Empecé a trabajar en La carta olvidada en 1998, hace exactamente veinte años. Después de publicar varias obras de éxito, había decidido que quería escribir una novela de misterio basada en una familia real británica ficticia. Por entonces, la popularidad de la monarquía inglesa estaba pasando por su peor momento después de la muerte de Diana, la princesa de Gales. Por otra parte, el año 2000 coincidía con el centenario de la Reina Madre, y las celebraciones oficiales a nivel nacional tendrían lugar justo después de la publicación del libro.
Mirando atrás, seguramente tendría que haber prestado más atención a una reseña sobre un avance que sugería que al palacio de Saint James no iba a gustarle el tema. Durante la fase previa a la publicación de la novela se cancelaron, de manera inexplicable, las campañas de promoción en las librerías, los pedidos y los eventos publicitarios, y, más tarde, Seeing Double —como se titulaba entonces el libro— apenas vio la luz.
A continuación, mi editor rescindió el contrato de mi siguiente obra y, pese a llamar a numerosas puertas en busca de otro, las encontré todas cerradas. Fue devastador ver cómo mi carrera se desvanecía como el humo de un día para otro. Por suerte, estaba recién casada y tenía hijos pequeños, de modo que me concentré en criarlos y escribí tres libros por mero placer.
Visto en retrospectiva, ese parón fue en el fondo una bendición, pero cuando el menor de mis hijos comenzó el colegio, supe que tenía que armarme de valor y enviar mi último manuscrito a un agente. Me cambié el apellido para no correr riesgos y, después de esos años baldíos, me sentí eufórica cuando una editorial lo compró.
Varias novelas más tarde, mi editor y yo decidimos que había llegado el momento de darle a Seeing Double una segunda oportunidad. No hay que olvidar que La carta olvidada es, hasta cierto punto, una novela ambientada en otra época. Si la situara en la actualidad, la trama resultaría del todo inverosímil debido a la aparición de las nuevas tecnologías, sobre todo por los aparatos tan avanzados que emplean ahora nuestros cuerpos de seguridad.
Por último, deseo reiterar que La carta olvidada es una obra de ficción que no guarda parecido alguno con nuestra amada reina y la vida de su familia. Espero que disfrutéis de la versión «alternativa», si esta vez consigue llegar a vuestras manos…
LUCINDA RILEY,
febrero de 2018
Londres, 20 de noviembre de 1995
—James, querido, ¿qué haces?
El anciano miró desorientado a su alrededor y se tambaleó hacia delante.
Ella lo agarró antes de que se cayera al suelo.
—Has vuelto a caminar sonámbulo, ¿verdad? Ven, te llevaré a la cama.
La voz dulce de su nieta le aseguró que seguía en este mundo. Sabía que estaba ahí por una razón, que tenía algo urgente que hacer, algo que había ido dejando para el último momento.
Pero se le había ido de la cabeza. Desolado, se dejó guiar hasta la cama, maldiciendo sus piernas frágiles y exangües, que le convertían en un ser tan inútil como un bebé, y su dispersa cabeza, que había vuelto a traicionarle.
—Ya está —susurró ella, acomodándolo en la cama—. ¿Qué tal el dolor? ¿Quieres un poco más de morfina?
—No, por favor…
Era la morfina la que le atontaba el cerebro. Mañana no la tomaría, y entonces recordaría qué era eso que tenía que hacer antes de morir.
—Está bien. Ahora tranquilízate y procura dormir —le ordenó su nieta mientras le acariciaba la frente—. El médico no tardará en llegar.
Sabía que no debía dormirse. Cerró los ojos, buscando desesperadamente, buscando… retazos de recuerdos, rostros…
Y entonces la vio, con la misma nitidez que el día que se conocieron. Tan bella, tan dulce…
«¿Te acuerdas de la carta, cariño?», le susurró ella. «Prometiste devolverla.»
«¡Claro!»
Abrió los ojos e intentó incorporarse. Vio el semblante preocupado de su nieta sobre él. A continuación, notó un fuerte pinchazo en la parte interna del codo.
—El médico te ha dado algo para calmarte, James —le explicó.
«¡No! ¡No!»
Las palabras se negaban a formarse en sus labios, y cuando la aguja se hundió en su brazo, supo que ya era demasiado tarde.
—Lo siento, lo siento mucho —susurró con la voz entrecortada.
Su nieta observó cómo se le cerraban los párpados y la tensión abandonaba su cuerpo. Apretó su suave mejilla contra la de su abuelo y la descubrió húmeda de lágrimas.
Besanzón, Francia, 24 de noviembre de 1995
Entró despacio en el salón y se acercó a la chimenea. Hacía frío hoy, y estaba peor de la tos. Acomodó su frágil cuerpo en la butaca y cogió el ejemplar de The Times de la mesa para leer la sección de necrológicas con el té que solía tomar. La taza golpeó con estrépito el plato cuando vio el titular que ocupaba un tercio de la portada.
FALLECE UNA LEYENDA VIVIENTE
Sir James Harrison, considerado por muchos el actor más brillante de su generación, murió ayer en su casa de Londres rodeado de su familia. Tenía noventa y cinco años. La próxima semana se celebrará un funeral íntimo seguido, en enero, de un servicio en su memoria en Londres.
El corazón se le encogió y el periódico empezó a temblar con tanta violencia entre sus dedos que a duras penas logró leer el resto. El artículo iba acompañado de una foto de James recibiendo de la reina su título de la Orden del Imperio Británico. Desdibujada la imagen por las lágrimas, deslizó los dedos por el contorno de su poderoso perfil, su mata de pelo encanecido…
¿Sería capaz de volver? Solo una última vez, para despedirse.
Mientras su té de la mañana se enfriaba, intacto junto a ella, pasó la primera página para continuar la lectura, saboreando cada detalle de su vida y su carrera. Entonces, otro titular más pequeño atrajo su atención.
LOS CUERVOS DESAPARECEN DE LA TORRE
Anoche se conoció la noticia de que los célebres cuervos de la Torre de Londres han desaparecido. Dice la leyenda que estas aves llevan más de quinientos años allí, velando por la Torre y por la familia real por decreto de Carlos II. El cuidador de los cuervos reparó en su desaparición ayer por la tarde, y en estos momentos se está llevando a cabo una búsqueda a nivel nacional.
—Qué el cielo nos asista —susurró.
Sintió que el miedo recorría sus ancianas venas. Tal vez se tratara de una mera coincidencia, pero conocía perfectamente el significado de esa leyenda.
Londres, 5 de enero de 1996
Joanna Haslam cruzó Covent Garden como una flecha, resoplando y con los pulmones a punto de estallarle. Mientras sorteaba turistas y grupos de colegiales, su mochila salió volando hacia un lado y estuvo en un tris de derribar a un músico callejero. Desembocó en Bedford Street justo en el momento en que una limusina se detenía frente a las verjas de la iglesia de Saint Paul. Cuando el chófer se apeó para abrir la portezuela de atrás, los fotógrafos rodearon el vehículo.
«¡Mierda! ¡Mierda!»
Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, corrió los últimos metros hasta la verja y entró en el patio pavimentado, donde el reloj de la fachada de ladrillo rojo de la iglesia le confirmó que llegaba tarde. Al acercarse a la entrada paseó la mirada por el corrillo de paparazzi y vio que Steve, su fotógrafo, estaba en primera fila, sobre los escalones. Lo saludó con la mano y él levantó el pulgar mientras Joanna se abría paso entre los fotógrafos apiñados alrededor de la celebridad que había bajado de la limusina. Cuando entró en la iglesia encontró los bancos abarrotados y alumbrados por la suave luz de las arañas que pendían de los altos techos. De fondo se oía una música fúnebre interpretada por el órgano.
Después de mostrar apresuradamente su pase de prensa al acomodador, se deslizó jadeando en el último banco. Suspiró aliviada cuando se sentó. Sus hombros subían y bajaban con cada bocanada de aire al tiempo que buscaba una libreta y un bolígrafo en la mochila.
Pese al frío gélido que hacía en la iglesia, Joanna notaba las gotas de sudor en su frente; el cuello cisne del jersey negro de lana que se había puesto a toda prisa se le pegaba a la piel. Era una sensación muy desagradable. Sacó un pañuelo de papel y se sonó la nariz moqueante. Luego se pasó una mano por la enredada melena, se reclinó en el respaldo del banco y cerró los ojos para intentar recobrar el aliento.
Pocos días después de un año que había comenzado de manera tan prometedora, Joanna se sentía como si la hubieran no empujado, sino arrojado desde lo alto del Empire State Building. A gran velocidad. Sin avisar.
Matthew, el amor de su vida —o mejor dicho, desde ayer el examor de su vida—, era la causa.
Se mordió el labio inferior con fuerza, instándose a no empezar a llorar otra vez. Estiró el cuello en dirección a los bancos de las primeras filas y comprobó aliviada que los familiares que todo el mundo estaba esperando no habían llegado aún. Se volvió hacia la puerta y vio a los paparazzi fuera, fumando y jugueteando con sus objetivos. La gente empezaba a revolverse inquieta en los incómodos bancos de madera y a intercambiar susurros con sus vecinos. Echó un vistazo raudo a los asistentes en busca de celebridades notables para mencionarlas en su artículo, tratando de distinguirlas por la nuca, que en su mayoría era blanca o cana. Mientras anotaba los nombres en la libreta volvieron a asaltarla imágenes de la tarde anterior.
Matthew había aparecido sin avisar en la puerta de su piso de Crouch End. Habían compartido las fiestas de Navidad y Nochevieja, tras lo cual ambos acordaron retirarse a sus respectivas casas y disfrutar de unos días tranquilos antes de volver al trabajo. Por desgracia, Joanna había pasado ese tiempo recuperándose del resfriado más fuerte que había tenido en años. Abrió la puerta abrazada a su bolsa de agua caliente de Winnie the Pooh y embutida en un viejo pijama térmico y unos calcetines de rayas.
Cuando Matthew se detuvo en el recibidor, negándose a desprenderse del abrigo y mirando a todas partes menos a ella, enseguida supo que pasaba algo.
Le dijo que había estado «pensando». Que no veía que su relación fuera a ninguna parte. Y que quizá había llegado el momento de dejarlo.
—Llevamos juntos seis años, desde que terminamos la universidad —añadió mientras jugueteaba con los guantes que ella le había regalado por Navidad—. No sé, pensaba que con el tiempo sentiría el deseo de casarme contigo, de unir oficialmente nuestras vidas, pero ese momento no ha llegado. —Se encogió de hombros—. Y si no siento ese deseo ahora, dudo mucho que vaya a sentirlo algún día.
Joanna se había aferrado a su bolsa de agua caliente y observaba la expresión culpable y cauta de Matthew. Introdujo la mano en el bolsillo de su pijama, donde encontró un pañuelo empapado, y se sonó la nariz con fuerza. Después lo miró directamente a los ojos.
—¿Quién es ella?
El rubor trepó por el rostro de Matthew.
—No era mi intención que pasara —farfulló—, pero ha ocurrido y no puedo seguir fingiendo.
Joanna rememoró la Nochevieja que habían compartido hacía solo cuatro días. Y se dijo que era un experto mentiroso.
Al parecer se llamaba Samantha y trabajaba en la misma agencia de publicidad que él. Una ejecutiva de cuentas, nada menos. Se habían liado por primera vez la noche que Joanna estuvo vigilando la casa de un parlamentario conservador por un caso de corrupción y no había llegado a tiempo a la fiesta de Navidad de la agencia de Matthew. La palabra «cliché» todavía daba vueltas en su cabeza. Se detuvo en seco: ¿acaso los clichés no tenían su origen en los denominadores comunes de la conducta humana?
—Te prometo que he hecho lo posible por dejar de pensar en Sam —prosiguió Matthew—. Lo intenté con todas mis fuerzas durante las Navidades. Me encantó pasarlas con tu familia en Yorkshire. Pero la semana pasada volví a verla, solo para una copa rápida, y…
Joanna estaba fuera. Samantha estaba dentro. Así de sencillo.
Solo acertó a mirarlo con los ojos ardiendo de pasmo, rabia y miedo mientras él seguía hablando.
—Al principio pensé que era mera atracción, pero está claro que si siento esto por otra mujer ahora, no puedo comprometerme contigo. Por tanto, solo estoy haciendo lo correcto. —La miró, casi suplicándole que le diera las gracias por ser tan noble.
—Lo correcto… —repitió ella con la voz hueca.
Y estalló en un torrente de lágrimas inducidas por el resfriado y la fiebre. Podía oír la voz de Matthew a lo lejos, mascullando más excusas. Se obligó a abrir los ojos, hinchados e inundados de lágrimas, y lo observó mientras él se derrumbaba, pequeño y avergonzado, en su gastado sillón de cuero.
—Vete —consiguió decir al fin—. ¡Maldito traidor rastrero y embustero! ¡Fuera! ¡Fuera!
Ahora, visto en retrospectiva, lo que más le apenaba era que no había tenido que insistirle. Matthew se había levantado, farfullando algo acerca de varios objetos que había dejado en casa de ella y de quedar para charlar cuando las cosas se hubiesen calmado, y casi había salido corriendo por la puerta.
Joanna se había pasado el resto de la noche llorando al teléfono con su madre, dejando mensajes en el buzón de voz de Simon, su mejor amigo, y con la cada vez más empapada bolsa de agua caliente de Winnie the Pooh.
Finalmente, gracias a cantidades ingentes de comprimidos antigripales y brandy, había perdido el conocimiento, agradecida de disponer todavía de dos días libres por las horas extras trabajadas en la redacción antes de Navidad.
Hasta que su móvil sonó a las nueve de la mañana. Joanna emergió de su narcotizado sopor y agarró el teléfono rezando para que fuera un Matthew devastado, arrepentido y consciente de la gravedad de lo que había hecho.
—Soy yo —ladró una voz áspera con acento de Glasgow.
Joanna lanzó un taco silencioso al techo.
—Hola, Alec —resopló—. ¿Qué quieres? Tengo el día libre.
—Lo siento, pero no. Alice, Richie y Bill están enfermos. Tendrás que tomarte tus días en otro momento.
—Mira, ya somos cuatro. —Joanna tosió exageradamente en el teléfono—. Lo siento, pero yo también me estoy muriendo.
—Míralo de este modo: trabajas hoy y cuando te cures podrás disfrutar de los días libres que se te deben.
—No puedo, en serio. Tengo fiebre. Apenas soy capaz de mantenerme de pie.
—No importa, puedes hacer el trabajo sentada. Hoy a las diez se celebra el funeral en honor de sir James Harrison en la iglesia de los actores de Covent Garden.
—No puedes hacerme esto, Alec, por favor. Lo último que necesito es sentarme en una iglesia llena de corrientes de aire. Tengo un resfriado de muerte. Acabarás acudiendo a mi propio funeral.
—Lo siento, Jo, es lo que hay, pero te pagaré el taxi de ida y vuelta. Después puedes irte directa a casa y enviarme el artículo por correo electrónico. Intenta hablar con Zoe Harrison, ¿quieres? He enviado a Steve para que haga las fotos. Si Zoe va tan elegante como siempre, será portada. Bien, hablamos luego.
—¡Mierda! —Joanna hundió su dolorida cabeza en la almohada. Seguidamente telefoneó a una compañía de taxis y se arrastró hasta el armario para buscar ropa negra adecuada.
La mayor parte del tiempo adoraba su trabajo, vivía para él, como Matthew le hacía ver a menudo, pero esta mañana le costaba entender por qué. Tras pasar por un par de periódicos regionales, un año atrás el Morning Mail, ubicado en Londres y uno de los diarios nacionales más vendidos del país, la había contratado como periodista junior. Sin embargo, su puesto en el último eslabón de la cadena, ganado a pulso pero modesto, significaba que no estaba en condiciones de rebelarse. Como Alec, el redactor jefe, no cesaba de recordarle, había un millar de periodistas jóvenes y hambrientos haciendo cola.
Sus seis semanas en la sección de noticias habían sido las más duras hasta la fecha. Hacía un montón de horas y Alec —un negrero, a la vez que un profesional entregado— no esperaba menos de lo que él mismo estaba dispuesto a dar.
—Que me manden a la sección de moda, por favor —había resoplado Joanna mientras se ponía un jersey negro no demasiado limpio, unos leotardos gruesos y una falda negra por deferencia a la triste ocasión.
El taxi había llegado a su casa diez minutos tarde y después se había visto atrapado en un atasco monumental en Charing Cross Road.
—Lo siento, cielo, no puedo hacer nada —le había dicho el conductor.
Tras consultar la hora, Joanna le había entregado un billete de diez libras y había bajado del coche. Mientras recorría las calles a la carrera en dirección a Covent Garden, resoplando y moqueando, se preguntaba si la vida podía irle peor.
Fue arrancada de sus reflexiones cuando la congregación detuvo bruscamente su parloteo. Joanna abrió los ojos y se dio la vuelta justo en el instante en que los familiares de sir James Harrison hacían su entrada en la iglesia.
Encabezaba la marcha Charles Harrison, el único hijo de sir James, que ahora contaba con sesenta años largos. Vivía en Los Ángeles y era un aclamado director de películas de acción de alto presupuesto, repletas de efectos especiales. Joanna creía recordar que había ganado un Oscar años atrás, pero sus películas no eran del tipo que ella solía ir a ver.
Junto a él caminaba Zoe Harrison, su hija. Tal como Alec esperaba, Zoe estaba deslumbrante con un ajustado traje negro de falda corta que realzaba sus largas piernas y el pelo recogido en un elegante moño que resaltaba su clásica belleza anglosajona. Era una actriz con una próspera carrera cinematográfica, y Matthew estaba loco por ella. Siempre decía que Zoe le recordaba a Grace Kelly —la mujer de sus sueños, al parecer—, lo que llevaba a Joanna a preguntarse qué hacía saliendo con una morena desgarbada de ojos oscuros como ella. Se le formó un nudo en la garganta y se apostó su bolsa de agua caliente de Winnie the Pooh a que esa «Samantha» era una muñequita rubia.
De la mano de Zoe Harrison iba un muchacho de nueve o diez años que parecía incómodo dentro de su traje negro con corbata: su hijo, Jamie Harrison, llamado así por su bisabuelo. Zoe tuvo a Jamie con apenas diecinueve años y todavía hoy se negaba a desvelar la identidad del padre. Sir James había defendido a su nieta con fiereza, así como su decisión de tener el bebé y mantener oculta la paternidad de Jamie.
Joanna pensó en lo mucho que ambos se parecían: las mismas facciones delicadas, la misma piel clara y rosada, los mismos ojos grandes y azules. Zoe Harrison se esforzaba por mantenerlo alejado de las cámaras. Si Steve había conseguido una instantánea de la madre y el hijo juntos, seguramente saldría en la portada de mañana.
Detrás de ellos avanzaba Marcus Harrison, el hermano de Zoe. Joanna lo observó con atención cuando pasaba junto a su banco. Pese a que sus pensamientos seguían centrados en Matthew, debía admitir que Marcus Harrison era un auténtico «bombonazo», como diría Alice, su colega en la redacción. Joanna lo reconocía por las crónicas de sociedad; últimamente se lo veía escoltando a una rubia de la alta sociedad británica con apellidos requetecompuestos. Tan moreno como rubia era su hermana, pero con los mismos ojos azules, Marcus actuaba con una seguridad canallesca. El pelo casi le rozaba los hombros, y con la americana negra arrugada y el botón superior de su camisa blanca desabrochado, destilaba carisma.
«La próxima vez —pensó Joanna con determinación—, me buscaré un hombre maduro aficionado a mirar pájaros y coleccionar sellos.» Trató de recordar cómo se ganaba la vida Marcus Harrison. Era un productor cinematográfico en ciernes. Desde luego, tenía pinta de eso.
—Buenos días, damas y caballeros —saludó el pastor desde el púlpito, con una amplia fotografía del fallecido enfrente, rodeada de coronas de rosas blancas—. La familia de sir James les da la bienvenida y les agradece que hayan acudido para rendir homenaje a un amigo, colega, padre, abuelo, bisabuelo y puede que el mejor actor de este siglo. Para quienes tuvimos la fortuna de conocerlo bien no debería sorprendernos que sir James insistiera en que este no debía ser un acontecimiento triste, sino una celebración. Tanto su familia como yo hemos respetado sus deseos. Así pues, comenzaremos con su himno favorito, «I Vow to Thee My Country». En pie, por favor.
Instó a sus doloridas piernas a levantarse y agradeció que el órgano comenzara a tocar justo en el momento en que notaba un ahogo en el pecho y empezaba a toser estruendosamente. Cuando se disponía a coger la hoja del programa que descansaba en la repisa que tenía delante, una mano menuda y delgada, de una piel translúcida que dibujaba las venas azules, se le adelantó.
Por primera vez, Joanna se volvió hacia su izquierda y estudió a la dueña de la mano. Encorvada por la edad, la mujer apenas le llegaba a las costillas. Se apoyaba en la repisa, y la mano con la que sostenía el programa temblaba con tanta violencia que le impedía leerlo. Era la única parte visible de su persona. El resto estaba cubierto por un abrigo negro hasta los tobillos y un velo del mismo color sobre la cara.
Joanna se inclinó para dirigirse a ella.
—¿Le importa que lo compartamos?
La mano le ofreció la hoja. Joanna la aceptó y la colocó a baja altura para que su vecina alcanzara a verla también. Entonó el himno con voz ronca, y cuando terminó, la anciana se sentó con dificultad. Joanna le ofreció el brazo, pero ella la ignoró.
—Nuestra primera lectura de hoy es el soneto favorito de sir James, «Dulce rosa de virtud», de Dunbar, recitado por sir Laurence Sullivan, un buen amigo.
La congregación aguardó paciente a que el anciano actor llegara al frente de la iglesia. Acto seguido, la voz célebre y profunda que embelesara en otros tiempos a miles de espectadores en teatros de todo el mundo, inundó la iglesia.
—«Dulce rosa de virtud y gentileza, lirio delicioso...»
Un chirrido a su espalda la distrajo; al volverse, vio que las puertas de la iglesia se abrían, dejando entrar una ráfaga de aire gélido y a un acomodador que empujaba una silla de ruedas que colocó junto al extremo del banco de Joanna. Cuando el acomodador se alejaba, escuchó un estertor que hacía que sus problemas respiratorios parecieran intrascendentes. La anciana sentada a su lado estaba sufriendo algo parecido a un ataque de asma. Tenía la cabeza girada hacia el extremo del banco, la mirada a través del velo aparentemente clavada en la figura de la silla de ruedas.
—¿Se encuentra bien? —le susurró Joanna cuando la mujer se llevó la mano al pecho sin apartar los ojos de la silla de ruedas, justo cuando el pastor anunciaba el siguiente himno y la congregación se ponía de nuevo en pie.
De pronto, la anciana se agarró al brazo de Joanna y señaló la puerta. Ella la ayudó a levantarse y, sosteniéndola por la cintura, la llevó prácticamente en volandas hasta el final del banco. Como una niña en busca de protección, la anciana se aferró a su abrigo al pasar junto al hombre de la silla de ruedas. Unos ojos fríos, de un gris acerado, se alzaron y las miraron a ambas de arriba abajo. Joanna sufrió un escalofrío involuntario, desvió la vista y ayudó a la anciana a salvar los pocos metros que las separaban de la salida, donde había un acomodador apostado a un lado.
—Esta mujer necesita…
—¡Aire! —gritó la anciana entre resuellos.
El hombre ayudó a Joanna a sacar a la mujer al encapotado día de enero y bajarla por los escalones hasta uno de los bancos que flanqueaban el patio. Antes de que pudiera pedirle otro favor, el acomodador ya había desaparecido dentro de la iglesia y cerrado de nuevo las puertas. La anciana se desplomó sobre ella con la respiración entrecortada.
—¿Pido una ambulancia? Yo diría que la necesita.
—¡No! —espetó la mujer, cuya potencia de voz contrastaba con la fragilidad de su cuerpo—. Pare un taxi y lléveme a casa, por favor.
—En serio, creo que debería…
Los escuálidos dedos se clavaron en la muñeca de Joanna.
—¡Un taxi, por favor!
—Está bien, espere aquí.
Cruzó rauda la verja y salió a Bedford Street, donde detuvo un taxi negro. El amable taxista se apeó y regresó al patio con Joanna para ayudarla a trasladar a la anciana a su vehículo.
—¿Está bien? Parece que a la vieja le cuesta respirar —comentó mientras instalaban a la mujer en el asiento de atrás—. ¿Hay que llevarla al hospital?
—Dice que quiere ir a casa. —Joanna metió la cabeza en el vehículo—. Por cierto, ¿dónde vive?
—En… —Jadeaba por el evidente esfuerzo que le había supuesto entrar en el taxi. Parecía agotada.
El hombre meneó la cabeza.
—Lo siento, cielo, me temo que en este estado no puedo llevarla sola a ningún lado. No quiero una muerte en mi taxi, me daría demasiados problemas. Solo la llevaré si usted viene con nosotros. En ese caso sería responsabilidad suya, no mía.
—No la conozco, y ahora mismo estoy trabajando. Debería estar dentro de esa iglesia…
—Lo lamento, cielo —le dijo el taxista a la anciana—, tiene que bajarse.
La anciana se levantó el velo y Joanna vio pánico en sus ojos azul lechoso.
—Por favor —pronunció en silencio.
—De acuerdo. —Joanna suspiró con resignación y se montó en el taxi—. ¿A dónde vamos? —le preguntó con suavidad.
—… Mary… Mary…
—No. ¿A dónde? —insistió.
—Mary… le…
—¿Se refiere a Marylebone, cielo? —preguntó el taxista desde el asiento de delante.
La mujer asintió con patente alivio.
—En marcha, entonces.
La anciana miró nerviosa por la ventanilla mientras el taxi arrancaba a toda velocidad. Su respiración se fue calmando poco a poco. Cerró los ojos y descansó la cabeza en el respaldo de cuero negro.
Joanna suspiró. El día estaba mejorando por momentos. Alec la crucificaría si pensaba que se había largado antes de tiempo. No se tragaría la historia de que había tenido que socorrer a una ancianita indispuesta. Las ancianitas solo tenían interés para Alec si habían sido apaleadas por skinheads que iban tras el dinero de su pensión.
—Estamos llegando a Marylebone. ¿Puede preguntarle por la dirección exacta?
—Marylebone High Street, diecinueve. —La voz sonó clara y fresca. Joanna se volvió sorprendida hacia la anciana.
—¿Se encuentra mejor?
—Sí, gracias. Lamento las molestias causadas. Puede bajarse aquí, estaré bien. —Le indicó, aprovechando que se habían detenido en un semáforo.
—No, ya que he llegado hasta aquí, la acompañaré hasta su casa.
La anciana meneó la cabeza con toda la firmeza de que fue capaz.
—Por favor, es mejor para usted…
—Ya casi estamos. La ayudaré a entrar y me iré.
Con un suspiro, la anciana se arrebujó en su abrigo y no dijo nada más hasta que el taxi se detuvo.
—Hemos llegado, cielo. —El taxista abrió la portezuela, visiblemente aliviado de que la mujer siguiera viva.
—Tome. —La mujer le tendió un billete de cincuenta libras.
—Me temo que no tengo cambio para un billete tan grande —repuso el hombre mientras la ayudaba a bajar y la sostenía hasta que Joanna llegó a su lado.
—Tome. —Joanna le entregó un billete de veinte libras—. Espéreme aquí, por favor, vuelvo enseguida.
La anciana ya se había soltado y se encaminaba con andar vacilante hacia una puerta situada junto a un puesto de prensa.
Joanna la siguió.
—¿Me deja a mí? —preguntó cuando los dedos artríticos intentaron introducir la llave en la cerradura sin éxito.
—Gracias.
Joanna giró la llave, abrió y la anciana prácticamente se arrojó por el hueco de la puerta.
—¡Pase, pase, deprisa!
—No, yo… —Ahora que había dejado a la mujer sana y salva en casa, necesitaba regresar a la iglesia—. Está bien.
Accedió a regañadientes. La anciana cerró enseguida con un fuerte portazo.
—Sígame —ordenó, dirigiéndose a una puerta situada a la izquierda de un pasillo estrecho. Buscó con torpeza otra llave y por fin logró meterla en la cerradura. Joanna entró detrás de ella en la oscuridad.
—La luz está detrás de usted, a la derecha.
Buscó el interruptor, lo pulsó y se descubrió en un recibidor pequeño que olía a humedad. Delante de ella había tres puertas y, a su derecha, una escalera.
La anciana abrió una de las puertas y encendió otra luz. Al detenerse detrás de ella, Joanna pudo ver que la habitación estaba repleta de cajas de madera dispuestas unas encima de otras. En medio de la estancia había una cama individual con un marco de hierro oxidado. Contra una pared, empotrada entre las cajas, descansaba una butaca vieja. El olor a orina era insoportable y Joanna sintió que se le revolvía el estómago.
La anciana caminó hasta la butaca y se derrumbó en ella con un suspiro de alivio. Señaló una caja vuelta del revés junto a la cama.
—Mis pastillas, mis pastillas. ¿Puede pasármelas, por favor?
—Claro. —Joanna se abrió paso entre los bultos con cuidado y cogió el medicamento de la superficie polvorienta, reparando en que las instrucciones estaban escritas en francés.
—Gracias. Dos, por favor, y el agua.
Le tendió el vaso que había junto a las pastillas, giró el tapón del frasco, vertió dos comprimidos sobre una mano temblorosa y observó a la anciana llevárselos a la boca. Se preguntó entonces si ya podría marcharse. Agobiada por el hedor y la deprimente atmósfera, tuvo un escalofrío.
—¿Está segura de que no necesita un médico?
—Segurísima, gracias. Sé lo que me pasa, querida. —Una sonrisa torcida apareció en los labios de la mujer.
—En ese caso, será mejor que vuelva al funeral. He de escribir un artículo para mi periódico.
—¿Es usted periodista? —El acento de la anciana, ahora que había recuperado la voz, era refinado y decididamente inglés.
—Sí, del Morning Hall. Llevo poco tiempo.
—¿Cómo se llama, querida?
—Joanna Haslam. —Señaló las cajas—. ¿Se muda?
—Supongo que podría decirse así, sí. —La mujer miró al vacío con sus ojos azules y vidriosos—. No estaré aquí mucho tiempo más. Quizá esté bien que termine de esta manera.
—¿De qué está hablando? Por favor, si está enferma, deje que la lleve a un hospital.
—No, no, ya es tarde para eso. Ahora regrese a su vida, querida. Adiós.
La anciana cerró los ojos. Joanna siguió observándola hasta que, transcurridos unos segundos, oyó unos ronquidos suaves emanando de la boca de la mujer.
Se sentía culpable, pero era incapaz de soportar el ambiente de la habitación un minuto más, así que se marchó con sigilo y regresó corriendo al taxi.
El funeral ya había terminado para cuando llegó a Covent Garden. La limusina de la familia Harrison ya se había ido y solo quedaba un puñado de miembros de la congregación deambulando en el exterior. Se encontraba fatal. Solo alcanzó a sacarles un par de comentarios antes de detener otro taxi, dando la mañana entera por perdida.
El timbre sonaba una y otra vez, aporreando la cabeza dolorida de Joanna.
—Dios… —gimió cuando comprendió que quienquiera que fuera estaba decidido a no pillar la indirecta y marcharse.
«¿Matthew?»
Su estado de ánimo se elevó una décima de segundo antes de volver a caer en picado. Probablemente Matthew todavía estaba brindando por su libertad con una copa de champán en alguna cama con Samantha.
—Lárgate —gimoteó mientras se sonaba la nariz con una vieja camiseta de Matthew. Por la razón fuera, eso la hacía sentirse mejor.
El timbre sonó de nuevo.
—¡Menudo plasta!
Se dio por vencida; salió a rastras de la cama y caminó hasta la puerta haciendo eses.
—Hola, tigresa. —Simon tuvo el morro de sonreírle—. Tienes un aspecto horrible.
—Gracias —murmuró ella agarrándose a la puerta.
—Ven aquí.
Un par de brazos reconfortantes la rodearon por los hombros. Alta como era, Simon, con su metro noventa y dos, era de los pocos hombres que conocía que podían hacerle sentir pequeña y frágil.
—Escuché tus mensajes de voz cuando llegué a casa ayer por la noche. Siento mucho que tu paño de lágrimas particular no estuviera disponible.
—No te preocupes —sollozó ella en su hombro.
—Entremos antes de que nos salgan carámbanos en la ropa. —Simon cerró la puerta de la calle con un brazo todavía alrededor de los hombros de Joanna y la llevó a la sala de estar—. Caray, qué frio hace aquí.
—Lo siento, llevo toda la tarde en la cama. Tengo un catarro horrible.
—¿De veras? —bromeó él—. Vamos, ven a sentarte.
Simon trasladó al suelo periódicos viejos, libros y envases de Pot Noodle solidificados y Joanna se hundió en el incómodo sofá verde lima. Lo había comprado solo porque a Matthew le había gustado el color y lo lamentaba desde entonces. Después de todo, Matthew siempre se sentaba en el viejo sillón de cuero de su abuela cuando venía a verla. Cabrón desagradecido, pensó.
—No estás para echar cohetes, ¿verdad, Jo?
—No. Además de que Matthew me ha dejado, Alec me envió esta mañana a cubrir un funeral, a pesar de que era mi día libre. Acabé en Marylebone High Street con una vieja muy rara que vive en una habitación llena de cajas de madera.
—¡Vaya! Y yo en el Whitehall, donde lo más emocionante que me ha pasado hoy ha sido conseguir que la mujer de los sándwiches me cambiara el relleno.
Los esfuerzos de Simon por animarla a duras penas lograron arrancarle una sonrisa. Se sentó a su lado y le cogió las manos.
—Lo siento mucho, Jo, en serio.
—Gracias.
—¿La ruptura con Matthew es definitiva o se trata de una piedrecilla en el camino hacia la felicidad marital?
—Es definitiva, Simon. Ha conocido a otra.
—¿Quieres que vaya y le dé una paliza para que te sientas mejor?
—En parte sí y en parte no. —Joanna se llevó las manos a la cara y se restregó las mejillas—. Lo peor de todo es que en momentos como este se supone que has de reaccionar con dignidad. Si la gente te pregunta cómo estás, deberías quitarle importancia al tema y contestar, «De maravilla, gracias. En realidad no significaba nada para mí y su marcha es lo mejor que me ha pasado en la vida. Ahora tengo mucho más tiempo para mí y mis amigos y hasta me he apuntado a clases de macramé». ¡Pero es todo mentira! Estaría dispuesta a arrastrarme por un lecho de brasas con tal de recuperar a Matthew y volver a mi vida de antes. Le… le… quiero. Le necesito. Es mío, me… me pertenece.
Simon siguió abrazándola mientras ella sollozaba. Le acarició el pelo y la escuchó volcar su conmoción, dolor y desconcierto. Cuando se desahogó, la soltó con suavidad y se levantó.
—Enciende el fuego mientras hiervo agua para el té.
Joanna encendió las llamas de gas de la chimenea y siguió a Simon hasta la reducida cocina. Se derrumbó frente a la mesa de formica para dos en la que Matthew y ella habían compartido tantos brunches ociosos de domingo y cenas íntimas a la luz de las velas. Mientras Simon preparaba el té, Joanna contempló los tarros de cristal dispuestos en fila sobre la encimera.
—Siempre he odiado los tomates secos —musitó—. A Matthew le volvían loco.
—Bueno. —Simon agarró el tarro con los ofensivos tomates y derramó el contenido en el cubo de basura—. He ahí una cosa positiva que has sacado de todo esto. Ya no tendrás que comerlos.
—Ahora que lo pienso, había muchas cosas que a Matthew le gustaban y que yo fingía que también me gustaban. —Joanna apoyó el mentón en las manos.
—¿Como qué?
—Como ir los domingos al Lumière a ver películas de arte y ensayo extranjeras rarísimas cuando yo habría preferido quedarme en casa viendo series. Y lo mismo con la música. La música clásica me gusta en pequeñas dosis, pero tenía totalmente prohibido poner mis CD de ABBA Gold y Take That.
—Detesto reconocerlo, pero me temo que en eso coincido con Matthew —rio Simon mientras vertía agua hirviendo sobre las bolsitas de té—. Si te soy sincero, siempre tuve la impresión de que Matthew aspiraba a ser lo que él pensaba que debía ser.
—Tienes razón —suspiró Joanna—. Y yo era demasiado corriente para él. Pero así soy yo, una chica anodina de clase media de Yorkshire.
—Te prometo que eres todo menos corriente. O anodina. Honesta, tal vez. Sensata, desde luego. Pero ambas son cualidades admirables. Toma. —Simon le ofreció una taza—. Vamos a descongelarnos frente al fuego.
Joanna se sentó en el suelo, delante de la chimenea, entre las rodillas de Simon, y sorbió su té.
—Simon, la idea de volver a pasar por la etapa de las citas me horroriza —confesó—. Tengo veintisiete años, soy demasiado mayor para empezar de nuevo.
—Sí, estás hecha un vejestorio y casi puedo oler la muerte sobre ti.
Joanna le propinó un manotazo en la pantorrilla.
—¡No tiene gracia! Voy a tardar siglos en acostumbrarme a estar sola otra vez.
—El problema de los humanos es que nos asustan los cambios. Estoy convencido de que esa es la razón de que tantas parejas infelices sigan juntas cuando estarían mucho mejor separadas.
—Probablemente tengas razón. Mírame a mí, que me he tirado años comiendo tomates secos. Hablando de parejas, ¿sabes algo de Sarah?
—Me envió una postal desde Wellington la semana pasada. Por lo visto, está aprendiendo a navegar. Caray, ya llevamos un año separados. Pero volverá de Nueva Zelanda en febrero, así que solo quedan unas semanas.
—Ha sido genial por tu parte que la esperaras.
Joanna le sonrió.
—Ya lo dice el proverbio, «Si le quieres, déjale libre». En mi opinión, si todavía quiere estar conmigo cuando vuelva, entonces tendremos claro que lo nuestro es auténtico y real.
—No estés tan seguro. Yo también pensaba que lo mío con Matthew era «auténtico y real».
—Gracias por los ánimos. —Simon enarcó las cejas—. Vamos, Jo, tienes una profesión y un piso, y me tienes a mí. Eres una superviviente. Lo superarás, ya lo verás.
—Si todavía tengo un trabajo al que volver. El artículo que entregué sobre el funeral en honor de sir James Harrison era una mierda. Entre lo de Matthew, el resfriado y esa extraña anciana…
—¿Dices que vive en una habitación llena de cajas de madera? ¿Seguro que no estabas delirando?
—Seguro. Mencionó que no estaría aquí el tiempo suficiente para desembalarlas. —Joanna se mordió el labio—. Puaj, había un olor fortísimo a pis. ¿Seremos así nosotros cuando nos hagamos viejos? Qué situación tan deprimente. Cuando estaba en esa habitación pensé que, si eso era lo que nos deparaba el futuro, no tenía sentido luchar por él.
—Es posible que sea una de esas locas excéntricas que viven en un cuchitril y tienen millones guardados en el banco. O en cajas de madera, en este caso. Tendrías que haber mirado.
—La mujer estuvo bien hasta que vio a un viejo en una silla de ruedas que se detuvo al lado de nuestro banco durante el funeral. Se asustó mucho al verlo.
—Su exmarido, lo más seguro. Tal vez sean sus millones los que están escondidos en esas cajas —rio Simon—. Tengo que irme, encanto. He de terminar un trabajo para mañana.
Lo siguió hasta la puerta y Simon la estrechó con fuerza.
—Gracias por todo. —Joanna le dio un beso en la mejilla.
—No hay de qué. Puedes contar conmigo siempre que me necesites. Te llamaré mañana desde el trabajo. Adiós, Butch.
—Buenas noches, Sundance.
Joanna cerró y regresó a la sala sintiéndose más alegre. Simon siempre sabía cómo animarla. Eran amigos de toda la vida. De niño, él había vivido con su familia en la granja contigua a la suya en Yorkshire, y aunque era un par de años mayor que Joanna, el hecho de vivir en un entorno tan aislado significaba que habían pasado juntos buena parte de su infancia. Hija única y un poco chicazo por naturaleza, a Joanna le encantaba la compañía de Simon. Él le había enseñado a trepar a los árboles y a jugar a fútbol y críquet. Durante las largas vacaciones estivales subían con sus ponis a los páramos, donde jugaban durante horas a indios y vaqueros. Eran las únicas veces que discutían, pues Simon insistía siempre, injustamente, en que él viviese y ella muriese.
—Es mi juego y yo pongo las reglas —decía mandón, con un enorme sombrero de vaquero encasquetado hasta las orejas.
Y después de perseguirse el uno al otro por la áspera hierba del páramo, él le daba inevitablemente alcance y la abordaba por detrás.
—¡Bang, bang, estás muerta! —gritaba, apuntándola con su pistola de juguete, y Joanna se tambaleaba y caía al suelo, donde rodaba con fingida agonía hasta que se rendía y moría.
A los trece años Simon fue enviado a un internado y ya no se veían tanto. La vieja unión seguía allí en vacaciones, pero a medida que crecían, los dos iban haciendo nuevos amigos. Era inevitable. Celebraron con una botella de champán en los páramos que Simon había sido aceptado en el Trinity College de Cambridge, mientras que Joanna se matriculó dos años más tarde en la Durham para estudiar filología inglesa.
A partir de ahí sus vidas tomaron caminos separados. Simon conoció a Sarah en Cambridge, y durante su último año en Durham Joanna se enamoró de Matthew. Recuperaron su amistad cuando retomaron el contacto en Londres. Daba la casualidad de que vivían a solo diez minutos el uno del otro.
Joanna sabía que Simon nunca le había caído bien a Matthew. Aparte de pasarle una cabeza, Simon había obtenido un puesto de prestigio en la administración pública nada más salir de Cambridge. Siempre decía con modestia que era un mero funcionario del Whitehall, pero así era Simon. Muy pronto pudo comprarse un coche pequeño y un piso encantador de una habitación en Highgate Hill. Matthew, entretanto, había entrado de recadero en una agencia de publicidad antes de conseguir un puesto junior dos años atrás con el que solo podía permitirse, aún hoy día, un húmedo cuarto de alquiler en Stratford.
«A lo mejor —pensó de repente Joanna—, Matthew espera que el alto cargo de Samantha en la agencia le favorezca en su carrera.»
Meneó la cabeza. Se negaba a seguir pensando en él esta noche. Apretó la mandíbula, puso un CD de Alanis Morissette y subió el volumen. «A la mierda los vecinos», pensó al entrar en el lavabo para prepararse un baño caliente. Cantó «You Learn» a voz en grito mientras el agua salía a chorro de los grifos, por lo que no oyó los pasos en el caminito que conducía al portal ni vio la cara que miraba por las ventanas de su sala de estar, situada en una planta baja. Salió del cuarto de baño en el momento en que los pasos retrocedían.
Se sentía más limpia y tranquila; se preparó un sándwich de queso, corrió las cortinas de la sala y se sentó delante de la chimenea, tostándose los dedos de los pies. De repente experimentó un leve atisbo de optimismo con respecto al futuro. Algunas de las cosas que le había dicho a Simon en la cocina quizá sonaran frívolas, pero eran ciertas. Bien mirado, Matthew y ella tenían muy pocas cosas en común. Ahora era un pájaro libre que no tenía que complacer a nadie salvo a sí misma, y nunca más pondría sus sentimientos en segundo lugar. Era su vida, y no iba a permitir que Matthew le arruinara el futuro.
Antes de que la actitud positiva la abandonara y la depresión se apoderara nuevamente de ella, se tomó dos paracetamoles y se fue a la cama.
—Adiós, cariño. —Lo abrazó contra su pecho, aspirando su olor familiar.
—Adiós, mamá. —Se acurrucó en su abrigo unos segundos más antes de apartarse y buscar en el semblante de su madre indicios de alguna emoción incómoda.
Zoe Harrison se aclaró la garganta y parpadeó para ahuyentar las lágrimas. Por muchas veces que pasara por este momento, nunca resultaba fácil. Pero no debía llorar delante de Jamie o de sus amigos, de modo que se obligó a sonreír.
—Dentro de tres semanas, el domingo, vendré y comeremos fuera. Si a Hugo le apetece venir, puedes invitarlo.
—Vale.
Jamie estaba junto al coche, incómodo, y Zoe comprendió que había llegado el momento de marcharse. No pudo evitar apartarle del rostro un mechón de su bonito pelo rubio. El muchacho puso los ojos en blanco y por un segundo pareció el chiquillo que Zoe recordaba y no el serio hombrecito en que se estaba convirtiendo. Viéndolo con su uniforme azul marino y la corbata de nudo perfecto, tal como le había enseñado James, se sintió muy orgullosa de él.
—Está bien, cariño, ya me voy. Llámame si necesitas algo o si simplemente te apetece charlar.
—Lo haré, mamá.
Zoe se sentó detrás del volante de su coche, cerró la portezuela y puso en marcha el motor. Bajó la ventanilla.
—Te quiero, mi cielo. Cuídate mucho. Acuérdate de ponerte la camiseta interior, y no te dejes puestos los calcetines de rugby mojados más de lo necesario.
Jamie se puso colorado.
—Sí, mamá. Adiós.
—Adiós.
Zoe se alejó por el camino mientras por el retrovisor veía a Jamie despedirse alegremente con la mano. Dobló en una curva y su hijo desapareció de su vista. Al cruzar la verja para salir a la carretera, se apartó con brusquedad las lágrimas y buscó un pañuelo de papel en el bolsillo de su abrigo. Se recordó por enésima vez que ella lo pasaba peor en esas ocasiones que Jamie. Sobre todo hoy, que James ya no estaba.
Siguió las indicaciones para llegar a la autopista que la llevaría a Londres en una hora. Por el camino, se preguntó una vez más si no se había equivocado al confinar a un niño de diez años en un internado, especialmente después de haber sufrido la pérdida de su bisabuelo hacía solo unas semanas. Pero Jamie estaba encantado con el colegio, sus amigos, su rutina, cosas que Zoe no podía darle en casa. En el colegio estaba floreciendo, madurando, haciéndose más independiente.
Incluso Charles, el padre de Zoe, lo había mencionado cuando lo dejó en Heathrow la tarde anterior. Su rostro moreno y atractivo había comenzado a mostrar, por fin, los signos de la edad, como consecuencia del profundo pesar que sentía por la muerte de su padre.
—Has hecho un gran trabajo, cariño, deberías estar orgullosa de ti misma. Y de tu hijo —le había dicho al oído cuando se despidieron con un abrazo—. Me gustaría que Jamie y tú vinierais a mi casa de Los Ángeles en vacaciones. Pasamos muy poco tiempo juntos y te echo de menos.
—Yo también te echo de menos, papá —respondió Zoe. Se quedó donde estaba, un poco sorprendida, mientras lo veía cruzar el control de seguridad. Su padre raras veces tenía elogios para ella. O para su nieto.
Recordó el día que, con dieciocho años, descubrió que estaba embarazada; casi se muere del disgusto y la conmoción. Recién salida del internado y con una plaza en la universidad, al principio le había parecido ridículo barajar siquiera la posibilidad de tener el bebé. Sin embargo, a lo largo del bombardeo de indignación y juicios por parte de su padre y sus amigos, sumado a la presión procedente de una fuente muy distinta, Zoe supo, en algún lugar de su corazón, que el bebé que llevaba en el vientre tenía que nacer. Jamie era fruto del amor, un regalo mágico, especial. Un amor del que, después de más de diez años, no se había recuperado del todo.
Se sumó al resto de coches que se dirigían veloces a Londres por la autopista mientras las palabras que su padre le había dicho diez años atrás resonaban en sus oídos.
—¿Tiene intención de casarse contigo el hombre que te ha dejado preñada? Que sepas que estás sola en esto, Zoe. El error es tuyo y a ti te toca ponerle remedio.
«Ni siquiera existía la posibilidad de casarme con él», pensó ahora con tristeza.
Solo James, su querido abuelo, había mantenido la calma; una presencia serena que le ofreció sentido común y respaldo cuando las demás personas que la rodeaban no hacían más que despotricar.
Zoe siempre había sido el ojito derecho de James. De niña ignoraba que ese bondadoso hombre de voz fuerte y profunda, que se negaba a que lo llamaran «abuelo» porque decía que le hacía sentirse viejo, era uno de los actores clásicos más alabados del país. Zoe había crecido en una casa confortable de Blackheath con su madre y su hermano Marcus, cuatro años mayor que ella. Sus padres ya se habían divorciado para cuando Zoe cumplió los tres, y desde entonces rara vez veía a su padre, que se había mudado a Los Ángeles. Así pues, James se convirtió en la figura paterna de Zoe. Su laberíntico caserón de Dorset, llamado Haycroft House, con su huerto y sus acogedores dormitorios en el desván, constituían el escenario de sus recuerdos de infancia más felices.
Semiretirado, con alguna que otra escapada a Estados Unidos para una aparición breve en una película a fin de «ganarse los garbanzos», como decía él, su abuelo siempre había estado a su lado, sobre todo después de que la madre de Zoe muriera repentinamente en un accidente de tráfico a solo unos metros de su casa. Ella tenía entonces diez años y su hermano Marcus, catorce. Del funeral solo recordaba que había permanecido aferrada a su abuelo, observando su rostro grave y su mandíbula apretada, las lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas mientras el pastor entonaba las plegarias. Fue un sepelio tenso y lúgubre. La obligaron a llevar un tieso vestido negro con puntillas que le irritaban el cuello.
Charles, que había regresado de Los Ángeles para el funeral, intentaba consolar a un hijo y una hija que apenas conocía, pero era James quien enjugaba las lágrimas de Zoe y la abraza cuando lloraba hasta altas horas de la noche. James también había intentado consolar a su nieto, pero Marcus se había encerrado en sí mismo y se negaba a hablar. Recluyó el dolor por la pérdida de su madre en lo más hondo de su ser.
Charles se llevó a Zoe a vivir a Los Ángeles, pero a Marcus lo enviaron a un internado en Inglaterra. Era como si Zoe no solo hubiese perdido a su madre, sino también a su hermano. Toda su vida de un plumazo.
Cuando llegó al calor seco e irritante de la casa estilo hacienda que su padre tenía en Bel Air, Zoe descubrió que tenía una «tía Debbie», una mujer que, al parecer, vivía con papá e incluso dormía en la misma cama que él. Tía Debbie era muy rubia y voluptuosa y no le hizo ninguna gracia la llegada de una niña de diez años a su vida.
La matricularon en un colegio de Beverly Hills que Zoe odió desde el primer momento. Apenas veía a su padre, demasiado ocupado haciéndose un hueco como director de cine. En lugar de eso, tuvo que soportar la idea que Debbie tenía de cómo criar a un niño: cenas precocinadas y dibujos animados a todas horas. Añoraba muchísimo el cambio de estaciones de Inglaterra y detestaba el calor áspero de Los Ángeles y sus acentos escandalosos. Escribía largas cartas a su abuelo en las que le suplicaba que fuera a buscarla y se la llevara a vivir con él a su querida Haycroft House e intentaba convencerle de que podía cuidar de sí misma. Y de que si le dejaba volver a casa, no sería ninguna carga para él.
Seis meses después de su llegada a Los Ángeles, un taxi apareció frente a la casa. James se apeó del mismo luciendo un distinguido panamá y una sonrisa de oreja a oreja. Zoe todavía recordaba su inmensa dicha cuando echó a correr por el camino de entrada y se arrojó a sus brazos. Su protector había respondido a sus ruegos y había venido a rescatarla. Mientras Debbie se retiraba enfurruñada a la piscina, Zoe volcó todas sus penas en los oídos de su abuelo. Acto seguido, James telefoneó a su hijo y le habló de la infelicidad de Zoe. Charles, que estaba rodando en México, estuvo de acuerdo en permitir que James se la llevara de vuelta a Inglaterra.
Zoe pasó el largo vuelo sentada feliz junto a su abuelo, aferrada a su mano y con la cabeza recostada en su hombro firme y competente, sabedora de que quería estar allí donde él estuviese.
El acogedor internado de Dorset, donde residía de lunes a viernes, fue para ella una experiencia dichosa. James siempre recibía de buen grado a las amigas de Zoe, tanto en Londres como en Haycroft House. No fue hasta que empezó a reparar en la expresión de admiración de los padres cuando venían a recoger a sus hijas y estrechaban la mano del gran sir James Harrison que fue consciente de hasta qué punto era famoso su abuelo.
Con los años, James le transmitió su amor por Shakespeare, Ibsen y Wilde. Juntos asistían con regularidad a las representaciones del Barbican, el National Theatre o el Old Vic. Entonces se quedaban a dormir en Londres, en la imponente casa que James tenía en Welbeck Street, y pasaban el domingo delante del fuego, analizando el texto de la obra.
A los diecisiete años, Zoe ya sabía que quería ser actriz. James solicitó los folletos de todas las escuelas de arte dramático y los examinaron detenidamente, sopesando los pros y los contras, hasta que decidieron que Zoe debía estudiar primero literatura inglesa en una buena universidad y a los veintiuno entrar en alguna de aquellas escuelas.
—En la universidad no solo estudiarás los textos clásicos, lo que dará profundidad a tus interpretaciones, sino que al terminar serás más madura y estarás preparada para absorber toda la información que te ofrezcan en la escuela de arte dramático. Además, un título te dará algo en lo que respaldarte.
—¿Crees que fracasaré como actriz? —le preguntó Zoe, horrorizada.
—No, cariño, desde luego que no. Para empezar, eres mi nieta —rio James—, pero eres tan endiabladamente guapa que a menos que tengas un condenado título, no te tomarán en serio.
Ambos estuvieron de acuerdo en que Zoe, si los resultados de los exámenes de bachillerato eran tan buenos como esperaban, solicitara una plaza en Oxford para estudiar literatura inglesa.
Y entonces se enamoró. Justo en plenos exámenes finales.
Cuatro meses más tarde estaba embarazada y hundida. Su futuro, planeado con tanto esmero, se había hecho añicos.
Temerosa de la reacción de su abuelo, Zoe se lo soltó una noche mientras cenaban. James palideció, pero asintió con calma y le preguntó qué quería hacer. Zoe se echó a llorar. La situación era tan horrible, tan compleja, que no fue capaz de contarle a su querido abuelo toda la verdad.
A lo largo de aquella espantosa semana en la que Charles llegó a Londres, acompañado de Debbie, despotricando contra Zoe, llamándola idiota y exigiendo conocer la identidad del padre, James permaneció en todo momento al lado de su nieta, infundiéndole fuerza y valor para tomar la decisión de tener el niño. Ni una sola vez le preguntó quién era el padre. Ni la interrogó sobre el viaje a Londres que había dejado a Zoe exhausta y blanca como un espectro cuando la recogió en la estación de Salisbury y ella se arrojó llorando a sus brazos.
Si no hubiera sido por el amor de James, por su apoyo y su fe ciega en la capacidad de su nieta de tomar la decisión correcta, Zoe sabía que no lo habría conseguido.
Cuando Jamie nació, Zoe observó que los ojos azul claro de James se llenaban de lágrimas al conocer a su bisnieto. El parto había sido prematuro y tan rápido que Zoe no había tenido tiempo de hacer el trayecto de media hora entre Haycroft House y el hospital más cercano. Así pues, Jamie había nacido en la vieja cama con dosel de su bisabuelo, con la comadrona del pueblo al mando. Mientras Zoe resoplaba agotada y dichosa, James tomó en sus brazos a su diminuto y chillón bisnieto.
—Bienvenido al mundo, hombrecito —susurró antes de besarle suavemente en la frente.
En ese momento, Zoe decidió que llamaría a su hijo como su abuelo.
Ignoraba si el vínculo se formó entonces o en las semanas posteriores, cuando abuelo y nieta se turnaban para levantarse por la noche y acunar a un bebé llorón por culpa de los cólicos. James había sido un padre y un amigo para su hijo. Niño y anciano pasaban muchas horas juntos, aunque James tuviera que sacar energía de debajo de las piedras para jugar con Jamie. Cuando Zoe llegaba a casa, encontraba a su abuelo en el huerto, lanzándole la pelota a Jamie para que la golpeara con el pie. James se llevaba a su bisnieto de excursión por los serpenteantes caminos de Dorset y le instruía sobre las flores que crecían en los arbustos y en su precioso jardín. Peonias, lavanda y salvia competían por un hueco en los amplios parterres. Y a mediados de julio, el olor de las rosas favoritas de James se colaba por la ventana de su cuarto.
Había sido una época hermosa y tranquila en la que a Zoe le había bastado con estar con su pequeño y su abuelo. Su padre, que acababa de ganar un Oscar, se hallaba en el punto álgido de su carrera y Zoe apenas tenía noticias suyas. Intentaba que no le afectara, pero anoche, cuando su padre la abrazó en el aeropuerto y le dijo que la echaba de menos, el invisible hilo paterno había tirado de su corazón.
«Él también se está haciendo mayor», pensó mientras rodeaba la rotonda al final de la autopista y ponía rumbo al centro de Londres.
Cuando Jamie cumplió tres años, James la persuadió con dulzura de que solicitara una plaza en una escuela de arte dramático.
—Si consigues entrar, podemos vivir los tres en Welbeck Street —le dijo—. Jamie debería empezar a ir a la guardería dos mañanas por semana. Es bueno que se relacione con otros niños.
—Estoy segura de que no entraré —farfulló Zoe cuando por fin accedió a pedir plaza en la RADA, la Real Academia de Arte Dramático, a pocos minutos en bici de Welbeck Street.
Pero la aceptaron, y con la ayuda de una joven niñera francesa que recogía a Jamie de la guardería a las doce y cocinaba para él y para su abuelo, Zoe terminó sus tres años de estudios.
James acorraló entonces a su agente y a un montón de amigos directores de casting para que asistieran a la representación de fin de carrera de su nieta.
—¡Cariño, el mundo está basado en el nepotismo, seas actor o carnicero!
Al salir de la academia, Zoe ya contaba con un agente y con su primer papel pequeño en una serie de televisión. Para entonces, Jamie iba al colegio y poco después la carrera de Zoe como actriz empezó a despegar. No obstante, para su decepción, era la pantalla y no los escenarios, su primer amor, lo que le daba trabajo.
—Deja de quejarte, niña —le regañó James un día que Zoe llegó a casa después de una infructuosa jornada de rodaje en East London. Había llovido a cántaros y no habían podido filmar una sola escena—. Tienes trabajo, que es lo máximo a lo que puede aspirar un actor joven. Con el tiempo llegará la Royal Shakespeare Company, te lo prometo.
Si Zoe había reparado en el lento deterioro de su abuelo a lo largo de los tres años siguientes, comprendió que había elegido ignorarlo. Solo cuando James empezó a retorcerse de dolor insistió en que fuera al médico.
Le diagnosticaron cáncer intestinal en fase avanzada; se había extendido hasta el hígado y el colon. Dada la edad y la fragilidad de James, el extenuante tratamiento de quimioterapia quedó descartado. El médico había propuesto cuidados paliativos que le permitieran pasar el tiempo que le quedaba con buena disposición de ánimo, sin tubos ni goteros. A medida que James empeorara, si precisaba algún tipo de cuidado extra para su bienestar, se lo proporcionarían en casa.
A Zoe se le saltaron de nuevo las lágrimas al pensar en entrar en la casa vacía de Welbeck Street, una casa donde hacía tan solo dos meses se respiraba el agradable aroma a Old Holborn, el tabaco que James había fumado a escondidas hasta el día de su muerte. Los últimos meses había estado muy mal. Le fallaban el oído y la vista y sus huesos de noventa y cinco años suplicaban descanso. Pero el carisma de James, su sentido del humor y su fuerza vital habían seguido llenando la casa.
El verano pasado Zoe había tomado la dolorosa decisión de enviar a Jamie a un internado por su propio bien. No deseaba que su hijo tuviera que presenciar el deterioro de su adorado bisabuelo. Estaban muy unidos, por lo que Zoe comprendió que debía acostumbrar a su hijo a una vida sin «Bisa-James», como él lo llamaba, con suavidad, con el menor dolor posible. Jamie no veía que las arrugas de Bisa-James eran cada vez más profundas, que las manos le temblaban cuando jugaban a cartas, que se quedaba dormido en su sillón después de comer y no se despertaba hasta bien avanzada la tarde.
De modo que Jamie se marchó al internado en septiembre y, por fortuna, se había adaptado de maravilla mientras Zoe hacía una pausa en su floreciente carrera cinematográfica para cuidar de un anciano que estaba cada vez más frágil.
Una gélida noche de noviembre, cuando Zoe se disponía a retirar una taza vacía, James le había agarrado la mano.
—¿Dónde está Jamie?
—En el colegio.
—¿Puede venir a casa este fin de semana? Necesito verle.
—James, no sé si es buena idea.
—Es un muchacho listo, más que la mayoría de los chicos de su edad. Desde que nació he sabido que no soy inmortal y que solo alcanzaría a disfrutar de sus primeros años de vida. He preparado a Jamie para mi inminente partida.
—Entiendo. —La mano que sostenía la taza temblaba tanto como la de su abuelo.
—¿Le pedirás que venga a casa? Es preciso que lo vea. Pronto.
—De acuerdo.
Con renuencia, ese fin de semana Zoe fue a recoger a Jamie al internado. Durante el trayecto a casa le contó que Bisa-James estaba muy mal. Jamie asintió con el flequillo sobre los ojos, ocultando su expresión.
—Lo sé, me lo dijo durante las vacaciones. También me dijo que me haría llamar cuando llegara el… momento.
Mientras Jamie corría escaleras arriba, Zoe se paseó por la cocina, preocupada por la reacción de su adorado hijo cuando viera el estado de Bisa-James.
Esa noche, mientras los tres cenaban en la habitación de James, Zoe advirtió que el anciano estaba bastante más animado. Jamie pasó el resto del fin de semana instalado en el dormitorio de su bisabuelo. Cuando, el domingo, Zoe subió y le dijo a su hijo que tenían que irse o les cerrarían las puertas del colegio, James abrió los brazos de par en par.
—Adiós, muchacho. Cuídate mucho, y cuida de tu madre.
—Lo haré. ¡Te quiero! —Jamie abrazó a su bisabuelo con la entrega propia de un niño.
Apenas hablaron durante el trayecto hasta el colegio de Berkshire, pero al entrar en el aparcamiento Jamie dijo al fin:
—Nunca más volveré a ver a Bisa-James. Me dijo que iba a irse pronto.
Zoe se volvió y observó la expresión grave de su hijo.
—Lo siento mucho, cariño.
—No te preocupes, mamá, lo entiendo.
Le dijo adiós con la mano, subió la escalinata y entró en el edificio.
Sir James Harrison, condecorado con la Orden del Imperio Británico, falleció apenas una semana después.
Zoe se detuvo junto al bordillo de Welbeck Street, bajó del coche y contempló la casa cuyo mantenimiento recaería ahora sobre sus hombros. El edificio de ladrillo rojo, pese a su moderna fachada victoriana, llevaba allí más de doscientos años, y Zoe vio que los altos marcos de las ventanas necesitaban una mano urgente de pintura. A diferencia de sus vecinos, tenía la fachada un poco curva, como una barriga agradablemente llena, y una altura de cinco plantas, con las ventanas del desván haciéndole un guiño como dos ojos brillantes.
Subió los escalones, abrió la pesada puerta y la cerró tras de sí antes de recoger la correspondencia del felpudo. Su aliento era visible en el aire frío de la casa y, presa de un escalofrío, se dijo que ojalá pudiera regresar a la reconfortante y semiaislada Haycroft House. Pero tenía trabajo que hacer. Justo antes de morir, James había insistido encarecidamente en que aceptara el papel protagonista de una nueva versión cinematográfica de Tess dirigida por Mike Winter, un joven británico con una carrera prometedora. Zoe le había entregado el guion a su abuelo solo para evitar que se aburriera durante su enfermedad —era uno de los muchos que le enviaban cada semana— y no esperaba que se lo leyera.
—Un papel como el de Tess no caerá en tus manos todos los días, y este guion es excepcional ⸺—le dijo cuando lo leyó, sujetándole la mano—. Te ruego que lo aceptes, niña. Te convertirá en la estrella que mereces ser.
No había necesitado decir que era su «última petición». Zoe lo había visto en sus ojos.
Sin quitarse el abrigo, cruzó el pasillo y subió el termostato. Escuchó el traqueteo metálico de la vieja caldera volviendo a la vida y rezó para que las tuberías no se congelaran con las gélidas temperaturas invernales. Cuando entró en la cocina, vio copas de vino y ceniceros sucios todavía apilados en el fregadero, los restos de la fiesta-velatorio que se había visto obligada a ofrecer después del funeral en honor de James. Había perfeccionado una expresión de gentil gratitud mientras docenas de personas se le acercaban para darle el pésame y contarle divertidas anécdotas de su abuelo.
Vació los ceniceros con desgana en el rebosante cubo de basura. Era consciente de que la mayor parte del dinero de Tess tendría que destinarlo a renovar la vieja casa. La cocina, sin ir más lejos, pedía a gritos una reforma.
La lucecita del contestador automático parpadeaba sobre la encimera. Zoe le dio al play.
«¿Zoe? ¡Zoeeeeee…! Vale, veo que no estás. Llámame a casa enseguida. ¡Es urgente!»
Se encogió al oír la voz pastosa de su hermano. El día previo se había horrorizado al ver el atuendo que Marcus había elegido para acudir a la iglesia, sin ni siquiera una pobre corbata, y para colmo se había largado del velatorio en cuanto pudo, sin despedirse. Zoe sabía que era porque estaba enfadado.
Tras la muerte de su abuelo, Charles, Marcus y ella habían asistido a la lectura del testamento. Sir James Harrison había decidido dejar prácticamente todo su dinero y Haycroft House a Jamie en un fondo del que podría disponer cuando cumpliera veintiún años. También había una póliza de seguros para pagarle el colegio y la universidad. A Zoe le había dejado Welbeck Street, además de todos los recuerdos de su carrera teatral, los cuales ocupaban buena parte del desván de Haycroft House. Sin embargo, no le había dejado dinero líquido; Zoe sabía que su abuelo quería que pasara hambre y continuara luchando por su carrera de actriz. También había una generosa suma de dinero en fideicomiso para crear la Beca Sir James Harrison, destinada a pagar los estudios de dos jóvenes con talento que carecieran de recursos para asistir a una escuela de arte dramático acreditada. En el testamento pedía que Charles y Zoe dirigieran el proyecto.
James le había dejado a su nieto cien mil libras, una suma «irrisoria» según Marcus. Después de la lectura del testamento, Zoe pudo sentir la decepción de su hermano emanando de todos sus poros.
Encendió la tetera mientras se debatía entre devolverle la llamada o no. Sabía que si no lo hacía, Marcus sería capaz de telefonearla a altas horas de la madrugada, borracho e ininteligible. Pese a lo terriblemente egocéntrico que podía ser a veces, Zoe quería a su hermano y recordaba su infancia juntos y lo dulce y amable que había sido siempre con ella cuando eran más jóvenes. Dejando a un lado su comportamiento actual, sabía que Marcus tenía buen corazón, pero también era cierto que su tendencia a enamorarse de la mujer equivocada y su desastrosa cabeza para los negocios lo habían llevado a la ruina y la depresión.
Después de terminar la universidad, Marcus se había ido a Los Ángeles para instalarse en casa de su padre e intentar abrirse camino como productor de cine. Zoe había sabido por boca de Charles y de James que las cosas no estaban saliendo como su hermano había planeado. Durante los diez años que había pasado en Los Ángeles, todos sus proyectos habían fracasado, dejándolo a él y a su benefactor, su propio padre, desencantados. Y a Marcus casi sin blanca.
—El problema con ese muchacho es que sus intenciones son buenas, pero es un soñador —comentó James cuando Marcus regresó de Los Ángeles tres años atrás con el rabo entre las piernas—. Este nuevo proyecto —James agitó la propuesta cinematográfica que Marcus le había enviado con la esperanza de que se la financiara— está lleno de firmes valores políticos y éticos, pero ¿dónde está la historia?
Por consiguiente, James se había negado a respaldarlo.
Aunque su hermano no supiera ayudarse a sí mismo, Zoe se sentía culpable por el hecho de que ella y su hijo hubieran recibido un trato de favor por parte de James, tanto durante su vida como en su testamento.
Envolvió la taza de té con las manos, entró en la sala y paseó la mirada por los arañados muebles de caoba, el gastado sofá y las vetustas sillas con el asiento hundido. Las pesadas cortinas de damasco estaban descoloridas y tenían pequeñas rendijas verticales abiertas en el frágil tejido, como si un cuchillo invisible las hubiera cortado igual que a la mantequilla. Mientras subía a su dormitorio pensó que intentaría retirar las deshilachadas alfombras para ver si se podía rescatar el suelo de madera.
Se detuvo en el rellano, frente a la habitación de James. Ahora que la lúgubre parafernalia para mantenerlo con vida había desaparecido, la estancia daba la impresión de estar vacía. Abrió la puerta y entró, imaginándose a James sentado en la cama con una simpática sonrisa en el rostro.
Sintió que se quedaba sin fuerzas; resbaló hasta el suelo y se acurrucó contra la pared mientras toda su pena y su dolor salían en forma de violentos sollozos. No se había permitido llorar así hasta entonces, conteniéndose por Jamie. Pero ahora, sola por primera vez en la casa, lloró por ella y por la pérdida de su verdadero padre y su mejor amigo.
El timbre de la puerta la sobresaltó. Se quedó muy quieta, confiando en que la inoportuna visita desistiera y le dejara lamerse las heridas en paz.
El timbre sonó de nuevo.
—¡Zoe! —gritó una voz familiar a través del buzón—. Sé que estás en casa, tu coche está fuera. ¡Déjame entrar!
—¡Maldito seas, Marcus! —blasfemó entre dientes, enjugándose con rabia las últimas lágrimas.
Bajó a la carrera, abrió la puerta de la calle y vio a su hermano apoyado en el marco de piedra.
—¡Caray, hermanita! —exclamó al verle la cara—. Pareces tan hecha polvo como yo.
—Gracias.
—¿Puedo entrar?
—Ya estás aquí, así que adelante —espetó Zoe, y se apartó para dejarle pasar.
Marcus fue directo al minibar de la sala de estar, donde cogió el decantador para servirse un generoso whisky antes de que ella hubiera cerrado siquiera la puerta.
—Iba a preguntarte cómo lo llevas, pero tu cara lo dice todo —señaló Marcus, recostándose en el orejero de piel.
—Marcus, dime qué quieres, sin rodeos. Tengo muchas cosas que hacer…
—No finjas que estás tan triste cuando el bueno de Jim te ha dejado esta casa. —Marcus barrió la estancia con los brazos al tiempo que el whisky chapoteaba peligrosamente contra las paredes del vaso.
—James te ha dejado mucho dinero —respondió Zoe apretando los dientes—. Sé que estás enfadado…
—¡Por supuesto que lo estoy! Estoy a esto… a esto de conseguir que Ben McIntyre acepte dirigir mi nuevo proyecto cinematográfico, pero quiere estar seguro de que tengo el capital para comenzar la preproducción. Solo necesito cien mil libras en la cuenta de la empresa para que acepte.
—Ten paciencia, lo recibirás cuando se valide el testamento. —Zoe se sentó en el sofá frotándose las doloridas sienes—. ¿No puedes pedir un préstamo?
—Ya conoces mis antecedentes. Y Marc One Films tampoco tiene el mejor historial financiero. Ben se buscará otro proyecto si no le doy una respuesta ya. En serio, Zoe, si conocieras a esos tipos también querrías participar. Será la película más importante de esta década, por no decir del milenio…
Zoe suspiró. Había oído hablar mucho del proyecto de Marcus durante las últimas semanas.
—Y tenemos que empezar a solicitar los permisos para rodar en Brasil cuanto antes. Ojalá papá me dejara el dinero hasta que se valide el testamento, pero no quiere. —Marcus la miró con fuego en los ojos.
—No puedes echarle en cara que se haya negado. Papá te ha ayudado muchas veces.
—Pero esto es diferente, esto lo cambiará todo, Zoe, te lo juro.
Ella calló y le sostuvo la mirada. Marcus había descuidado su aspecto las últimas semanas, y cada vez le preocupaba más lo mucho que bebía.
—Ya sabes que no tengo dinero en efectivo, Marcus.
—¡Vamos, Zoe! Seguro que podrías rehipotecar esta casa, o incluso conseguir un crédito para mí de unas pocas semanas, hasta la validación del testamento.
—¡Basta! —Zoe dio una palmada en el brazo del sofá—. ¡Ya es suficiente! Pero ¿tú te oyes? ¿De verdad te sorprende que James no te dejara la casa, cuando sabía que lo más probable era que la vendieras al día siguiente? Y apenas viniste a verle cuando estaba enfermo. Era yo la que cuidaba de él, la que le quería…
A Zoe se le quebró la voz. Tragó saliva para contener el llanto que amenazaba con salir.
—Sí, bueno… —Marcus tuvo la decencia de mostrarse compungido. Bajó la mirada y bebió un sorbo de whisky—. Siempre fuiste su ojito derecho, ¿no? A mí apenas me veía.
—Marcus, ¿qué pasa contigo? —dijo Zoe con calma—. Te quiero y me gustaría ayudarte, pero…
—No confías en mí, al igual que papá y sir Jim. Esa es la verdadera razón, ¿no?
—¿Y te sorprende, dada la manera en que has estado comportándote últimamente? Hace siglos que no te veo sobrio…
—¡No me vengas con esas! Cuando mamá murió, la máxima preocupación de todos era quién iba a cuidar de la preciosa Zoe. ¿Y quién pensó en mí, eh?
—Si vas a empezar a sacar cosas del pasado, puedes hacerlo en tu casa, yo estoy demasiado cansada para escucharte. —Se levantó y señaló la puerta—. Llámame cuando estés sobrio. No pienso hablar contigo estando así.
—Zoe…
—Hablo en serio. Marcus, te quiero, pero tienes que tranquilizarte.
Él se levantó trabajosamente, dejó el vaso de whisky en el suelo y abandonó la sala.
—Recuerda que has de llevarme al estreno de la semana que viene —llamó Zoe.
Marcus no respondió y se marchó dando un portazo.
Zoe entró en la cocina para prepararse una taza de calmante manzanilla y se quedó mirando los armarios vacíos. Tendría que conformarse con una bolsa de patatas fritas para cenar. Buscó en la pila de cartas que descansaba junto al teléfono la invitación al estreno de la película que había terminado justo antes de que la enfermedad de James se agravara. Estaba leyendo los detalles para poder enviárselos a Marcus por mensaje de texto cuando reparó en el nombre que aparecía en la parte superior de la tarjeta.
—Dios mío —susurró.
Se derrumbó en una silla mientras el estómago le daba un vuelco de trescientos sesenta grados.