Es inevitable preguntarse qué le pasa por la cabeza a un hombre como Micah Mortimer. Vive solo; es reservado; su rutina está grabada en piedra. Todas las mañanas a las siete y cuarto se le ve salir a correr. Alrededor de las diez o las diez y media pega el cartel magnético de TECNOERMITAÑO en el techo de su Kia. Las horas a las que sale para atender llamadas varían, pero no hay prácticamente ni un solo día en el que los clientes no requieran sus servicios. Por las tardes, siempre lo vemos haciendo arreglos en el edificio donde vive; hace doblete como hombre de mantenimiento. A veces barre el camino de entrada, otras sacude el felpudo o charla con un fontanero. Los lunes por la noche, la víspera del día de recogida de residuos generales, acerca los cubos de basura a la calleja; los miércoles por la noche, los cubos de reciclaje. A las diez de la noche, más o menos, las tres ventanas entrecerradas del sótano se oscurecen. (Sí, su piso está en el sótano. No debe de ser muy alegre.)
Es un hombre alto y huesudo de cuarenta y pocos años, con una postura corporal no muy buena: la cabeza levemente inclinada hacia delante, los hombros algo caídos. El pelo negro azabache, aunque cuando pasa un día sin afeitarse el bigote empieza a salirle canoso. Ojos azules, cejas pobladas, hoyuelos en las mejillas. Una boca de aspecto reprimido. Siempre con el mismo atuendo: vaqueros y una camiseta o una sudadera, según la estación del año, con una cazadora de cuero marrón bastante gastada cuando hace frío de verdad. Zapatos marrones de puntera redondeada muy usados y modestos, como los zapatos de los escolares. Incluso sus zapatillas de deporte son anodinas y viejas, de un blanco sucio (nada de rayas fosforescentes ni de suelas rellenas de gel ni esas pijadas que les gustan a tantos corredores), y los pantalones que lleva para correr son en realidad vaqueros cortados por encima de la rodilla.
Tiene novia, pero, al parecer, llevan vidas bastante independientes. De vez en cuando la vemos encaminándose a la puerta de atrás con una bolsa de comida para llevar; los vemos montarse en el Kia una mañana de fin de semana, entonces sin el cartel de TECNOERMITAÑO. Él da la impresión de no tener amigos. Es cordial con los vecinos, pero nada más. Lo saludan cuando se lo encuentran, y él les devuelve el saludo con un gesto de la cabeza y levanta la mano, a menudo sin molestarse en abrir la boca. Nadie sabe si tiene familia.
El edificio está en Govans, es un pequeño cubo de ladrillo de tres plantas de York Road, en la zona norte de Baltimore, con un local especializado en truchas a la derecha y una tienda de ropa de segunda mano a la izquierda. Un aparcamiento minúsculo detrás. Parcelas de césped también minúsculas delante. Un porche discordante (en realidad, es poco más que una entrada de losas de hormigón) con un astillado balancín de madera en el que nunca se sienta nadie y una fila vertical de timbres junto a una mugrienta puerta blanca.
¿Alguna vez se para a reflexionar sobre su vida? ¿Sobre su sentido, su objetivo? ¿Le atormenta pensar que lo más probable es que pase los próximos treinta o cuarenta años de la misma manera? Nadie lo sabe. Y, casi con total seguridad, nadie se lo ha preguntado nunca.
Un lunes, hacia finales de octubre, todavía estaba desayunando cuando recibió la primera llamada. Normalmente, su mañana transcurría así: correr, ducharse y desayunar, y después limpiar un poco la casa. Detestaba que algo interrumpiera la secuencia habitual. Se sacó el teléfono del bolsillo y miró la pantalla: EMILY PRESCOTT. Una anciana; había trabajado para ella con tanta frecuencia que había grabado su teléfono en la agenda. Las ancianas eran quienes tenían los problemas más fáciles de resolver, pero también quienes hacían más preguntas irritantes. Siempre querían saber por qué.
—Pero ¿cómo ha podido pasar? —preguntaban—. Anoche cuando me fui a dormir el ordenador funcionaba bien y esta mañana se había vuelto majara. Pero ¡yo no le he hecho nada! Estaba dormida como un tronco.
—Sí, bueno, no se preocupe. Ahora ya lo tiene arreglado —contestaba él.
—Pero ¿por qué había que arreglarlo? ¿Cómo se estropeó?
—Esa pregunta no es muy práctica cuando se trata de un ordenador.
—¿Por qué no?
Por otra parte, las ancianas eran su pan de cada día; además, aquella en cuestión vivía cerca, en Homeland. Pulsó la tecla de respuesta y dijo:
—Tecnoermitaño, dígame.
—¿Señor Mortimer?
—Sí.
—Soy Emily Prescott. ¿Se acuerda de mí? Tengo una emergencia muy urgente.
—¿Qué sucede?
—Uf, ¡no consigo que el ordenador vaya a ninguna parte! ¡Se niega en redondo! ¡No quiere entrar en ninguna página web! ¡Y eso que aún veo la señal del wifi!
—¿Ha probado a reiniciar el equipo? —le preguntó.
—¿Qué es eso?
—Apagarlo y volver a encenderlo, tal como le enseñé...
—Ah, sí. «Darle un respiro», como me gusta llamarlo. —Soltó una risita nerviosa—. Sí, lo he probado. No ha funcionado.
—De acuerdo. ¿Qué le parece si me paso sobre las once?
—¿Las once en punto?
—Exacto.
—Pero quería comprarle un regalo a mi nieta por su cumpleaños, que es el miércoles, y tengo que pedirlo pronto para que me lo envíen gratis y que llegue dentro de dos días.
Micah no contestó.
—Bueno —dijo la anciana. Suspiró—. Está bien: a las once. Estaré esperándolo. ¿Recuerda la dirección?
—Sí, tranquila.
Colgó y dio otro mordisco a la tostada.
Su piso era más grande de lo que sería de esperar, teniendo en cuenta que estaba en el sótano. Un único espacio largo y abierto albergaba la sala de estar y la cocina, y luego había dos dormitorios separados, algo pequeños, y un cuarto de baño. El techo tenía una altura aceptable y el suelo era de baldosas de vinilo no demasiado chabacanas y de un tono marfil jaspeado. Había una única alfombra beis delante del sofá. Las minúsculas ventanas cercanas al techo no ofrecían muchas vistas, pero siempre informaban de si hacía sol (como ese día, por ejemplo), y ahora que los árboles habían empezado a perder las hojas, Micah veía algunas secas acumuladas alrededor de los arbustos de azalea. Más tarde las quitaría con el rastrillo.
Se terminó el café, deslizó la silla hacia atrás, se levantó y llevó los platos al fregadero. Tenía su propio método: dejaba los platos en remojo mientras limpiaba la mesa y la encimera, guardaba la mantequilla, pasaba la aspiradora por debajo de la silla por si se le había caído alguna miga. El día fijado para la aspiradora era el viernes, pero entretanto le gustaba tener las cosas impolutas.
El lunes era el día de fregar el suelo: el de la cocina y el del baño. «La temida hoga de fgegag», dijo mientras vertía agua caliente en un cubo. Solía hablar consigo mismo mientras trabajaba, casi siempre poniendo algún acento extranjero. Ese día se decidió por el alemán, o tal vez el ruso. «Fgegag todos los suelos.» No se molestó en aspirar antes el baño, porque no hacía falta; el suelo continuaba prístino de la semana anterior. La teoría personal de Micah era que si alguien percibía la diferencia después de limpiar (la mesita de centro de repente brillante, la alfombra de repente sin una sola pelusa) era porque había esperado demasiado para hacerlo.
Micah se enorgullecía de lo bien que llevaba las tareas domésticas.
Cuando hubo terminado de fregar, vació el agua del cubo en el lavadero del cuarto de la colada. Apoyó la fregona contra el calentador. Después regresó a su piso y repasó la sala de estar: dobló la manta del sofá, tiró un par de latas de cerveza y esponjó los cojines para que recuperasen su forma. Tenía poco mobiliario: únicamente el sofá, la mesita y un sillón reclinable de vinilo, muy feo y marrón. Todo estaba ya en el apartamento cuando se mudó; solo había añadido una funcional estantería metálica para sus revistas de tecnología y los manuales. Cuando le apetecía leer otra cosa (casi siempre novelas de misterio y biografías) iba a un punto de intercambio gratuito de libros, que devolvía en cuanto los terminaba. De lo contrario, habría tenido que comprar más estanterías.
Para entonces ya se había secado el suelo de la cocina y Micah se dispuso a fregar los platos del desayuno, secarlos y guardarlos. (Algunas personas dejaban que se secaran al aire, pero Micah detestaba el aspecto desordenado de los platos en el escurridor.) Luego se puso las gafas —unas gafas de lejos sin montura para conducir—, cogió el cartel magnético que pegaba en el coche y la bolsa del material y salió por la puerta de atrás.
Su puerta estaba en la parte posterior del edificio, al final de un tramo de peldaños de hormigón que daban al aparcamiento. Al llegar al último escalón, se detuvo para ver qué tiempo hacía: más calor que cuando había salido a correr, la brisa había cesado. Había hecho bien en no coger la cazadora. Fijó el imán de TECNOERMITAÑO al coche y luego se deslizó dentro, encendió el motor y saludó con la mano a Ed Allen, que caminaba con pasos pesados hacia su furgoneta con la fiambrera en la mano.
Cuando Micah se ponía al volante, le gustaba fingir que lo evaluaba un sistema de vigilancia que lo veía todo. El «dios del tráfico», lo llamaba. El dios del tráfico se desplegaba en una flota de hombres en mangas de camisa con viseras verdes que solían comentar entre sí lo perfecta que era la conducción de Micah. «Fijaos en cómo enciende el intermitente para girar, aunque no tenga a nadie detrás», decían. Micah siempre utilizaba el intermitente, siempre siempre. Incluso cuando aparcaba en su casa. Al acelerar, se imaginaba un huevo debajo del pedal del acelerador, tal como le habían enseñado; al frenar, lo hacía tan despacio que, cuando el vehículo se paraba del todo, el cambio era casi imperceptible. Y cada vez que otro conductor decidía en el último momento que tenía que cambiarse al carril por el que iba Micah, no cabía duda: él aminoraba la marcha y levantaba la mano izquierda en un cortés gesto que indicaba: «Usted primero». «¿Lo habéis visto? —se decían unos a otros los empleados del dios del tráfico—. Este hombre tiene unos modales impecables.»
Por lo menos así combatía algo del tedio.
Se incorporó a Tenleydale Road y aparcó en paralelo a la acera. Pero, justo cuando iba a recoger la bolsa, sonó el teléfono. Lo sacó del bolsillo y se subió las gafas a la frente para leer bien lo que ponía en la pantalla. CASSIA SLADE. Qué raro. Cass era su compañera (se negaba a llamar «novia» a alguien de treinta y muchos), pero no tenían por costumbre hablar a esa hora. Debería estar en el trabajo, sumergida hasta las rodillas entre alumnos de cuarto de primaria. Pulsó la tecla de respuesta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Me van a echar.
—¿Qué?
—Me van a echar del piso.
Cass tenía una voz grave y armoniosa que Micah consideraba adecuada, pero que en ese instante traslucía un dejo de tirantez.
—¿Cómo es posible que te echen? —le preguntó—. El contrato de alquiler ni siquiera está a tu nombre.
—No, pero Nan ha venido a verme esta mañana sin previo aviso —contestó. Nan era la auténtica arrendataria. Ahora vivía con su novio en un bloque de pisos cerca del puerto, pero nunca había renunciado al apartamento, algo que Micah podía entender, aunque Cass no pudiera. (Siempre hay que dejar alguna vía de escape.)—. Llamó al timbre como si nada, sin avisar —insistió Cass—, así que no he tenido tiempo de esconder al gato.
—Ah, el gato —dijo Micah.
—Confiaba en que no asomara la cabeza. He intentado taparle la vista a Nan a toda costa y confiaba en que no quisiera pasar, pero me ha dicho: «Solo he venido para recoger mi... ¿Qué es eso?». Y resulta que estaba mirando detrás de mí hacia Bigotes, que espiaba desde la puerta de la cocina, sin inmutarse, cuando normalmente, ya sabes cómo es Bigotes, no soporta a los desconocidos. He tratado de decirle que no era mi intención tener un gato. Le he explicado que me lo encontré en la ventana de delante. Pero Nan me ha dicho: «Creo que no lo pillas; ya sabes que tengo una alergia mortal. Basta con que entre en una habitación que haya cruzado un gato un mes antes, basta con que encuentre un único pelo de gato, abandonado debajo de una alfombra, y yo... ¡Ay, Dios mío, ya noto que se me cierra la garganta!». Y entonces ha salido pitando al descansillo y me ha disuadido con la mano cuando he intentado seguirla. «¡Espera!», le he dicho. Pero me ha contestado: «Ya hablaremos», y ya sabes lo que significa eso.
—No, no sé lo que significa eso —contestó Micah—. No pasa nada, te llamará esta noche y te soltará un sermón, tú le pedirás disculpas y fin de la historia. Aunque supongo que tendrás que deshacerte de Bigotes.
—¡No puedo deshacerme de Bigotes! Ahora que ha empezado a sentirse como en casa...
Micah consideraba a Cass una mujer en esencia bastante sensata, pero aquel tema del gato lo desconcertaba.
—Mira —le advirtió—, te estás precipitando. Lo único que te ha dicho es que ya hablaréis.
—¿Y adónde voy a mudarme? —preguntó Cass.
—Nadie ha dicho nada de mudarse.
—De momento... —replicó ella.
—Bueno, espera hasta que Nan te lo diga para empezar a hacer las maletas, ¿me oyes?
—Y no es tan fácil encontrar un lugar en el que acepten mascotas —siguió Cass, como si él no hubiera dicho nada—. ¿Y si termino siendo una sintecho?
—Cass. Hay cientos de personas con mascotas que viven por todo Baltimore. Encontrarás otro piso, confía en mí.
Se produjo un silencio. Micah distinguió las voces infantiles al otro lado de la línea, pero sonaban lejanas. Cass debía de estar en el patio; Micah supuso que era la hora del recreo.
—¿Cass?
—Bueno, gracias por escucharme —dijo ella con brusquedad, y colgó.
Micah se quedó mirando la pantalla un instante antes de ponerse bien las gafas y guardar el móvil.
—¿Soy la gallina vieja más tonta de todas sus clientas? —le preguntó la señora Prescott.
—No, qué va —repuso él con sinceridad—. Ni siquiera está entre las diez primeras.
A Micah le hizo gracia que usara esa expresión, porque en realidad se parecía un poco a una gallina. Tenía la cabeza pequeña y redonda y un único montículo mullido que iba del pecho a la barriga por encima de unas piernas finas como palillos. Incluso dentro de su casa llevaba tacones, que conferían cierto aire ridículo a sus pasos.
Micah estaba sentado en el suelo, debajo del escritorio, que era un inmenso mueble antiguo de tapa corrediza con un espacio de trabajo sorprendentemente escaso. (Las personas ponían el ordenador en los lugares más rocambolescos. Era como si no acabaran de captar que ya no escribían con pluma estilográfica.) Micah había desenchufado dos de los cables de la maraña que había pegada al protector de sobretensión (un cable con la etiqueta MÓDEM y otro con la etiqueta RÚTER, ambas palabras escritas en mayúscula de su puño y letra) y estaba observando la manecilla del segundero de su reloj de pulsera.
—Muy bien —dijo al fin.
Volvió a enchufar el cable del módem y miró de nuevo el segundero.
—¿Sabe una cosa? Mi amiga Glynda... Creo que no la conoce —dijo la señora Prescott—, pero no paro de decirle que debería ponerse en contacto con usted. ¡Tiene miedo del ordenador! Solo lo utiliza para mandar correos electrónicos. No quiere darle ninguna información al aparato, o eso dice. Yo le hablé del librito que escribió usted.
—Ajá —dijo Micah.
Su libro se titulaba Primero, enchúfalo. Era uno de los títulos que más habían vendido de Woolcott Publishing, pero claro, Woolcott era una editorial estrictamente local y Micah no tenía la esperanza de hacerse rico con aquel libro.
Enchufó de nuevo el cable del rúter y se dispuso a salir de debajo del escritorio, tarea nada fácil.
—Esta es la parte más complicada de mi trabajo —le dijo a la señora Prescott mientras se esforzaba por ponerse de rodillas.
Se agarró del escritorio para acabar de incorporarse.
—Bah, bobadas, es usted demasiado joven para decir esas cosas —respondió la señora Prescott.
—¡Joven! Este año cumplo cuarenta y cuatro.
—Por eso mismo... —dijo la señora Prescott. Y añadió—: Le conté a Glynda que a veces da clases, pero ella se empeña en que seguro que se olvidaría de todo lo que le enseñara al cabo de dos minutos.
—Su amiga tiene razón —dijo Micah—. Es mejor que compre el libro y no se complique más.
—Pero las clases son mucho más... ¡Ay! ¡Mire!
La anciana observaba la pantalla del ordenador con las manos juntas bajo la barbilla.
—¡Amazon! —exclamó con voz emocionada.
—Ya. A ver, ¿se ha fijado en lo que he hecho?
—Bueno, eh... En realidad, no.
—He apagado el ordenador, he desenchufado el cable del módem, luego he desenchufado el del rúter. ¿Ve las etiquetas que les puse?
—Ay, señor Mortimer, ¡jamás me acordaré de todo!
—No se preocupe —contestó Micah.
Alargó la mano para coger el portapapeles que había dejado encima del escritorio de la anciana y se preparó para hacerle la factura.
—Estaba pensando en comprarle a mi nieta una muñeca afroamericana —dijo la señora Prescott—. ¿Qué le parece?
—¿Su nieta es afroamericana?
—¿Por qué lo pregunta? No.
—Entonces me parece que sería un poco raro —respondió Micah.
—¡Ay, señor Mortimer! ¡Confío en que no!
Micah arrancó la copia de la factura y se la entregó a la clienta.
—Me siento mal por cobrarle, teniendo en cuenta la ridiculez de trabajo que he hecho.
—¡Vamos, por favor! No hable así —dijo la anciana—. ¡Me ha salvado la vida! Debería pagarle el triple.
Y se fue a buscar el talonario de cheques.
El caso era que, tal como reflexionó Micah mientras volvía a casa, aunque le hubiera pagado el triple, apenas se ganaría la vida con su trabajo. Por otra parte, la actividad le gustaba y, al menos, era su propio jefe. No le gustaba demasiado que la gente fuera dándole órdenes.
En otro tiempo había habido muchas expectativas puestas en su futuro. Había sido el primero de su familia en ir a la universidad; su padre se dedicaba a podar árboles para la compañía de gas y electricidad de Baltimore y su madre servía mesas, igual que sus cuatro hermanas hasta el presente. Habían considerado a Micah su estrella de la buena suerte. Hasta que dejó de brillar. Para empezar, había tenido que aceptar toda clase de trabajos estrambóticos a fin de costearse la beca parcial, lo que había vuelto muy difícil seguir los estudios. Y, lo más importante: la universidad no era como se la imaginaba. Él pensaba que sería un lugar que le daría todas las respuestas, que le proporcionaría una única y sucinta Teoría de Todo para organizar su mundo, pero en cambio parecía una extensión del instituto: los mismos profesores delante de la clase repitiendo las mismas cosas una y otra vez, los mismos estudiantes bostezando o moviéndose inquietos o cuchicheando durante las clases. Perdió el entusiasmo. Avanzó a trompicones; cambió dos veces de asignaturas troncales; acabó estudiando ciencias de la computación, lo que, por lo menos, era algo concreto: algo sí o no, blanco o negro, tan lógico y ordenado como una partida de dominó. A mitad de su último curso (al que había tardado cinco años en llegar), abandonó la carrera para montar una empresa de informática con un compañero de clase que se llamaba Deuce Baldwin. Deuce puso el dinero y Micah, el cerebro pensante: en concreto, un programa que se había inventado para clasificar y archivar correos electrónicos. Ahora esa invención sería un dinosaurio, por supuesto. El mundo había avanzado. Pero en su momento había cubierto una necesidad real, así que fue una desgracia monumental cuando Deuce resultó ser imposible de tratar. ¡Niños ricos! Eran todos iguales. Se pasaban el día pavoneándose, actuaban como si tuvieran derecho a todo. Las cosas habían ido de mal en peor, hasta acabar siendo insostenibles, y Micah se había marchado. Ni siquiera pudo llevarse el programa consigo, porque no había tenido vista para registrarlo a su nombre y poder exigir derechos sobre él.
Aparcó en su plaza y apagó el motor. Su reloj marcaba las 11.47. «Impecable», murmuró el dios del tráfico. Micah había realizado todo el trayecto sin un solo desliz, sin una sola vacilación o rectificación.
En serio, le gustaba su vida. No tenía motivos para sentirse desdichado.
Un hombre necesitaba que eliminara los virus de su ordenador y una verdulería de toda la vida quería empezar a vender online. Entre un encargo y otro, Micah revisó un interruptor de pared que fallaba en el 1.º B. En el 1.º B vivía Yolanda Palma, una mujer de fachada espectacular que debía de rondar los cincuenta con una despampanante melena de pelo oscuro y una cara arrugada y triste.
—Bueno, ¿qué novedades hay en tu vida? —le preguntó mientras Micah comprobaba el voltaje.
La vecina siempre se comportaba como si fuesen viejos amigos, algo que no eran.
—Ah, no mucho, la verdad —contestó.
Aunque bien podría no haber respondido, pues la mujer ya había retomado la palabra.
—Yo ya he vuelto a las andadas. Me he dado de alta en otra aplicación de citas y ya estoy ahí de nuevo. Hay personas que nunca aprenden, digo yo.
—¿Y qué tal va la experiencia? —le preguntó Micah.
El interruptor estaba tan muerto como el remache de una puerta.
—Bueno, anoche conocí a un tío y fuimos a tomar una copa en Swallow at the Hollow. Es inspector inmobiliario. En su perfil ponía que medía uno noventa, pero ya sabes cómo funcionan esas cosas. Y no le iría mal perder unos cuantos kilos, aunque quién soy yo para decirlo, ¿verdad? Total, resulta que lleva divorciado tres semanas y media. ¡Tres semanas y media!, como si hubiera estado contando los días, y no para bien. Como si su divorcio hubiera sido una tragedia personal. Y, por supuesto, le faltó tiempo para empezar a contarme que su exmujer era tan preciosa que podría haber sido modelo. Que llevaba vestidos de la talla treinta y seis. Que no tenía ni un solo par de zapatos que no fuera de tacón de aguja y que, por eso, los tendones de los gemelos o yo qué sé se le habían acortado y ahora siempre tenía los dedos de los pies hacia arriba. Si por la noche iba descalza al cuarto de baño, tenía que caminar de puntillas. Lo contó como si fuera una cualidad atractiva, pero lo único que podía imaginarme yo era a una mujer con una especie de pezuñas, ¿sabes a qué me refiero?
—Tendré que ir a buscar un interruptor nuevo para arreglar esto —le dijo Micah.
La mujer estaba encendiendo un cigarrillo y tuvo que soltar el humo antes de responder.
—Vale —dijo Yolanda con indiferencia, y dejó caer el mechero en el bolsillo—. Así que nos tomamos una copa y luego le digo que será mejor que me vaya a casa. «¡A casa!», exclama. Y me dice: «Yo pensaba que podríamos ir a la mía». Y alarga el brazo y me planta una mano en la rodilla y me mira a los ojos con intención. Le devuelvo la mirada. Me quedo helada. No digo ni una palabra. Al final, aparta la mano y dice: «Bueno, o igual no, supongo».
—Ja —dijo Micah.
Ya estaba recolocando la pieza del interruptor. Yolanda lo observó con mucha atención. Apartaba el humo con una mano cada vez que lo exhalaba.
—Esta noche es un dentista —le informó.
—¿Vas a intentarlo otra vez?
—Este nunca ha estado casado. No sé si eso es bueno o malo.
Micah se inclinó para guardar el destornillador en la caja de herramientas.
—Puede que tarde un par de días en ir a la ferretería —dijo.
—Aquí estaré.
Siempre estaba allí, o eso le parecía a él. No sabía qué hacía su vecina para ganarse la vida.
—¿Qué opinas? —le preguntó mientras lo acompañaba a la puerta.
Y le dirigió una sonrisa feroz y repentina que dejó al descubierto todos sus dientes, que eran grandes y de forma exageradamente cuadrada, como una doble fila de teclas de piano.
—¿Sobre qué? —preguntó Micah.
—¿Crees que un dentista daría su aprobación?
—Claro. —Aunque sospechaba que un dentista tendría algo que decir acerca de la afición a fumar de su vecina.
—Parecía muy simpático cuando me escribió —dijo ella.
Y de repente se le iluminó la cara, y sus facciones dejaron de parecer tan arrugadas.
Los lunes por la noche, Cass y él no solían quedar. Pero la última llamada que recibió aquel día fue de una consulta de podología que estaba pasada la circunvalación, y mientras conducía de regreso a casa después del servicio, se fijó en el cartel como garabateado en rojo y blanco a su izquierda, que señalaba su local favorito de carne a la barbacoa. Siguiendo un impulso, se metió en el aparcamiento y le mandó un mensaje a Cass. «¿Qué te parece si llevo algo de Andy Nelson para cenar?», le preguntó. Ella respondió al instante, lo cual significaba que ya debía de haber vuelto de trabajar. «¡Buena idea!». Así pues, Micah apagó el motor y entró a pedir.
Entre unas cosas y otras, ya pasaban de las cinco y tuvo que esperar en medio de una agobiante muchedumbre de obreros con monos de trabajo anchos y parejas jóvenes muy acarameladas, a las que se unían algunas mujeres superadísimas rodeadas de niños gritones. El olor a humo y vinagre le abrió el apetito; lo único que había comido era un sándwich de crema de cacahuete con pasas. Acabó pidiendo el doble de lo aconsejable: no solo costillas sino también berzas y patatas a la brasa y mazorcas de maíz de acompañamiento, en tal cantidad que llenó dos bolsas de plástico. Luego se pasó todo el trayecto de vuelta por la autovía atormentado por los olores que le llegaban desde el asiento trasero.
Era plena hora punta y la radio del coche advertía de las retenciones, pero Micah dejó volar la mente y apoyó las manos con tranquilidad en el volante. Le pareció que las colinas que veía a lo lejos estaban en proceso de oxidación. De la noche a la mañana, los árboles habían adoptado un difuso color anaranjado.
Cass vivía en una bocacalle de Harford Road en lo que podría confundirse con una casa unifamiliar, de tablones blancos cada vez más grisáceos y con un pequeño porche delantero. Sin embargo, en el lateral derecho del recibidor había un tramo de escalera que conducían al apartamento de su pareja, situado en la segunda planta. Al llegar al descansillo de su piso, Micah se cambió de mano una de las bolsas para llamar al timbre.
—Huele de maravilla —dijo Cass mientras lo invitaba a pasar.
Le cogió una de las bolsas y se dio la vuelta para encaminarse a la cocina.
—He tenido que ir a Cockeysville y ha sido casi como si el coche fuera solo al restaurante —le comentó Micah—. Aunque creo que he comprado demasiado.
Dejó la otra bolsa en la encimera y le dio un beso fugaz a Cass.
Ella todavía iba con la ropa de trabajo (una falda cualquiera, un jersey cualquiera, algo discreto y corriente que a Micah le parecía bien, pero en lo que en verdad no se fijaba). En general, le parecía bien el atuendo de su pareja, sinceramente. Era una mujer alta de movimientos lentos, pecho prominente y caderas anchas, con unas pantorrillas gruesas que salían de sus zapatillas negras de matrona. En el fondo, toda ella parecía una matrona, lo que en cierto modo excitaba a Micah. Daba la impresión de que hubieran dejado de atraerle las mujeres de aspecto juvenil. Cass tenía la cara ancha y apacible, y unos ojos de color verde grisáceo intenso, y el pelo trigueño le caía casi hasta los hombros, con una raya poco definida y un estilo natural. Mirarla le resultaba tranquilizador.
Ya había puesto la mesa y colocado un rollo de papel de cocina en el centro, porque unas meras servilletas no bastaban cuando se comían costillas a la barbacoa. Mientras ella abría las bolsas y sacaba la comida, Micah cogió dos latas de cerveza de la nevera. Le dio una a Cass y se sentó enfrente de ella con la otra en la mano.
—¿Qué tal te ha ido el día? —le preguntó Cass.
—Normal. ¿Y a ti?
—Bueno, aparte de que Nan se enterara de que tengo a Bigotes...
—Ah, vale —dijo Micah. Se había olvidado.
—Cuando he llegado del trabajo me había dejado un mensaje en el contestador y me insistía en que la llamara.
Micah aguardó. Cass se sirvió unas cuantas berzas y le pasó el recipiente.
—¿Y qué quería decirte? —preguntó al fin.
—Todavía no lo sé.
—¿No la has llamado?
Cass eligió tres costillas de la caja de poliestireno y apretó los labios de una manera que a Micah se le antojó obstinada. De repente tuvo una vaga idea del aspecto de su pareja cuando era niña.
—No tiene sentido posponerlo. Así no haces más que retrasar las cosas.
—Ya lo haré —dijo Cass, cortante.
Micah decidió no forzar las cosas. Se puso a morder una costilla.
Todo el tiempo que Cass pasaba despierta en su apartamento parecía ir acompañado de un tipo u otro de música, noticias o «algo» que llenara las ondas hertzianas. Por las mañanas era la emisora NPR; por las noches, la televisión, tanto si la estaba viendo como si no; y durante las comidas, un interminable hilo musical nada estridente fluía de un modo plácido desde la radio de la cocina. Micah, que valoraba mucho el silencio, lo habría apagado todo de buena gana un rato, pero entonces, poco a poco, fue tomando conciencia de una vaga sensación de irritabilidad difusa en el ambiente y finalmente se percató de lo que estaba oyendo. En ese momento dijo: «¿Podemos bajar el volumen un pelín?». Cass lo miró con resignación y alargó la mano para bajarlo. Él habría preferido que lo apagase sin más, pero supuso que era pedirle demasiado.
Cass y él llevaban juntos unos tres años y habían llegado a ese punto de la relación en que las cosas se habían más o menos asentado: habían cedido en lo que hacía falta, habían conciliado las incompatibilidades, sabían pasar por alto los defectos menores del otro. Podría decirse que habían desarrollado un sistema.
Hasta la mitad de la cena, Cass no volvió a sacar el tema de Nan.
—A ver, mira lo que tiene ella —dijo entonces. Al principio, Micah no estaba seguro de a qué se refería, pero al poco Cass añadió—: ¡Un enorme golden retriever! Bueno, vale, es el perro de su novio, pero aun así. Sería de esperar que comprendiera por qué no puedo desprenderme de Bigotes.
A Micah siempre le había parecido impropio de Cass ponerle a su gato un nombre tan cursi. ¿Por qué no uno más digno? ¿Por qué no Herman? ¿O George? Pero, por supuesto, nunca sacaba el tema.
—¿Dónde está Bigotes? —se le ocurrió preguntar.
Micah echó un vistazo por la cocina, pero no vio ni rastro del animal.
—Eso es lo más irónico —contestó Cass—. Ya sabes que siempre desaparece cuando tengo compañía. Ha sido mala pata que se le ocurriera asomar el hocico justo cua