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Edición en formato digital: marzo de 2020 © 2019, Simón Vargas Morales© 2020, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 BarcelonaPor las tipografías utilizadas:© updated 2017, Claus Eggers Sørensen, with Reserved Font Name: PlayFair DisplayThis Font Software is licensed under the SIL Open Font License, Version 1.1.© updated 2013, Patrick Wagesreiter, with Reserved Font Name: Patrick HandThis Font Software is licensed under the SIL Open Font License, Version 1.1. © 2019, Impallari Type, with Reserved Font Name: CaveatThis Font Software is licensed under the SIL Open Font License, Version 1.1.© 2020, Julia Petretta, with Reserved Font Name: Keania OneThis Font Software is licensed under the SIL Open Font License, Version 1.1. © 2019, Vernon Adams, with Reserved Font Name: OswaldThis Font Software is licensed under the SIL Open Font License, Version 1.1.Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.Elcopyrightestimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyrightal no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autoresy permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.ISBN: 978-84-204-5323-1Maquetado en PunktokomoComposición digital: Newcomlab S.L.L.www.megustaleer.com
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Para Juan y Juana, un cuento antes de irse a dormir.
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YA ES DEMASIADOTARDE
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Cuenta regresiva:14. Tokyo 1813. Mis amigos 2812. El Septimazo 5611. Ahogado en un vaso de agua 6810. Repito y Repita 749.Melodía Stereo 868.Repito y Repita. Pt. 2 1147.Axila matutina 1226.La Tía Alicia1365.Pájaros pensionados 1424.Llorar de pie duele más 1543.Ombligo1662.Igual ya es demasiado tarde 1861.A todos ustedes, queridos 226
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19Mira el reloj: 2:46 a. m. Sabe que es mala idea coger un taxi en la calle, en especial por la noche, pero su celular se descargó y necesita llegar a la casa. Acaba de salir de la oficina y prefiere pedir taxi que aguantarse a Iván, que se ofreció a llevarla, pero se la está intentando levantar. Ambos trabajan en el mismo call center y a los dos los tratan como a hormigas: los hunden cada mañana en un hueco en la tierra hasta que dejan de sentir el tiempo pasar. Por lo menos su oficina no tenía ventanas. Al final, los trabajadores salen y se dan cuen-ta de que son las 2:46 a. m. No hay horarios o, más bien, es necesario trabajar horas extra si se quiere hacer un salario medianamente decente. Se trabaja las horas que se necesiten para sobrevivir, justo como las hormi-gas. Hoy fueron dieciocho. No ve a nadie, pero siente como si alguien la estuviera observando. Mira hacia atrás: nada. A la derecha: nada. A la izquierda: nada. Se sigue dicien-do a sí misma que no hay nadie, pero no poder mirar hacia todas partes en todo momento la llena de miedo. «¿Y si está en una alcantarilla, o mirándome desde la ventana de un edi-ficio?».Seguro que así se sintió Kennedy.Tal vez está escondido detrás de un poste de luz, o a lo mejor dobló por una esquina justo antes de que ella alcanzara a verlo. Se siente sin ropa. Peor: con ropa y desnuda. Le levanta la mano al primer taxi que ve. Abre la puerta justo cuando siente cómo pequeñas gotas le caen en la cara. El carro es un modelo nuevo, está muy limpio y el conductor la saluda con una sonrisa amplia que se ve por el retrovisor.—Buenas noches, digo, buenos días —dice el taxista mientras la mira por el espejo, mete primera y pisa el acelerador.
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20Cómo le cae de mal la gente que dice eso. Es ella quien decide cuándo empieza y acaba su día.—Buenas, vamos para la calle 76e con carrera 12 este, por favor.—¿Cómo? No te oí, hay demasiado silencio —responde el conductor, aún sonriendo. Ella ya está distraída, perdida entre las calles que pasan por la ventana. Lasluces bogotanas se ven como surcos de luz desde el carro. Siempre que saletarde de la oficina se pregunta quiénes son aquellos pocos que mantienenlas luces de la casa prendidas hasta tan tarde. Nada bueno sucede despuésde las dos de la mañana. Ella procura no estar despierta a esas horas. Estanoche planea llegar derecho a la cama y ni siquiera se va a lavar los dientes.—Oye, linda… —Calle 76e con carrera 12 este —dice ella, irritada por tener que re-petir.—¡Uy! ¿Y eso qué barrio es? Yo por allá no voy mucho. Yo me muevo más por el norte.—Barrio Tokyo. Detrás de la montaña. Se va por encima de Rosales. Pasa el túnel y llega.—Uy, ¿también hay Tokyo? Barrio Egipto, Roma, Venecia, Madrid. Ya no saben qué más inventarse.—Madrid es un pueblo —dice ella mientras mira por la ventana.—Fijo también es un barrio.Bogotá siempre le ha gustado. La llama como el azúcar a las hormigas. Sabe que no es la ciudad más bonita, pero no puede evitar sentirse a gusto
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21entre sus paredes de ladrillo, el ruido y las personas y los puentes a medio hacer. Don Jiménez de Quesada, el primer conquistador en llegar a esa zona, montó la ciudad en la cima de una montaña, a la orilla de la luz, en donde hace frío todo el año y llueve todas las tardes. A todos les parece una idea pésima, pero a ella le encanta la lluvia, y el frío nunca la hahecho sufrir. Ama cada gota que cae desde las nubes contaminadas yama cómo percuten en las calles y en los techos de los edificios. Disfru-taal ver las gotas pegadas a los vidrios. De hecho, agradece que esté llo-viendo, pues el ruido es una excusa para evitar una conversación con el taxista. Desde pequeña su papá le ha dicho que se vaya, que acá no hay futuro, que Bogotá es un sifón. Cada día se convence más de eso, de que en realidad Bogotá sí funciona como sifón: todo lo que cae en ella se pier-de y nunca sale. Ella cayó desde muy pequeña, pero, después de todo, no se está tan mal en «la tenaz suramericana». Sigue mirando las luces en los edificios mientras el carro avanza. El agua resbala por las ventanas. La luz de la ciudad se confunde al pasar por las gotas pegadas al vidrio. —Linda, ¿quieres un dulce? —le pregunta el taxista, mostrando los dientes al hablar y alargando la mano hacia el asiento de atrás.Tiene los dientes muy blancos. Demasiado blancos. Es una sonrisa extra-ña, como de anuncio de dentistería. Como de Photoshop. O, bueno, casi. En la mitad de la sonrisa se puede ver un huequito entre los dos dientes frontales, como el túnel que están por pasar para llegar al barrio Tokyo.Está concentrada en las luces, toma el dulce, lo abre y se lo mete a la boca. No sabe por qué se lo comió, pero ya lo está saboreando cuando entiende lo que acaba de hacer.«¿Qué carajos acabo de hacer?», piensa.No es capaz de escupir el dulce. Se lo metió a la boca y escupirlo es ya muy grosero, pero tampoco se lo quiere tragar. ¿Y si tiene algo? ¿Está, tal vez, demasiado dulce? ¿A esto saben los dulces normales? Mira el retrovisory ve la sonrisa indeleble del taxista.
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22—Son de limón. Chúpalo un rato y me dices cómo te va.Aún ve la sonrisa blanca interrumpida en el retrovisor, aunque el taxista yano la está mirando. Se queda tatuada en el espejo, atormentándola mien-tras se obliga a saborear el dulce.—Gracias —dice ella, un poco asustada por lo que acaba de hacer.Decide concentrarse de nuevo en las luces. Siente como si ya hubieran dado la vuelta a la ciudad. Intenta fijarse en alguna de las placas verdes que indican la dirección de la esquina en donde está, pero el taxi va muy rápido y no puede leer ninguna. Las luces siguen serpenteando en las ven-tanas del carro. Nunca se había montado a un taxi sin música. No sabe si prefiere vallenato —usual elección en el gremio de los taxistas— o el rui-do de la lluvia como música de ambiente. Se distrae un segundo con laluzde un carro que pasa al lado del taxi y es aquí cuando se da cuenta de que tiene unas ganas feroces de orinar. Llegan sin avisar. Como un huracán: de repente y con gran fuerza. Tieneque apretar las piernas. Comienza a moverse de lado a lado, haciendo fuerzaen una nalga, luego en la otra. La pierna izquierda le está saltando. Cruza laspiernas, las descruza, las vuelve a cruzar. No entiende: entró al baño antes desalir, pero siente como si no hubiera orinado en semanas. Todo el cuerpo lepica y cada gota de sudor que resbala por su piel es un preludio para elmomento húmedo en el que no pueda aguantar más. Se empieza a morderlos pellejos de los dedos. El abdomen se le hincha y comienza a arderle. Sepellizca los antebrazos para pensar en otra cosa, pero no puede quitarse lasganas de la mente. La lluvia aún golpea los vidrios del carro.—Perdón, señor, ¿podríamos parar dos minutos en algún sitio? Tengo que entrar al baño.—Es muy tarde y no creo que ningún lugar esté abierto. ¿No te puedes aguantar hasta tu casa?
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23—Por favor, es urgente. —No, lindura, no voy a parar el carro por esta zona tan fea.Puede sentir el sudor en las axilas, en la parte baja de la espalda y en la frente. La primera gota rueda por el costado del abdomen, la segunda por su frente y la tercera está a punto de bajar por su nuca. Después de esas vienen muchas más. Es como si se orinara por todo el cuerpo. Aprietalas piernas con todas sus fuerzas y se le empiezan a encalambrar.—Déjeme acá.—No puedo dejar a una niña tan linda como tú tirada en la calle, ¿qué me diría mi mujer?El ardor del abdomen la está matando y le están dando náuseas. Puede ver los dientes del taxista como destellos de luz en el retrovisor. —No me importa. Pare el carro. Yo me bajo aquí.—Perdóname, pero no voy a hacer eso.Siente el corazón en la cabeza y ya tiene la espalda y la entrepierna empa-padas en sudor. Las luces aún pasan por la ventana a la misma velocidad. Tiene ganas de llorar, pero si lo hace de seguro se orina. Mira el retrovisor una vez más y se encuentra con la sonrisa blanca del taxista. Siente un es-calofrío bajarle por la espalda, por debajo de la piel y del sudor.—Necesito que pare o me voy a orinar en su carro —dice con la voz temblando.El conductor estira el brazo derecho y abre la guantera. Saca un periódico y se lo pasa.—Por si acaso.
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24Ella, incrédula, mira al taxista. Toma el periódico a regañadientes. Sabe que ya es muy tarde, incluso así pudiera escapar del taxi. Tiene lágrimas en los ojos y su corazón va a la par del acelerómetro. Está a punto de per-der el control. Aprieta las piernas lo más que puede, aunque sabe que esta vez no va a funcionar. Siente el escurrir tibio. El taxista la mira por el re-trovisor y, para su horror, pero no para su sorpresa, aún sonríe. Siente cómo todo se moja, cómo el sudor se funde con la orina y las lágri-mas le escurren por la cara. Está empapada de los pies a la cabeza y aún no termina de orinar. Mientras llora, el olor empieza a invadir el taxi. No es muy fuerte, pero ahí está. No sabe si debe tratar de mantener lo que pue-da adentro o si ya debe dejarlo todo salir, pero no puede controlarlo y se queda con las ganas de poder decidir. Al final se pone el pedazo de perió-dico entre las piernas y se queda en silencio.—¿Sí estuvo rico el dulce? —le pregunta el taxista con una risilla—. Eres la que más ha llorado. Con tantas lágrimas pensé que te me ibas a secar antes de poder disfrutarlo.El carro continúa avanzando. Después de unos minutos la orina y el su-dor están fríos y el periódico está empapado. Bogotá se siente más fría. El taxista sigue conversando y sonriéndole por el espejo, pero ella no está poniendo atención. Sus lágrimas se parecen a las gotas de lluvia que escu-rren por la ventana. El taxi entra a Rosales, pasa por el túnel y llega al barrio Tokyo. Avanzan por la calle principal unos minutos, pasan la plaza del barrio, se meten por la primera cuadra a la derecha y a lo lejos ve su edificio.—Listo, linda, llegamos. Son quince mil pesitos. Si tienes sencillo me-jor, porque me quedé sin vueltas.
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29Qué poco afortunado se puede ser en un día. La Mala Suerte no distingue entre raza, género, nacionalidad, color de ojos, gusto por las anchoas u opinión sobre el aborto. Le toca a cualquiera y, al final, nos toca a todos. A unos más que a otros, sin razón aparente, sin que se pueda reprochar, aunque muchos igual lo hacen. Algunos la justifican. Que me quedantres años desde que rompí el espejo del baño de mi oficina; que Toño, elgato de mi vecina, es muy negro y ella no piensa en los demás inquilinosdel edificio; que no me eché suficiente sal en el hombro cuando dejécaer el salero; que mi mamá fumó mientras estaba embarazada; que losgenes no me favorecen y todos sabemos que a los feos nos va peor. Enfin, a Samuel no le gustan los gatos, el último espejo que rompió fuehace más de siete años, tiene alto el sodio, le han dicho un par de vecesque no se ve tan mal y no le gustan las anchoas, pero igual tiene MalaSuerte, como todos los demás. Hoy le llegó como a uno le llegan la ma-yoría de las cosas: por accidente, en la calle, sin saber muy bien a quiénecharle la culpa. Samuel tenía una entrevista de trabajo y en el caminoalguien le regó el café encima.—¡Uy, maestro, pilas con el tintico, que lo acabo de comprar!Un hombre va corriendo y le pega en el hombro al pasar. El café vuela. Samuelve el líquido suspendido en el aire, como en un comercial de leche entera, ysabe que ya no hay nada que hacer. Trae puesta una camisa blanca. Lástima.Cuando le dan ganas de salir a perseguir al idiota que lo chocó, ya no sabe dónde se ha metido. —¡Se le tiene en cuenta para el Día del Gamín, bacán! —grita Samuel, intentando que no se le note el dolor en la cara.La gente lo mira cuando pasa. Lo ven con lástima de andén, de la pasaje-ra, de la que dice «pobre hombre» mientras se alejan caminando. Na-diepara. Nadie dice nada. Pero no hay servilleta ni lástima que valga: la mancha y el quemón están, una en la camisa blanca y el otro en su piel. Solo queda seguir caminando.
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30—Buenos días, vengo a lo de las entrevistas de trabajo.—Uy, ¿y usted viene a presentarse así? —dice la mujer que lo recibe enla recepción del edificio, clavándole los ojos de arriba abajo, con desdén,como anticipando el «nosotros lo llamamos» que le llegaría un rato después.—Me regaron el café de camino para acá. Perdóneme.—A mí no me tiene que dar explicaciones, señor. Suba al sexto piso. Es la oficina 66. Samuel sigue hacia el ascensor y jura oír la risa de la recepcionista, aunque a lo mejor es su imaginación. Por favor, que sea su imaginación. Se abren las puertas del ascensor y el espejo duplica el accidente cafetero que vive en su cuerpo. Es evidente que la mancha es más atractiva que su cara. Ni su pelo bien organizado, ni sus zapatos recién brillados, ni su cin-turón de cuero de verdad. Nada resalta, nada brilla. Todo palidece frente a la mancha de café. Ni su colonia recién comprada —que igual no se ve, pero se supone que aporta— puede aguantar el nuevo olor a mañana bo-gotana descarrilada. «Supongo que el olor a café no es del todo desagradable», piensa Samuel mientras espera a que el ascensor llegue al sexto piso.234
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31«Está muy lento este ascensor».56Las puertas se abren y no hay nadie. Menos mal.Samuel ve un baño cerca. Entra y se mira en el espejo. El pelo café peina-do con cuidado, la cara recién afeitada, el pantalón planchado con esmero y la mancha en la mitad de su camisa blanca quitándole protagonismo a todo lo demás. Se vuelve a lavar los dientes. Usa una crema triple acción, de esas que cuatro de cada cinco dentistas recomiendan, por si acaso.La puerta de la oficina 66 está entreabierta. Samuel toca y oye desde adentro:—Pase usted.Samuel abre y pone su mejor sonrisa de dientes recién lavados.—Uy —dice una voz desde adentro de la oficina.No vale la pena describir la humillación. Sale tan rápido como entró.—Nosotros lo llamamos, no se preocupe.El mundo es superficial, aunque ¿cuándo no lo son las primeras impresiones?Se para en frente del ascensor y espera a que su reflejo lo vuelva a saludar al montarse.Llega el ascensor. Reverenda mancha.
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326Samuel sabe que no tiene el mejor perfil, pero también puede reconocercuando el rechazo no tiene nada que ver con dónde estudió o en qué hatrabajado antes. Ni siquiera se molestaron en pedirle teléfonos para las refe-rencias a sus empleadores pasados. Y eso que ya Don Albeiro estaba avisado.5Que si llamaban dijera que era puntual y amigable, que era de esa gen-teque le pone «buen ambiente» a la oficina. Eso sí, sin hacer desorden. Que de hecho era muy organizado, de esos que tienen plantas en su escri-torio y no dejan que se mueran pero tampoco son de plástico. Que siempreles llevaba uno de esos pastelitos pequeñitos de cumpleaños a sus compa-ñeros, para que se sintieran apreciados y fuera fácil llevarlos luego a casa en transporte público. Es que hay que ser considerado. Nada.4Samuel suspira y siente la vibración del ascensor.3Ya oye a Sonia en su cabeza.«Ay, mi amor, no se preocupe, que seguro segurísimo le va bien en la entrevista. No es tan complicado. Más bien venga y le plancho una cami-sa para que se vaya bien bonito y no le puedan decir que no. Y usted con esa sonrisa tan preciosa que tiene. ¿Quiere la blanca o la negra?».2
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33El espejo le recuerda que su elección no había sido la correcta. O, bueno, quea lo mejor con una camisa negra la cosa era menos evidente, por lo menos.Se abren las puertas del ascensor, Samuel sale y procura no mirar a los ojos a la recepcionista cuando se despide.—Hasta luego —dice Samuel con la mirada clavada en la puerta—. Que esté muy bien.—Hasta luego —oye decir a sus espaldas.Se rio, ¿cierto?Sale del edificio y ve la hora. 9:30 a. m. Suspira. Todavía tiene todo el día por delante. Que, por lo menos hoy, el desempleo sea pretexto para undía libre. Prende un cigarrillo y empieza a caminar hacia la estación de busque le sirve, que está como a diez minutos. Va pasando por la calle 72cuando siente que vibra su celular en el bolsillo del pantalón. Lo saca y en la pantalla brilla: «Sonia ♥». Siempre se había jurado que no le iba a guardar a nadie con emojis en sucelular, pero Sonia lo había convencido. Que porque su amor era «de otroplaneta». Tenía constantes ganas de cambiarlo, pero le daba miedo que ellase diera cuenta y le armara problema. Hay peleas que es mejor no tener.Cuelga y guarda el celular. Qué pereza tenerle que decir que hoy tampococonsiguió trabajo. Y eso que esta era «una entrevista de las fáciles». Tenía lasensación de que igual no le gustaría trabajar en un lugar en el que una man-cha de café fuera razón suficiente para algo, pero en este punto era más untema de donde pudiera y no donde quisiera. Su celular vuelve a sonar.«Sonia ♥».Suspira y contesta. —Aló.