía el cabello castaño, ojos de un azul intenso y las mejillas levemente ruborizadas. No costaba imaginar a un antepasado suyo al timón del Mayflower, con la mirada fija en el horizonte y el pelo levemente rizado por la salobre brisa marina.

—Me lo pido —dijo Eve.

Desde la atalaya de la entrada, él aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra y luego contempló el gentío. Era evidente que había quedado con alguien, y su semblante acusó una leve decepción al advertir que no estaba. Cuando se sentó a la mesa contigua a la nuestra, inspeccionó de nuevo el local y luego, en un solo movimiento, llamó a la camarera con una seña y dejó el abrigo sobre el respaldo de una silla.

Era un abrigo precioso. El color del cachemir recordaba el pelo de camello, sólo que más pálido, parecido al tono de piel del contrabajista, y estaba inmaculado, como recién salido de la sastrería. Debía de haber costado quinientos dólares. Tal vez más. Eve no podía quitarle ojo.

La camarera se le acercó igual que un gato a la esquina de un sofá. Por un segundo, me dio la impresión de que iba a arquear el lomo y afilarse las uñas en su camisa. Al tomarle nota, retrocedió un poco y se inclinó para enseñarle el escote. Él no pareció darse cuenta.

En un tono agradable y cortés, mostrándole a la camarera mayor deferencia de la que merecía, pidió un whisky. Luego se retrepó en la silla y echó un vistazo al ambiente. Pero cuando su mirada pasó de la barra a los músicos, con el rabillo del ojo vio a Eve, que seguía mirando fijamente el abrigo. Se sonrojó. Tan absorto había estado en observar el local y llamar a la camarera que no había caído en que la silla donde había dejado el abrigo pertenecía a nuestra mesa.

—Lo siento —se excusó—. Qué grosero por mi parte. —Se levantó, dispuesto a recogerlo.

—No, no. Nada de eso —repusimos—. No hay nadie sentado. No pasa nada.

Vaciló.

—¿Seguro?

—Pues claro —dijo Eve.

La camarera regresó con el whisky. Cuando se volvía para irse, él le pidió que esperara un momento y nos invitó a una ronda: la última buena acción del año que acababa, según dijo.

A esas alturas, saltaba a la vista que aquel hombre era tan exquisito, elegante y pulcro como su abrigo. Su porte reflejaba una firme confianza, mostraba un interés democrático en cuanto lo rodeaba y la discreta presunción de cordialidad que sólo se encuentra en los jóvenes educados entre dinero y buenos modales. Gente así no concibe que pueda ser mal recibida en un ambiente nuevo, y como consecuencia de ello rara vez lo es.

Cuando un hombre que está solo invita a una ronda a dos chicas atractivas, cabe esperar que trabe conversación al margen de a quién esté esperando. Pero nuestro elegante samaritano no hizo nada de eso. Tras levantar la copa una vez en nuestra dirección al tiempo que hacía un gesto amigable con la cabeza, pasó a ocuparse de su whisky y concentrarse de nuevo en los músicos.

Después de dos temas, su actitud provocó que incluso Eve se inquietara. Ella no hacía más que mirarlo de soslayo una y otra vez, a la espera de que dijese algo. Lo que fuera. En una ocasión, nuestras miradas se encontraron y sonrió amablemente. Advertí que, cuando acabase esa canción, Eve iba a hacer cualquier cosa con tal de entablar conversación con él, incluso derramarle la ginebra en el regazo. Pero no tuvo oportunidad.

Cuando acabó el tema, el saxofonista habló por primera vez en una hora. Con una voz grave en plan «podría haber sido predicador» se lanzó a una larga explicación sobre la siguiente pieza. Se trataba de una composición nueva. Iba dedicada a un pianista llamado Silver Tooth Hawkins, que había muerto a los treinta y dos años. Tenía algo que ver con África. Se titulaba Tincannibal.

Marcó un ritmo con el pie, calzado con un botín de lazo firmemente anudado, y el batería lo siguió deslizando las escobillas sobre el tambor. El contrabajista y el pianista se les unieron. El saxo escuchó a sus compañeros, siguiendo el compás con la cabeza. Se incorporó con una alegre melodía que emprendió un medio galope sin rebasar el vallado del tempo. Luego empezó a relinchar estruendosamente como si se hubiera asustado y en un abrir y cerrar de ojos había saltado la cerca.

Nuestro vecino parecía un turista recibiendo indicaciones de un gendarme. Nuestras miradas volvieron a cruzarse y él hizo una mueca de desconcierto. Me eché a reír y él me imitó.

—¿Dónde se ha ido la melodía? —preguntó.

Acerqué la silla un poco, como si no lo hubiese oído. Me incliné hacia él, aunque no tanto como antes la camarera.

—¿Cómo?

—Me preguntaba dónde se habrá ido la melodía.

—Acaba de salir a fumarse un pitillo. Volverá enseguida. Pero me parece que no es la música lo que te trae por aquí.

—¿Es tan evidente? —repuso con una sonrisa cohibida—. Lo cierto es que estoy buscando a mi hermano. Él es el aficionado al jazz.

Al otro lado de la mesa, oí el aleteo de las pestañas de Eve. Un abrigo de cachemir y una cita en Nochevieja con un hermano; ¿qué más les hacía falta saber a un par de chicas?

—¿Quieres sentarte con nosotras mientras esperas? —le propuso.

—No quisiera importunar...

(Ésa si que era una palabra que no oíamos todos los días.)

—No importunas —repuso Eve en tono de reprensión.

Le hicimos un poco de sitio y se acercó con la silla a la mesa.

—Theodore Grey —se presentó.

—¡Theodore! —exclamó Eve. Hasta Roosevelt tenía Teddy como apodo.

Theodore volvió a reír.

—Mis amigos me llaman Tinker.

Era de suponer. A los anglosajones protestantes les gustaba poner a sus hijos apodos referidos a oficios rutinarios: Tinker (calderero, aunque también tunante y pícaro), Cooper (tonelero), Smithy (herrería)... Quizá fuera para remontarse a sus arduos orígenes en la Nueva Inglaterra del siglo XVII, a los oficios manuales que los hicieron fieles, humildes y virtuosos a ojos de su Señor. O quizá no fuese más que una manera educada de restar importancia al hecho de que estaban predestinados a tenerlo todo.

—Yo soy Evelyn Ross —dijo Eve, aderezando un tanto su nombre de pila—. Y ella, Katey Kontent.

—¡Katey Kontent! ¡Vaya! ¿Y estás contenta?

—Ni de lejos.

Tinker levantó la copa con una sonrisa cordial.

—Por lo que nos depare 1938.

El hermano de Tinker no se presentó, lo cual también nos fue de maravilla porque, a eso de las once, Tinker llamó a la camarera y pidió una botella de champán.

—Aquí no tenemos champán, caballero —respondió ella, más fría ahora que estaba sentado a nuestra mesa.

De forma que él nos imitó y pidió otra ronda de ginebra.

Eve estaba en plena forma. Contaba historias acerca de dos chicas de su instituto que ansiaban ser reina del baile tal como Vanderbilt y Rockefeller ansiaban ser el hombre más rico de mundo. Una de las chicas soltó una mofeta en la casa de la otra la noche del baile de fin de curso. Su rival respondió descargándole un montón de estiércol en el jardín el día que cumplía dieciséis años. La gran escena final fue una pelea entre sus madres a tirones de pelo en la escalinata de la iglesia de Saint Mary. El padre O’Connor, que debería haberlo visto venir, intentó mediar y se llevó un buen sermón.

Tinker se reía tanto que daba la impresión de llevar una buena temporada sin hacerlo. La risa realzaba todos sus atributos innatos, como su sonrisa y sus ojos y el rubor de las mejillas.

—¿Y qué hay de ti, Katey? —preguntó, después de recuperar el aliento—. ¿De dónde eres?

—Katey creció en Brooklyn —se ofreció a explicar Eve, como si fuera algo de lo que alardear.

—¿De veras? ¿Y cómo era?

—Bueno, no estoy segura de que tuviéramos reina del baile de fin de curso.

—Y de haber habido baile, tú no habrías ido —comentó Eve. Entonces se inclinó hacia Tinker y, en confianza, añadió—: Katey es la mayor empollona que puedas imaginar. Si cogieras todos los libros que ha leído y los apilaras, podrías subir hasta la Vía Láctea.

—¡La Vía Láctea!

—Tal vez la Luna —admití.

Eve le ofreció un cigarrillo, pero Tinker lo rehusó. Sin embargo, en cuanto el pitillo tocó los labios de ella, él ya tenía un encendedor listo. Era de oro macizo y llevaba sus iniciales grabadas.

Eve echó la cabeza atrás, frunció los labios y lanzó un rayo de humo hacia el techo.

—¿Y tú, Theodore? ¿Qué hay de ti?

—Bueno, supongo que si apilaras todos los libros que he leído, podrías subirte a un taxi.

—No —puntualizó Eve—. Lo que quiero decir es: ¿qué hay de ti?

Tinker respondió recurriendo a las elipsis de la élite: era de Massachusetts, había ido a la universidad en Providence y trabajaba para «una pequeña firma en Wall Street». Todo lo cual significaba que había nacido en Back Bay, asistido a Brown y ahora trabajaba en el banco que había fundado su abuelo. Por lo general, esta clase de maniobras de distracción era tan transparentemente falsa que resultaba fastidiosa, pero en el caso de Tinker era como si temiese que la sombra de un título en una de las universidades más prestigiosas pudiera dar al traste con la diversión. Terminó diciendo que vivía «en la zona norte».

—¿En la zona norte? ¿Dónde? —preguntó Eve, «inocentemente».

—En el doscientos once de Central Park West —respondió con un dejo de vergüenza.

¡El 211 de Central Park West! Aquello correspondía al edificio Beresford. Veintidós plantas de apartamentos con terraza.

Eve me dio una patadita por debajo de la mesa, pero tuvo el buen juicio de cambiar de tema. Le preguntó por su hermano. ¿Cómo era? ¿Mayor que él, más joven? ¿Más bajo, más alto?

Mayor y más bajo, se llamaba Henry Grey, era pintor y vivía en el West Village. Cuando Eve le preguntó qué palabra escogería para definir a su hermano, tras pensárselo un momento Tinker optó por «inquebrantable», porque siempre había sabido quién era y qué quería hacer.

—Suena agotador —dije.

Él rió.

—Supongo que sí, ¿verdad?

—¿Y quizá un tanto aburrido? —sugirió Eve.

—No. Desde luego no es aburrido.

—Bueno, entonces nos quedamos con lo de inquebrantable.

En un momento dado, Tinker pidió disculpas y se marchó. Transcurrieron cinco minutos, diez. Eve y yo empezamos a inquietarnos. No parecía de esos capaces de dejarte tirada con la cuenta, pero un cuarto de hora en un lavabo público era mucho rato incluso para una chica. Entonces, justo cuando empezaba a entrarnos pánico, regresó. Estaba sonrojado. Su esmoquin despedía el aire frío de la noche. Aferraba por el cuello una botella de champán y sonreía como un crío travieso que sostuviera un pez por la cola.

—¡Lo he conseguido!

En el acto hizo saltar el corcho hacia el techo y atrajo las miradas desalentadoras de todos los presentes a excepción del contrabajista, cuyos dientes asomaban por debajo del bigotito mientras asentía y nos agasajaba con un ¡bum bum bum!

Entonces Tinker escanció el champán en nuestras copas vacías.

—¡Nos hacen falta buenos propósitos!

—Aquí no tenemos buenos propósitos, caballero.

—Mejor aún —propuso Eve—: ¿por qué no hacemos buenos propósitos los unos para los otros?

—¡Magnífico! —exclamó Tinker—. Empiezo yo. En 1938, vosotras dos... —nos miró de arriba abajo— procuraréis ser menos tímidas.

Mi amiga y yo nos echamos a reír.

—De acuerdo —dijo él—. Os toca.

—Deberías olvidarte de la rutina —soltó Eve sin vacilar. Enarcó una ceja y lo miró entornando los ojos, como si le lanzase un reto.

Por un instante, Tinker pareció desconcertado. Era evidente que Eve había puesto el dedo en la llaga. Él asintió lentamente y luego sonrió.

—Qué deseo tan maravilloso... —dijo— para deseárselo a otro.

A medida que se acercaba la medianoche, los gritos de la gente y los bocinazos de los coches en la calle fueron en aumento, así que decidimos unirnos a la fiesta. Tinker pagó de sobra la cuenta con billetes nuevecitos. Eve le arrebató la bufanda y se envolvió con ella la cabeza a modo de turbante. Después pasamos entre las mesas dando tumbos y salimos a la noche.

Seguía nevando.

Flanqueamos a Tinker y lo tomamos por los brazos. Nos inclinamos contra sus hombros como si nos protegiéramos del frío y lo llevamos por Waverly hacia la juerga de Washington Square. Al pasar por un restaurante de moda, dos parejas de mediana edad salieron y subieron a un coche que los esperaba. Cuando se marchaban, el portero llamó la atención de Tinker.

—Gracias de nuevo, señor Grey —dijo.

Sin duda era él quien nos había suministrado el champán, y debía de haberse llevado una buena propina por ello.

—Gracias a ti, Paul —repuso Tinker.

—Feliz Año Nuevo, Paul —terció Eve.

—Lo mismo digo, señora.

Espolvoreada de nieve, Washington Square estaba más preciosa que nunca. La nieve había empolvado todos y cada uno de los árboles y verjas. Las casas de piedra rojiza, antaño elegantes, que los días de verano bajaban la mirada con pesar, estaban ensimismadas en recuerdos sentimentales. Desde una ventana de la segunda planta del número 25, el espectro de Edith Wharton miraba con tímida envidia. Dulce, penetrante, asexuada, nos vio pasar a los tres preguntándose cuándo el amor que con tanto ingenio había imaginado se armaría del valor suficiente para llamar a su puerta. ¿Cuándo se presentaría a una hora inoportuna, insistiría en que le dejaran pasar, sortearía al mayordomo y subiría a toda prisa la puritana escalera llamándola urgentemente por su nombre?

Nunca, me temo.

Conforme nos acercábamos al centro del parque, el bullicio en torno a la fuente empezó a cobrar forma. Una muchedumbre de universitarios se había reunido para dar la bienvenida al nuevo año con una banda de ragtime que ofrecía sus servicios a mitad de precio. Todos los chicos iban de etiqueta, salvo cuatro estudiantes de primer año que vestían jerséis granates con las siglas de su fraternidad y se abrían paso entre el gentío llenando vasos. Una mujer insuficientemente vestida fingía dirigir la banda que, ya por indiferencia o por inexperiencia, interpretaba la misma canción una y otra vez.

De pronto, un joven se subió a un banco del parque provisto de un megáfono de timonel y acalló a los músicos con un gesto de la mano, tan seguro de sí como el maestro de ceremonias en un circo para aristócratas.

—Damas y caballeros —anunció—, el fin de año casi ha llegado.

Con un ademán ostentoso hizo una señal a uno de sus compañeros y un hombre mayor con una túnica gris fue aupado hasta el banco junto a él. Lucía la barba algodonosa de un Moisés de escuela de arte dramático y blandía una guadaña de cartón. Se sostenía de manera más bien vacilante.

Desplegando un manuscrito enrollado que cayó hasta el suelo, el maestro de ceremonias empezó a reprender al viejo por las indignidades de 1937: «¡La recesión... el Hindenburg... el túnel Lincoln!» Luego, megáfono en mano, instó a 1938 a que se presentara. De entre unos arbustos salió un miembro obeso de la fraternidad universitaria apenas cubierto por unos pañales. Se subió al banco y, para regocijo de la muchedumbre, intentó sacar músculo. Al mismo tiempo, al viejo se le desenganchó la barba de una oreja y quedó de manifiesto que estaba demacrado e iba sin afeitar. Debía de ser un pordiosero al que los estudiantes habían sacado de un callejón con la promesa de dinero o vino. Pero fuera lo que fuese aquello que lo había tentado, su atractivo ya se había esfumado, porque de pronto miraba alrededor igual que un vagabundo en manos de los vigilantes.

Con el entusiasmo de un vendedor ambulante, el maestro de ceremonias empezó a señalar las diferentes partes de la anatomía del Año Nuevo, detallando sus virtudes: su extraordinaria suspensión, su chasis aerodinámico, su enorme empuje.

—Venga, vamos —dijo Eve, y se adelantó dando brincos con una carcajada.

Tinker no parecía tan impaciente por unirse a la fiesta.

Cogí el paquete de tabaco del bolsillo del abrigo y él sacó el mechero.

Se acercó un paso a mí a fin de tapar el viento.

Cuando exhalé un filamento de humo, Tinker levantó la vista hacia los copos de nieve, cuyo lento descenso realzaba el halo de las farolas. Luego se volvió de nuevo y contempló la multitud con expresión casi lúgubre.

—No sé a cuál compadeces más —dije—, si al año viejo o al nuevo.

Esbozó una sonrisa.

—¿No tengo más opciones?

De pronto, uno de los juerguistas en los márgenes del gentío recibió el impacto de una bola de nieve en la espalda. Cuando él y otros dos miembros de su fraternidad se volvieron para ver quién la había arrojado, uno de ellos fue alcanzado en la camisa.

Un niño no mayor de diez años había lanzado el ataque desde la seguridad de un banco del parque. Abrigado con cuatro capas de ropa, parecía el crío más gordo de la clase. A derecha e izquierda tenía pirámides de bolas de nieve que le llegaban hasta la cintura. Debía de haber pasado el día entero proveyéndose de munición, como si el mismísimo patriota Paul Revere le hubiera advertido que se acercaban los casacas rojas.

Mudos de asombro, los tres universitarios lo miraban boquiabiertos. El chico se aprovechó de su desconcierto lanzando tres certeros obuses en rápida sucesión.

—¡A por el mocoso! —exclamó uno, y no parecía bromear.

Los tres empezaron a hacer bolas con la nieve que recogían de los adoquines y a responder al ataque.

Saqué otro cigarrillo, dispuesta a disfrutar del espectáculo, pero una novedad más bien inesperada me hizo desviar la atención hacia otra parte. En el banco que había junto al borracho, el Año Nuevo en pañales había empezado a cantar Auld Lang Syne en un impecable falsete. Pura y sincera, tan incorpórea como el quejido de un oboe que sobrevolara un lago a ras de agua, su voz transmitió a la noche una belleza misteriosa. Aunque prácticamente se está obligado por ley a cantar esa canción a coro, la espiritualidad de su interpretación era tal que nadie se atrevió a emitir una sola nota.

Después de que rematara el estribillo final con cuidado exquisito, hubo un momento de silencio, seguido de una ovación. El maestro de ceremonias le puso una mano en el hombro al tenor como reconocimiento al trabajo bien hecho. Luego se quitó el reloj y levantó la mano para pedir silencio.

—A ver, todo el mundo. A ver. Ahora, silencio. ¿Listos? ¡Diez! ¡Nueve! ¡Ocho!

Desde el centro de la muchedumbre, Eve nos saludó con entusiasmo.

Me volví para coger a Tinker del brazo, pero había desaparecido.

A mi izquierda, los senderos del parque estaban desiertos, y a mi derecha, una silueta solitaria, baja y membruda pasaba bajo una farola. De manera que me volví hacia Waverly, y entonces lo vi. Estaba agazapado detrás del banco junto al niño, defendiéndose del ataque de la fraternidad. Con la ayuda de los inesperados refuerzos, el chico parecía más decidido que nunca. Y Tinker sonreía de oreja a oreja.

Cuando Eve y yo llegamos a casa, ya eran casi las dos. La pensión solía cerrar sus puertas a medianoche, pero el toque de queda se había ampliado para las fiestas. Era una libertad de la que pocas chicas se habían aprovechado. Encontramos la sala de estar vacía y triste. Había restos de virginal confeti y vasos de sidra sin terminar en todas las mesitas. Cruzamos una mirada de engreimiento y subimos a nuestra habitación.

Las dos permanecíamos en silencio, dejando que perdurase el aura de nuestra buena fortuna. Eve se quitó el vestido y fue al cuarto de baño. Las dos compartíamos la misma cama, y Eve tenía la costumbre de abrir el embozo y doblarlo, como si estuviéramos en un hotel. Aunque siempre me había parecido un preparativo absurdo e innecesario, por una vez lo hice en lugar de ella. Luego saqué la caja de puros de mi cajón de la ropa interior para guardar la calderilla que no había gastado, tal como me habían enseñado.

Pero, cuando metí la mano en el bolsillo del abrigo en busca del monedero, palpé algo liso y pesado. Un tanto perpleja, lo saqué y vi que era el encendedor de Tinker. Entonces recordé que —en un gesto más propio de Eve— lo había tomado de su mano para encenderme el segundo cigarrillo. Fue más o menos en el momento en que el Año Nuevo había empezado a cantar.

Me senté en la butaca marrón de mi padre, el único mueble de mi propiedad. Abrí la tapa del mechero e hice girar la piedra. La llama brotó oscilante, despidiendo su aroma a queroseno antes de que la apagase con un chasquido.

El encendedor tenía un peso agradable y un aspecto terso y desgastado, como pulido por un millar de gestos caballerosos. Y las iniciales de Tinker, que recordaban las letras de Tiffany, estaban grabadas con tal primor que se podía seguir el trazo con la uña sin miedo a desviarse. Pero no era la única inscripción que tenía. Debajo de las iniciales, con mano inexperta habían grabado:

T. G. R.

1910-¿?

2

El sol, la luna y las estrellas

A la mañana siguiente, le entregamos al portero del Beresford una nota sin firma dirigida a Tinker:

Si quieres volver a ver tu encendedor con vida, te reunirás con nosotras en la esquina de la Treinta y cuatro y la Tercera a las 18.42. Y vendrás solo.

Calculé que las probabilidades de que se presentase eran del cincuenta por ciento. Eve las estableció en un ciento diez por ciento. Cuando se apeó del taxi, estábamos esperando, vestidas con gabardina, a la sombra del ferrocarril elevado. Él llevaba una camisa vaquera y un abrigo de lana.

—Arriba las manos, forastero —dije, y las levantó.

—¿Qué tal llevas hoy la rutina? —preguntó Eve.

—Bueno, me he despertado a la hora habitual. Y después de mi habitual partido de squash he tomado mi almuerzo habitual...

—La mayoría de la gente lo intenta hasta la segunda semana de enero.

—Igual es que tardo en empezar, ¿no?

—Igual es que necesitas ayuda.

—Ah, necesito ayuda, desde luego.

Le vendamos los ojos con un pañuelo azul marino y lo llevamos en dirección oeste. Como el buen muchacho que era, no alargó las manos como si acabara de quedarse ciego. Se sometió a nuestra voluntad y lo condujimos entre la gente.

Empezó a nevar otra vez. Eran de esos copos grandes y bien separados unos de otros que descienden lentamente y de vez en cuando se te prenden al pelo.

—¿Nieva? —dijo.

—Nada de preguntas.

Cruzamos Park Avenue, Madison, la Quinta. Nuestros conciudadanos neoyorquinos pasaban rozándonos con aguerrida indiferencia. Cuando cruzamos la Sexta Avenida alcanzamos a ver la marquesina de más de cinco metros de altura del teatro Capitol, que refulgía sobre la calle Treinta y cuatro. Era como si la proa de un transatlántico hubiese atravesado la fachada del edificio. El numeroso público de la primera sesión se apresuraba a entrar a causa del frío. Todo el mundo parecía alegre y relajado, con esa satisfacción cansada típica de la primera noche del año. Tinker oyó sus voces.

—¿Adónde vamos, chicas?

—Silencio —le advertimos, y doblamos por una callejuela.

Unas ratas grises, temerosas de la nieve, se escabulleron entre las latas de tabaco. Por encima de nuestras cabezas, las escaleras de incendios trepaban como libélulas por los muros de los edificios. La única luz procedía de una lamparita roja encendida sobre el dintel de la salida de emergencia del cine. Pasamos por delante y ocupamos nuestra posición detrás de un cubo de basura.

Le quité la venda a Tinker a la vez que me llevaba un dedo a los labios para que guardase silencio.

Eve se metió la mano por debajo de la blusa y sacó un viejo sujetador negro. Nos dirigió una sonrisa radiante y un guiño. Luego regresó con sigilo por la callejuela hasta donde el último tramo de la escalera de incendios estaba suspendido en el aire. De puntillas, enganchó un extremo del sostén al peldaño inferior.

Regresó y aguardamos.

Las siete menos diez.

Las siete.

Las siete y diez.

La salida de emergencia se abrió con un chirrido.

Un acomodador de mediana edad con uniforme rojo salió como si huyese de la película que ya había visto un millar de veces. Bajo la nieve, parecía un soldado de madera de Elcascanueces que hubiera perdido el gorro. Al tiempo que cerraba la puerta con tiento, introdujo un programa entre la hoja y el marco para que no se cerrase del todo. La nieve caía entre la escalera de incendios y se posaba en sus charreteras falsas. Apoyado contra la puerta, el acomodador cogió un pitillo que llevaba detrás de la oreja, lo encendió y lanzó el humo con la sonrisa de un filósofo bien alimentado.

Le llevó tres caladas reparar en el sujetador. Lo examinó un instante desde una distancia prudencial, luego lanzó el cigarrillo contra la pared de la callejuela, se acercó a la prenda y ladeó la cabeza como si pretendiera leer la etiqueta. Miró a derecha e izquierda. Liberó cautelosamente el sujetador de donde estaba enganchado y lo sostuvo entre las manos. A continuación, se lo llevó a la cara.

Nos colamos por la puerta teniendo buen cuidado de que el programa volviera a quedar en la ranura.

Como siempre, nos agachamos y pasamos por debajo de la pantalla. Ascendimos por el pasillo contrario con el parpadeante noticiario a nuestras espaldas. Roosevelt y Hitler se turnaban saludando con la mano desde sendos descapotables negros. Salimos al vestíbulo, subimos por las escaleras y franqueamos la puerta del anfiteatro. En la oscuridad, nos abrimos paso hasta la fila más alta.

A Tinker y a mí nos entró la risa tonta.

—Chist —dijo Eve.

Al entrar en el anfiteatro, Tinker había sostenido la puerta y Eve había entrado en primer lugar. Así que acabamos sentados Eve en un lado, yo en el medio y Tinker junto al pasillo. Eve me dirigió una mirada de irritación, como si yo lo hubiera hecho aposta.

—¿Hacéis esto a menudo? —preguntó Tinker en voz baja.

—Siempre que se nos presenta la oportunidad —respondió Eve.

—¡Chist! —soltó un desconocido, más contundente, al tiempo que la pantalla se quedaba en negro.

Por toda la sala, los encendedores lanzaban destellos igual que luciérnagas. Entonces se iluminó la pantalla y empezó la película.

Era Un día en las carreras. Al más puro estilo de los hermanos Marx, los personajes sofisticados y estirados aparecían enseguida, estableciendo una sensación de decoro que el público aguantaba por cortesía. Pero al entrar en escena Groucho, la gente se erguía en sus asientos y aplaudía como si estuviese ante un famoso actor shakespeariano que regresara a las tablas tras retirarse prematuramente.

Mientras transcurría la primera bobina, abrí una cajita de gominolas y Eve sacó una pinta de whisky de centeno. Para convidar a Tinker había que agitar la cajita a fin de captar su atención.

La pinta circuló entre los tres. Una vez vacía, Tinker hizo una contribución propia: una petaca de plata con funda de cuero. Cuando la tuve en las manos, palpé las iniciales T. G. R. repujadas en el cuero.

Los tres empezamos a achisparnos y nos reíamos como si fuera la película más divertida del mundo. En la escena en que Groucho somete a un reconocimiento físico a la dama, Tinker tuvo que enjugarse las lágrimas.

En un momento dado, me entraron tantas ganas de ir al lavabo que no pude demorarlo. Me abrí paso a codazos hacia el pasillo y bajé a toda prisa las escaleras hasta el servicio de mujeres. Oriné sin sentarme en el retrete y escatimé la propina a la mujer que vigilaba la puerta. A mi regreso, no me había perdido más que una escena, pero ahora Tinker estaba sentado en el medio. No me costó trabajo imaginar cómo había ocurrido.

Me dejé caer en su butaca pensando que, si no me andaba con cuidado, me arrepentiría..

No obstante, si las jovencitas están avezadas en las artes de la venganza menor, el universo tiene su propia noción del ojo por ojo, pues mientras Eve reía al oído de Tinker, yo me vi envuelta en el abrazo de su abrigo de lana. El forro era tan grueso como el pellejo de una oveja y seguía conservando el calor de Tinker. La nieve se había derretido en el cuello levantado y el olor almizcleño a lana húmeda se mezclaba con una insinuación de jabón de afeitar.

Al ver a Tinker por primera vez con ese abrigo me había parecido que formaba parte de cierta pose: un hombre nacido y criado en Nueva Inglaterra vestido como el héroe de una película de John Ford. Pero el olor de la lana húmeda de nieve le otorgó más autenticidad. De pronto podía imaginarme a Tinker a lomos de un caballo en alguna parte: en la linde de una arboleda bajo un cielo imponente, en el rancho de su compañero de habitación de la universidad, donde tal vez cazaban ciervos con rifles antiguos y perros cuyo pedigrí era mejor que el mío.

Una vez terminada la película, salimos por la puerta principal junto con todos los ciudadanos respetables. Eve empezó a bailar como los negros en el gran número musical del filme. La cogí de la mano y nos contoneamos juntas al son de la música en perfecta sincronía. Tinker estaba fascinado, aunque no había motivo para ello. Aprender pasos de baile era el triste objetivo de los sábados por la noche de todas las chicas de América que vivían en pensiones.

Lo tomamos de la mano y él improvisó unos pasos. Entonces Eve echó a correr dando brincos por la calle a fin de parar un taxi. Subimos tras ella.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tinker.

Sin responder, Eve indicó la esquina de Essex y Delancey.

Naturalmente. Nos llevaba a Chernoff’s.

Aunque el taxista había oído a Eve, Tinker repitió las señas:

—Essex con Delancey, chófer.

El hombre metió la marcha y Broadway empezó a discurrir ante nuestras ventanillas como si retiraran una ristra de luces de un árbol de Navidad.

Chernoff’s era un antiguo garito clandestino regentado por un judío ucraniano que había emigrado poco después de que acribillaran a tiros en la nieve a los Romanov. Estaba ubicado debajo de la cocina de un restaurante kosher y, aunque era popular entre los gángsters rusos, también era un lugar de cita para refugiados políticos de Rusia, unos y otros rivalizaban entre sí. Una noche cualquiera era posible encontrar a las dos facciones acampadas a los lados de la pequeña pista de baile. A la izquierda estaban los trotskistas con barba de chivo planeando la caída del capitalismo, y a la derecha la rama zarista con patillas de hacha, soñando con el Hermitage. Al igual que el resto de las tribus en guerra de todo el mundo, esas dos habían llegado a Nueva York y se habían instalado una junto a la otra. Vivían en los mismos barrios y frecuentaban los mismos cafés minúsculos donde podían vigilarse mutuamente. En semejante proximidad, el tiempo reafirmaba despacio sus sentimientos a la vez que debilitaba su resolución.

Nos apeamos del taxi y fuimos a pie hacia Essex, pasando por el ventanal generosamente iluminado del restaurante. Luego doblamos por la callejuela que llevaba hasta la puerta de la cocina.

—Otra callejuela —comentó Tinker de buen ánimo.

Dejamos atrás un cubo de basura.

—¡Otro cubo!

Al cabo de la callejuela había dos judíos con barba vestidos de negro, reflexionando sobre los tiempos modernos. No nos hicieron ningún caso. Eve abrió la puerta de la cocina y pasamos junto a dos chinos que bregaban envueltos en vapor ante enormes fregaderos. Tampoco nos hicieron caso. Justo al otro lado de unos calderos hirvientes llenos de coles, un estrecho tramo de escalera conducía hasta un sótano donde había una cámara frigorífica de grandes dimensiones. Habían tirado tantas veces del asa de latón de la gruesa puerta de roble que había adquirido un tono dorado suave y luminiscente, como el pie de un santo en la puerta de una catedral. Eve tiró del asa y entramos entre serrín y bloques de hielo. Al fondo, una puerta falsa se abría a un club nocturno en el que había una barra de tono cobrizo y taburetes de cuero rojo.

Quiso la suerte que un grupo estuviera marchándose en ese instante, y un camarero nos condujo rápidamente a un pequeño reservado en el lado zarista de la pista de baile. Los camareros de Chernoff’s nunca preguntaban qué quería el cliente. Se limitaban a plantar en la mesa platos de pierogi, arenque y lengua. En medio ponían vasitos y una vieja botella de vino llena de vodka que, pese a la derogación de la Ley Seca, seguía destilándose en una bañera. Tinker sirvió tres vasos.

—Juro que uno de estos días voy a encontrar la fe en Jesucristo —dijo Eve, y vació el suyo de un trago. Luego se disculpó y fue al tocador.

En el escenario, un solitario cosaco se acompañaba diestramente con la balalaica. Entonaba una antigua canción sobre un caballo que regresa de la guerra sin su jinete. Cuando se acerca al pueblo natal del soldado, reconoce el olor de los tilos, el suave roce de las margaritas, el tañer del martillo del herrero. Aunque la letra estaba bastante mal traducida, el cosaco interpretaba el tema con ese sentimiento que sólo puede transmitir un expatriado. Hasta Tinker pareció nostálgico de súbito, como si la canción describiera un país que también él se había visto obligado a abandonar.

Una vez terminada la canción, los espectadores respondieron con aplausos sinceros y sobrios, como los que se dedican a un discurso hermoso pero sin pretensiones. El cosaco hizo una reverencia y salió del escenario.

Tras mirar alrededor con aire de admiración, Tinker comentó que a su hermano le encantaría ese lugar y que deberíamos volver todos juntos.

—¿Crees que nos caería bien?

—Creo que a ti te caería especialmente bien. Haríais buenas migas enseguida —respondió Tinker, y luego guardó silencio, haciendo girar el vasito vacío entre las manos.

Me pregunté si estaría absorto en pensamientos relacionados con su hermano o seguiría bajo el hechizo de la canción del cosaco.

—Tú no tienes hermanos, ¿verdad? —me preguntó, a la vez que dejaba el vasito.

La observación me pilló por sorpresa.

—¿Por qué? ¿Te parezco mimada?

—¡No! En todo caso lo contrario. Igual es que das la impresión de que te encontrarías cómoda si estuvieras sola.

—¿A ti no te ocurre eso?

—Antes sí, me parece. Pero he perdido la costumbre. Hoy en día, si me quedo en mi apartamento sin nada que hacer, me encuentro preguntándome quién estará en la ciudad.

—Yo, que vivo en un gallinero, tengo el problema contrario. Para estar sola he de salir.

—¿Adónde vas?

—¿Adónde voy cuándo?

—Cuando quieres estar sola.

En un lateral del escenario, los miembros de una pequeña orquesta habían empezado a disponer sus sillas y afinar los instrumentos. Eve, que había salido del pasillo del fondo, se acercaba a nosotros entre las mesas.

—Aquí está —dije, al tiempo que me levantaba para que volviera a sentarse en el taburete entre nosotros.

La comida de Chernoff’s estaba fría, el vodka sabía a medicina y el servicio se comportaba con modales bruscos. Pero nadie iba a Chernoff’s por la comida, el vodka ni el servicio. Iban por el espectáculo.

Poco antes de las diez, la orquesta empezó a interpretar una melodía con sabor marcadamente ruso. Un foco se abrió paso entre el humo e iluminó, a la derecha del escenario, a una pareja de mediana edad, ella con traje de campesina rusa y él con uno de recluta. El recluta se volvió hacia la campesina y le cantó a cappella cómo debería recordarlo: por sus tiernos besos y sus pasos nocturnos, y por las manzanas de otoño que había robado en el huerto del abuelo de ella. El recluta llevaba más colorete en las mejillas que la campesina, y la casaca, a la que le faltaba un botón, le iba una talla pequeña.

No, respondió ella, no te recordaré por esas cosas.

El recluta se arrodilló con desesperación y la campesina le acercó la cabeza a su vientre, con lo que el colorete le manchó la blusa de rojo. No, cantó la chica, no te recordaré por esas cosas sino por el latido que oyes en mi vientre.

Teniendo en cuenta lo poco adecuados que eran los artistas para el papel que representaban y la forma chapucera en que iban maquillados, la producción casi habría resultado risible de no ser por los hombres hechos y derechos que lloraban en primera fila.

Cuando hubo terminado, el dúo se inclinó tres veces para agradecer los encendidos aplausos y a continuación cedió el escenario a un grupo de jóvenes bailarinas ligeras de ropa y con sombreros de cebellina negros. Era un homenaje a Cole Porter. Abrieron con Anything Goes y luego acometieron un par de éxitos retocados, incluido It’s Delightful, It’s Delicious, It’s Delancey.

De pronto la música cesó y las bailarinas se quedaron inmóviles. Se apagaron las luces. El público contuvo la respiración.

Cuando el foco volvió a encenderse, permitió ver a las bailarinas en formación y a los dos intérpretes de mediana edad en el centro del escenario, él con sombrero de copa y ella con vestido de lentejuelas. El hombre dirigió el bastón hacia la orquesta y, con marcado acento ruso, exclamó:

—¡Adielante!

Y todos terminaron cantando I Get a Kick Out of You con ese mismo acento.

La primera vez que llevé a Eve a Chernoff’s le pareció horrendo. No le gustó la calle Delancey ni la entrada por la callejuela ni los chinos en los fregaderos. No le gustó la clientela, con tanto pelo en la cara y tanta política. Ni siquiera le gustó el espectáculo. Pero le fue tomando cariño, y mucho. Acabó encantándole la fusión de oropel y las historias sensibleras. Le encantaban las coristas dentudas y el sentimiento que se ponía en los números. Le encantaban los revolucionarios y contrarrevolucionarios nostálgicos que derramaban lágrimas codo con codo. Incluso aprendió alguna que otra canción lo bastante bien para cantarla a coro cuando tomaba una copa de más. Para ella, creo que una velada en Chernoff’s llegó a ser algo parecido a enviar el dinero de su padre de vuelta a Indiana.

Y si la intención de Eve había sido sorprender a Tinker permitiéndole atisbar una Nueva York insólita, estaba dando resultado. Pues cuando la nostalgia desarraigada de la canción del cosaco fue desechada para dar paso al despreocupado ingenio lírico de Cole Porter y las piernas largas, las falditas cortas y los sueños todavía incumplidos de las bailarinas, Tinker empezó a parecer un niño al que le hubieran permitido acceder al local sin entrada el día del estreno.

Cuando decidimos dar por concluida la velada, pagamos Eve y yo. Naturalmente, Tinker puso reparos, pero insistimos.

—De acuerdo —dijo a la vez que se guardaba el billetero—. Pero el viernes invito yo.

—Te tomamos la palabra —dijo Eve—. ¿Cómo debemos vestirnos?

—Como os apetezca.

—¿Elegantes, más elegantes o elegantísimas?

Tinker sonrió.

—Vamos a probar con elegantísimas.

Mientras ellos esperaban a que nos trajeran los abrigos, me disculpé y fui al tocador. Estaba lleno a rebosar con las emperifolladas chicas de los gángsters. En una fila de tres en fondo ante el lavabo, lucían tantas prendas de piel falsa y maquillaje como las coristas y tenían más o menos las mismas posibilidades que éstas de triunfar en Hollywood.

De regreso, me topé con el mismísimo Chernoff, que estaba al final del pasillo observando a la clientela.

—Hola, Cenicienta —dijo en ruso—. Estás superlativa.

—Debe de ser la mala iluminación.

—Tengo buena vista. —Asintió con la cabeza en dirección a nuestra mesa, donde Eve parecía estar convenciendo a Tinker de que tomase un último trago con ella.

—¿De quién es el joven? ¿Tuyo o de tu amiga?

—Un poco de las dos.

Chernoff sonrió. Tenía dos dientes de oro.

—Eso no funciona durante mucho tiempo, cariño.

—Eso lo dirá usted.

—Eso lo dicen el sol, la luna y las estrellas.