El cobarde

Los perros se bebieron la tarde y les quedó el hocico todo lleno de sangre. La montaña arqueó la espalda y se salió de los cafetales el caminito de Las Lajas que pasa por los ojochales. A pie venía bajando por allí el viejo Rafael.

Unas mujeres estaban apaleando a un perro que andaba siguiendo a unas gallinas cuando vieron venir al viejo.

—Vos, ¿no es ése el tata de la Engracia?

El viejo oyó pero se les hizo el distraído.

—Ése es, el de la que le va a tener muchacho a Toño Roque.

El viejo también oyó eso y se hizo más el disimulado, como que se estaba desentumiendo los dedos de la mano derecha y más adelante recogió una varita.

Las mujeres dejaron en paz al perro que salió corriendo y se metió debajo de una mesa en la cocina; la más gorda de ellas se volteó para donde venía caminando el viejo.

—Adiós —dijo el hombre sin volver a ver.

—Adiós pues —dijo la mujer mientras alzaba una tajona.

El viejo quebró la varita y se la metió en la boca. Era verdad. De la hija del viejo se habían burlado y ya iba a tener un hijo, así no más, sin casarse ni nada. Pero el viejo era un cobarde: ni siquiera era rajón, y ni se mosqueaba cuando la gente hablaba de eso.

El caminito se acabó en una de las entradas del pueblón vacío y Rafael contestó los saludos sin volver a ver, llegó a la plaza y los caballos que estaban amarrados en los postes levantaron la cabeza pero no les devolvió el saludo.

Se fue para la cantina a pagarle una cuenta al dueño; tampoco volvió a ver a nadie. Entró y se fue directo al mostrador; se metió la mano en la bolsa y allí se le tuvo que quedar:

—Idiay viejo, ¿cómo está la Engracia?

No volvió a ver.

—Deme razón, ¿ya nació el muchacho?

Bajó la cabeza y con los ojos siguió una humedad que había en la tabla en forma de vientre y que se iba secando.

—¡Qué viejo más cochón!

La voz siguió golpeando y el viejo sacó la mano de la bolsa y puso sobre el mostrador los ocho pesos que debía, en un motetito arrugado que se fue abriendo poco a poco hasta enseñar las monedas que tenía dentro.

—Bueno, pues, suegro, no me va a hablar, ¿que ya no se acuerda de mí? Yo soy su Toño, el de su Engracia…

Ya esa voz la conocía de antes, y por eso no volvió a ver y más porque tenía miedo. No hallaba cómo salirse de allí y al fin empezó a caminar hasta la puerta y ya al salir recibió el último saludo:

—Ahí me lleva al muchacho cuando nazca para conocerlo…

Y le estrelló por detrás una carcajada que se quedó pintada en la etiqueta de las botellas que habían en la mesa.

Cuando se sintió en la calle por fin respiró profundo; al pasar por la plaza ya los caballos no levantaron cabeza y tenían cerrados los ojos.

Agarró el sombrero con las dos manos y se lo metió con fuerza en la cabeza.

A la vuelta ya estaba oscuro y las viejas ya no estaban en el patio; la más alta estaba en la cocina mascando un puro, pero no lo vio. «Mejor», pensó, y siguió caminando.

No sabía en qué parte del cuerpo era cobarde pero sí sabía que lo era cuando le agarraba canillera o el corazón le levantaba el pecho.

Era un cobarde de los que ni siquiera se ponen bravos.

Llegó a su casa y ya la Engracia estaba acostada. Le echó una jícara de agua a los tizones y se fue a acostar; se echó en el tapesco con todo y ropa de domingo y se durmió ya: sin preocuparse por el hombre ese.

La mañana entró sin avisarle a nadie. Se levantó a las cinco y se fue al lavandero de ropa a lavarse la cara.

Por la tranquera vio entrar dos guardias también sin anunciarse; uno de ellos, el que venía atrás, quedó viendo un mango que estaba colgado del palo que había a la orilla de la tranquera: el otro llegó primero donde el viejo.

Lo quedó viendo y botó un poco de agua que tenía en la boca; encaramó el pie en un banco y empezó a amarrarse el caite del pie derecho.

—¿Quiubo? —le preguntó.

—¿Usted es el suegro de Toño?

El viejo apeó la canilla y se abrochó el último botón de la camisa.

—Con mi hija no se ha casado.

—Bueno, pues como sea, ¿pero usté es el tata de la Engracia?

El viejo se arrecostó en un horcón y escupió sobre la sombra que había dejado el agua que botó.

—Pues sí, la Engracia es mi hija.

—Ah, pues va a pasar.

El viejo no entendió y se adelantó donde estaba el guardia que tenía el rifle cruzado sobre los hombros y agarrado con las dos manos.

—Ideay, ¿y por qué?

—Usté ya sabe bien.

Volvió a ver para dentro de la casa donde una gallina estaba escarbando.

—Por Diosito que yo no sé nada.

—No se haga el nuevo, viejo; anoche se voló a su yerno.

El viejo quedó viendo al guardia y cambió de color.

—¿Yo?

—En la Barranca de los López; tiene la cabeza partida de un machetazo.

Ni siquiera se atrevió a pensar porque hasta eso le daba miedo.

La Engracia salió y vio a los guardias.

—Ideay tata, ¿no les ofrece asiento?

—No, si ya nos vamos, dijo el viejo.

—¿Ideay pues, adónde?

—Anoche se volaron al hombre.

Rafael se volteó para donde estaban los guardias y con el caite del pie izquierdo hizo una equis sobre la sombra que había dejado el agua y se pasó llevando la saliva.

Empezó a caminar; el guardia que estaba parado más adelante montó el rifle y el otro recogió un mango que acababa de caer de un palo que estaba a la orilla de la tranquera.

El estudiante

El estudiante

En medio sol, el bus se estiraba sin prisa como un garrobo por la aburrida carretera; el aparato tenía dos horas de sudar sobre el asfalto y por fin el muchacho vio alzarse después de una vuelta una gran antena de radio, y más allá el cementerio, con cruces, como todos los cementerios; el trasto se fue parando poco a poco, el colector del bus se apeó, le dio un peso al guardia y el bus siguió adelante. La ciudad sudaba por todos sus campanarios y el muchacho comenzó a distribuir su mirada: la calle se fue haciendo más profunda hacia adelante y otro muchacho que iba sentado a su lado lo codeó y le dijo: —esa es la 21—, y dos guardias nacionales metieron a empujones a un hombre a una casa enorme, que parece que en un tiempo fue iglesia.

Por fin el bus se fue a parar frente a una enorme iglesia bostezante y el muchacho supo que esa era la catedral, con sus leones y todo; y le pareció un enorme puño, con un gran aburrimiento de golpear en cada campanada. Se bajó y se sintió nuevo entre tanta cosa vieja: para allá, don Máximo Jerez daba las espaldas a la catedral, mirando para el comando. Como docena y media de choferes se acercaron al bus gritando: ¡Taxi! ¡Taxi! ¡Taxi! y se abalanzaron sobre las valijas: el muchacho se paró detrás del bus a que le bajaran las de él, y un chofer peinado con bastante brillantina se le acercó: ¿taxi, bachiller? Aquel verde, mire, allá…

El muchacho se fue a montar al viejo modelo recién pintado; abrió la puerta de atrás y se sentó. De repente, aquel «taxi, bachiller» le agradó. Hacía tres meses llevaba un anillo de grado en el dedo y su familia lo mandaba a estrenar el título a la Universidad: lo matricularon en Derecho porque la gente decía que era «lo más fácil y bonito». Allí estaba, recién metido en una ciudad rara, caliente y extraña, comenzando una carrera por la que no sentía nada, nada. Comparó dos pensamientos y vio que sentía más por la muchacha que quedaba atrás, allá en el pueblo, que por su carrera. Y se abrió el primer botón de la camisa cuando el carro arrancó.

El auto se fue por unos empedrados y fue a parar junto a una esquina.

—Aquí es, bachiller.

Se bajó con una confusión de extraños sentimientos y con unas ganas enormes de volverse a su casa; pero había un tanto más de 200 kilómetros que el volverlos a recorrer podría matar a su padre del corazón. Conoció la pensión por el rótulo mal pintado y con mala ortografía: SE ASEPTAN COMENZALES. Se parecía a la casa que sale en las geografías y que es donde vivió Rubén Darío: con una puerta en la esquina y un pilar en medio de la puerta. Una señora gorda salió a recibirlo.

—¡Ah! ¿Usted es el muchacho de don Francisco?

—Sí… sí, señora, yo soy…

—Entre pues, muchacho; este viaje debe haberlo cansado mucho…

Y con una valija en cada mano entró en la casa. Le pareció vacía y con muebles que no servían para nada; de una pared colgaba el retrato de un señor de barba.

—Mire, aquí es su cuarto… ponga allí sus valijas… y allá quedan los servicios… cuando quiera algo sólo me llama; ah… y si quiere comer ya… —no dijo nada; se apretó el labio de arriba contra los dientes y le dieron unas ganas enormes de ponerse a llorar.

Cuando fue de tarde no hubo ningún cambio en aquel León; como las clases empezaban hasta el día siguiente, salió a dar una vuelta. Por primera vez en una ciudad extraña todo le parecía extraño: tanta casa viviendo más de lo suficiente, todo aquello levantado en otros siglos y que aún estaba en pie. Llegó a la universidad y lo recibieron estudiantes con tijeras y grandes risas, cuando salió tenía la cabeza llena de caminos mal construidos; ya en la calle se sintió más solo y sentía el sabor del pelo en la boca y sobre los ojos.

Llegó a la pensión de noche y la comida, bueno, le pareció que tenía alguna semejanza a comida; de todos modos se sentó a esperar que se fueran las horas.

—¿Y piensa su papá pagarme por adelantado?

Aquella voz le llegó de la señora que le miraba fijamente.

—Creo que sí, señora… él no me dijo nada…

—A pues, escríbale y le dice que así cobro yo… por si los enredos… Pero de todos modos, no se aflija, si el pago no viene a tiempo aquí hay casas en que por anillos, libros y otras cosas dan reales al interés, así me podrá pagar para mientras manda su papá…

Esta vez tampoco quiso hablarle, pero no se afligió, su papá tenía con qué pagar adelantado y su anillo no se lo estaba empeñando a nadie… Suavemente se lo llevó a la boca como para protegerlo.

Al día siguiente, los periódicos dijeron que había estallado una revolución en Chontales, ni siquiera pudo estrenar su título, ni su anillo ni su cabeza rapada, porque la universidad estuvo abierta sólo un día y la cerraron, se quedó solo en aquel León, la plata no llegó nunca y no podía volverse. A los días, salió su papá en la lista de los presos. Se llevó el anillo a la boca suavemente como para protegerlo.

—¿Dónde es que empeñan, me dijo?

La señora de la pensión lo miró y se levantó de su enorme silla.

—Mire, aquí a la vuelta de la esquina, media cuadra; en la casa puertas verdes, golpee.

Se cruzó la calle, buscó la casa y golpeó. Una mujer flaca, de anteojos y con dos largas manos huesudas como signos de peso, salió a abrirle la puerta.

—Vengo a…

—Entre.

—¿Cuánto quiere por ese anillo?

La tremenda psicología preventiva y hasta gitana de la mujer lo asustó un poco.

—Pues…

—Cincuenta. No doy más.

Toda discusión era en vano.

—Bueno, ¿y por los libros?

Extendió con las dos manos un Código Civil y un Derecho Romano; y hasta una Constitución que un tío le había dado «por si le servía».

—Cuarenta por los dos.

—Pero si están nuevecitos…

—Tome pues, lléveselos.

No tuvo más que hacer y también dejó los libros…

—Ah… y no se olvide que son diez pesos más por el anillo y diez por los libros los que me va a devolver.

Las últimas palabras las oyó ya en la calle. La ciudad sudaba de nuevo por todos sus campanarios. Estaba oscureciendo y las luces ya estaban encendidas.

Se cruzó la calle, oyó un pito y alguien le gritó: ¡taxi, bachiller!

El anillo ya no estaba allí. Se subió a la acera, apretó fuertemente los noventa pesos y el carro se perdió lentamente a la vuelta de la esquina.

La tarjeta

La tarjeta

Humberto Solano nació en el Barrio de Pescadores. Sus primeros años los pasó a la orilla de las cloacas haciendo barquitos, y su juventud, en los billares y en los burdeles de la costa. Pero cuando su padre en una picazón se ahogó allá, como a veinte varas del muelle, se tuvo que poner a trabajar porque se quedó solito con su mamá y Chabelita, que era la hermanita menor. Primero fue pescador porque en el barrio es el oficio más general. Después se aburrió del lago y se hizo cobrador de un bus urbano y también se cansó, y más, porque lo mareaba el tufo a gasolina y esa paradera a cada rato.

Y cuando la mayoría de edad le llegó, llena de sudor y de trabajo, ya no iba a los burdeles ni a las cantinas de la costa, y todo lo que ganaba se lo daba a su mamá y entre todos se ayudaban a vivir. Después se hizo celador nocturno de una casa de comercio en Managua. Le gustaba el trabajo porque amaba los rótulos luminosos que se dejaban caer desde arriba letra por letra, y cuando parecía que se iban a hacer cuechos en el suelo, se detenían y volvían a apagarse para volver a empezar. Las calles vacías le gustaban también porque eran tristes, y sólo se oían los rastrillazos de los barredores acumulando basura en las esquinas. Cuando le aburría el silencio se ponía a silbar, y cuando se aburría de silbar se ponía a caminar de esquina a esquina y de vez en cuando contaba sus propios pasos.

Rosa Solano, la madre de Humberto Solano, era una mujer que había pasado su vida repartida en dos partes: la primera en El Sauce, donde nació, y la segunda en el barrio, desde que se juntó con el difunto José María Larios, que se la trajo en tren desde su casa. Desde entonces, su vida había estado frente al lago: su casita, su marido y sus hijos. Casi todos los almuerzos de la familia eran guineos, arroz y frijoles. Cuando las inundaciones, la Cruz Roja les dio a comer sardinas enlatadas, pero no le gustaron porque hedían. Desde que José María Larios se murió se había vuelto triste, como uno de esos pájaros que se quedan debajo de la lluvia a la orilla de la costa. Pasaba todo el día en el aplanchador, porque aplanchando se ayudaba para vivir, o más bien de eso vivía. Y cuando el hijo volvía del trabajo no le besaba la frente. Ignoraba la mujer esa costumbre burguesa. Pero sí quería a su hijo desde adentro. Veintitantos años de tenerle amor.

Humberto Solano vivía ya en la civilización. Conocía de carros, rótulos luminosos, portones mecánicos, roconolas, periódicos, bodegas de almacén, trenes de aseo y cigarros mentolados. Su incorporación a la luminosa ciudad se había realizado con el amor que se va adquiriendo sin saberse cómo. Se sentía feliz en este mundo semimecanizado que para él estaba naciendo. Los billares y los burdeles de la costa le eran ya cosa olvidada y apenas iba a las roconolas porque de todos modos eran parte de su descubrimiento.

La madre de Humberto Solano era una mujer sencilla. Raras veces salía del barrio y ni siquiera conocía el cine. No leía periódicos ni oía radio ni roconolas. Nada más le importaba su trabajo, sus hijos y tener qué comer. La Chabelita iba a la escuela sólo porque había una cerca y como ya tenía doce años por lo menos debería aprender a leer. Pero la mujer despreciaba toda esa civilización. Para ella su vida estaba enfrente del lago. Ese enorme lago donde confluían todas las cloacas de la tremenda y trepidante civilización.

A Humberto Solano la ciudad le era ya inevitable, es más, la amaba con toda la puerilidad del primer amor que se le pegó en tantas cosas: el asfalto, los claxon, los policías en las esquinas, los semáforos más arriba. Le gustaba de noche y de día. Mientras más de cerca sentía aquellas calles asfaltadas que le lamían el alma, su deseo por el lago y su casa se iba perdiendo inevitablemente. Después de celador, se hizo chofer de un bus rural. Y como sus viajes eran a Tipitapa, al pasar por el aeropuerto, los aviones que dormían en la pista al atardecer le llenaban de alegría como si sintiera que algún día podría volar y ver la ciudad desde arriba, en toda su completa desnudez. Casa por casa, calle por calle.

Y cuando Humberto Solano se hizo buen chofer, le dieron a manejar el carro de un ministro y se olvidó de su barrio de pescadores, de su lago, de su mamá y de la Chabelita. Se consiguió una mujer del centro, y nunca volvió a la costa porque estaba incorporado ya a su civilización.

El 30 de mayo, Humberto Solano se fue a una librería y compró una gran tarjeta perfumada para su madre.

—Para que no diga que no me acuerdo de ella.

A las doce del día, el cartero tuvo que ir hasta la casita a dejar la tarjeta. Se la dio a la Chabelita.

—Mamá, mamá, aquí trajieron una carta.

La mujer puso una plancha en el fuego y no volvió a ver.

—A mí nadie me escribe. No debe ser aquí.

La Chabelita se arrimó a su mamá y volvió a leer el sobre.

—Cómo no mamá, aquí dice «DOÑA ROSA SOLANO».

La mujer agarró una camisa del motete y la pringó de agua.

—Abrila, pues.

La Chabelita abrió el sobre amorosamente.

—Güele, mamá.

La mujer tanteó una plancha con el dedo.

—Léela. Yo no puedo.

La Chabelita se arrimó al fuego y empezó a leer.

«QUE EN ESTE DÍA LAS CAMPANAS DE LA FELICIDAD TENGAN DULCES TAÑIDOS PARA USTED.» Eso estaba en letra de imprenta. «Su hijo, Humberto Solano.» Eso estaba a mano y con borrones, como el sobre.

La mujer pasó la plancha por toda la manga, y la repasó tres veces en el puño. Se acercó al fuego después y todas sus arrugas aparecieron detalladamente.

La Chabelita olió otra vez la tarjeta y respiró profundo, con placer.

La mujer asentó duro la plancha. Levantó la camisa para verle los quiebres y con la camisa también levantó su voz.

—Con eso no se come.

Se volteó y atizó el fuego.

—Ni con veinte desos papeles comemos.

Afuera, el lago se meneaba como una tremenda ala azul y sus plumas se revolcaban en la arena. Desde arriba, la civilización caía en el lago por todas sus cloacas.

Al rescate

Al rescate

Era el tercer crimen de aquella semana. Sobre la comunidad pesaba constantemente una terrible amenaza, pero todos dejaban impasibles que estas cosas sucedieran, nadie hacía nada para evitarlo. Estaban amarrados por una tensa corriente que les frenaba y les volvía cobardes. Ni los más arrojados del grupo, los que siempre habían salido adelante a jugarse la vida por la seguridad de las mujeres y de los débiles, hacían nada ahora. Permanecían silenciosos, agazapados detrás de los árboles, escondidos en sus casas, cuando a media noche llegaban los malvados a traer a las víctimas, a llevarlas violentamente para no volver. Y después, las noticias de los crímenes eran horribles: unas veces las torturaban con descargas eléctricas hasta matarlas y otras, simplemente les hundían un cuchillo en el cuello hasta que toda la sangre corría pesadamente.

La muerte estaba sobre ellos amarga e inevitable como una tormenta sin principio ni fin. Madres y hermanas eran golpeadas y vejadas al ser llevadas por los crueles, pero cobardemente ellos se habían resignado a esperar su turno. Aquellos individuos estaban exterminados desde antes de morir y silenciosos y cabizbajos esperaban, sólo esperaban.

Pero una tarde, dos hermanas débiles y tímidas, se resolvieron a evitar la muerte de su madre secuestrada la noche antes por los malvados. Ellas nunca merecieron la confianza de los demás, siempre fueron apartadas, declaradas incapaces de cualquier trabajo y rehuidas hasta en el amor. Jamás se habían separado de su madre y ahora lejos de ella sentían la angustia bullir como fiebre sobre sus cabezas. Y esto las impulsaba a tomar una decisión, que ni ellos, los más valientes se habían atrevido a tomar: libertar a la víctima, evitar el tercer crimen de aquella semana. La idea fue dicha al principio con timidez, con miedo, tan sólo como un consuelo recíproco, pero luego fue tomando forma, solidez, hasta proponerse llevarla a cabo definitivamente, sin vuelta atrás. Si ellas se la hubieran comunicado a los demás nadie las hubiera creído y en otras circunstancias hasta causaría risa. Pero ellas callaron, a nadie revelaron sus propósitos, lo planearon todo en el más absoluto secreto.

No iban a correr aquel inmenso peligro por afán de gloria ni por demostrar a los demás que sí eran capaces de algo grande. Sólo las movía lo terrible de aquella muerte, que las dejaría desamparadas para siempre. No les importaba que supieran que ellas habían rescatado a un miembro del grupo de manos de los asesinos, ni infundir ánimos. La vida de su madre cautiva tenía más valor que toda la gloria del mundo. Y desde el fondo de sus tímidos y temblorosos corazones saltaba su amor, flotaba inmerso de ternura, en el recuerdo de los días vividos junto a aquella dulce madre, que sabía protegerlas hasta con lo último de sus fuerzas.

Y débiles, temerosas e impotentes para los demás, ellas iniciaban ahora su rescate. Y loco y descabellado su plan, ellas iban a realizarlo a cualquier precio.

Esa noche discutieron por última vez, dispusieron los detalles, sellaron su compromiso.

Cuatro horas de camino habían del lugar donde vivían hasta el sitio donde ella iba a ser asesinada.

Emprendieron la larga caminata bajo la medianoche, porque tenían que estar allí para la madrugada cuando fuera llevada a la muerte. Desde su captura, no habían podido dormir. Primero, el insomnio de la separación y luego, largas horas planeándolo todo, discutiendo sus propósitos.

Sabían bien que la empresa era difícil. Los hombres estaban armados de cuchillos, uno de ellos tenía revólver, quizá rifles. Podría ocurrir que perdieran la vida las tres y nada se lograra sino más muertes. Pero ahora nada podría ya detenerlas, ni la muerte misma contra la que caminaban a luchar. «Salvarla» «salvarla» era la palabra que llenaba sus grandes corazones. Miedo y horror se depositaban en el fondo de ellas y por momentos se agitaban mientras caminaban tratando de vencer sus temores.

—¡Las luces hermana, las luces!

Abajo en el valle, brillaban las luces del lugar del crimen. Eran dos o tres, amarillas y pequeñas en medio de la obscuridad.

—Llegamos, hermana. ¿Vas a recordarlo todo, todos los detalles?

—Sí, todos.

Y se decidieron a bajar.

—Quizá una de nosotras tenga que morir, hermana…

Y la otra volvió la cabeza lentamente.

—Ya lo sé. Pero quizá ella se salve…

Cada palabra de la una confortaba a la otra. Entre las dos trenzaban ese duro lazo que las halaba hacia la madre en peligro.

—No les daremos tiempo. Vamos a entrar antes…

Lentamente iban acercándose a la casa. En sus pies se pegaba el barro, tropezaban.

Con el miedo oculto en sus corazones solitarios, llegaron. De adentro se oían las grandes voces de los hombres, confusas y groseras.

—Allí están ya…

Y tendieron sus oídos.

—No, deben ser otros. A ella no tardarán en traerla por este sendero…

Se decidieron a aguardar en silencio, temblorosas, agitadas, ocultas en la sombra. Una se situó adelante, lista para atacar a los malvados y la otra atrás, decidida al rescate, mientras la noche se volvía menos espesa, más transparente. Sigilosamente habían tomado sus posiciones, aguardando la llegada. Por debajo, estaba recogida toda su debilidad de hembras, mientras hacia arriba, saltaba su instinto pero matizado de temores.

De pronto, se oyó desde la casa un horroroso alarido de muerte que se vino dando vueltas hacia sus oídos y como alambre de púas rasgó sus orejas. Era un lamento agudo, poderoso, de herida mortal.

Desde la obscuridad se llamaron desesperadamente y se unieron frente a la puerta. Temblaban con un intenso miedo, con el horror espantoso de que fuera tarde.

Cuando asomaron sus cabezas por la puerta, vieron a la madre tendida en el suelo, con sus grandes ojos abiertos y fijos, manando una sangre caliente y ardorosa por la terrible herida abierta en la yugular. Ya no se estremecía, no gritaba, ni gemía siquiera. Rígida, estaba muerta.

Cuando los hombres se dieron cuenta de la presencia de ellas, se miraron asombrados. No intentaron nada, aunque el asesino tenía en su mano el cuchillo cubierto con la sangre de la víctima. Ellas bajaron sus cabezas y mientras unas lágrimas calientes y saladas corrían por sus mejillas, dentro ahogaban un grito desolado ¡Mamá! ¡Mamá! quisieron decir. Y abandonaron su primer empeño. ¿Para qué? Ella permanecía allí, muerta ya, sin remedio.

Y de golpe vinieron a sus mentes los recuerdos de las horas a su lado, del maternal cariño con que se acercaban a calentar sus cuerpos, atendiéndolas cariñosa, solícita, madre al fin.

Torpemente se volvieron hacia atrás y se perdieron en las sombras.

El aire azul de la noche subía espléndido y musical hacia el cielo y alguien cortaba arriba guirnaldas y racimos de estrellas.

Cuando subió la mañana el sol las encontró de regreso mordiendo el zacate seco de la vera del camino. Solas, tristes y huérfanas, las dos vacas hermanas, llevaban nublados sus grandes corazones por la sangre derramada que tanto amaban.

Félis Concóloris

Félis Concóloris

El Nuevas para hoy, diario oficial de la República en la cual transcurre esta historia, publicó de manera no muy principal la noticia de que «Alejandro Humberto Tiosca R., muy querido y eminente hijo de la patria» haría su llegada al país «en fecha no lejana y a la vez feliz para la nación».

Ciertas personas, que leen con detenimiento y avidez especial los periódicos, pudieron notar la gacetilla que figuró en páginas anteriores de la edición de ese día, ilustrada con una foto pequeñita del personaje. Seguidamente, la información añadía que el señor Tiosca era «uno de los más eminentes lexicólogos del mundo, dedicado desde años atrás a su fructífera labor intelectual».

Debo aclarar que nuestro pequeño país, con dos millones de habitantes, la mayor parte de ellos mal alimentados, según las estadísticas que año con año realiza la Oficina Internacional para el Control de la Salud, tenía otros problemas más importantes de qué ocuparse y los periódicos, otros asuntos de qué hablar con más alboroto, que sobre el regreso del señor Tiosca. Así que la noticia fue una más igual a las publicadas sobre la deserción de soldados en Bizerta, las inundaciones en Bingerville y los experimentos sobre el cruce de ganado de raza en Camberra. Pero a los tres días de haber sido publicada esta ordinaria noticia, apareció otra, destacada con más o menos importancia, la cual fue transmitida por el cable:

Kioto, Japón, abril 12 (US):El Congreso Internacional de Glosología Animal reunido aquí resolvió tras intensos debates establecer un nuevo sistema de nomenclatura científica para los gatos. Así que de ahora en adelante, los gatos de monte serán denominados Félis Silvestrus, en lugar de Félis Silvestris y los gatos domésticos Félis Catus Ordinarius, en lugar de Félis Catus tan sólo. Igual medida se adoptó para denominar a los pumas y leones, los cuales se llamarán desde ahora Félis Concóloris y Félis Leo Fierus, en lugar de los nombres con que antiguamente se les conocía. Presidió el congreso y es directamente responsable de la nueva nomenclatura, el Dr. A.H. Tiosca, lexicólogo de fama internacional.

El anterior cable fue distribuido por una reputada agencia internacional de noticias y publicado en el Nuevas para hoy con el siguiente titular:

TIOSCA REALIZA CAMBIOS EN NOMBRES DE ANIMALES

Ya había empezado diciendo que en nuestro país existía y existe injusticia social. Hay hambre y desnudez, grandes latifundios, monopolios, bajos salarios y en fin, todas esas cintas de colores con que se atan los discursos en las plazas públicas.

Y podría preguntarse: ¿qué le importa a un país miserable como éste y qué le importa a los diarios, casi siempre en busca de noticias sobre crímenes, robos, falsificaciones, huelgas, atentados políticos, revoluciones, extorsiones, violaciones, etc., etc., la llegada de un tipo que sabe mucha gramática y maneja las palabras como el mecánico su torno y el panadero su masa? Yo había pensado lo mismo y me movía y aún me mueve la inquietud por tanto desamparado que hay en este país. Y, precisamente, estaba redactando un discurso que sobre la mala distribución de la tierra iba a pronunciar ante un mitin de campesinos, cuando saqué con alguna violencia el papel donde lo escribía, para meter en mi máquina éste, en que pinto la historia de un señor que llega a su país, donde el 67% de la gente no goza del placer de leer y escribir, el 71% tiene un ingreso anual de $ 93 y el 58 % no tiene letrinas en su casa.

Yo pertenezco a esa clase de personas a las que me referí anteriormente, las cuales se leen enteramente el periódico (internacionales, deportes, sociales, «Aunque Ud. no lo crea», «Así va la ciencia» y hasta los anuncios clasificados y los editoriales). Y fue así como me di cuenta de la llegada de A.H. Tiosca, pero habiéndole dado a tal noticia la misma importancia que le dio mi vecino, expendedor de legumbres frescas, y mi cuñada, profesora de inglés en un liceo de señoritas. Luego habiendo casi olvidado a Tiosca (en realidad no hacía nada por acordarme de él), leí la noticia a la que ya me referí, sobre el nuevo nombre de los gatos y tomé un poquito más de interés por él. Cosas de mi propio ámbito volitivo, entiendo yo. Y por supuesto la forma en que fue dada la noticia ya que traía en el titular el nombre de Tiosca. Pues si yo hubiera vivido en Ghana, Afganistán, Rhodesia, Perú o Islandia, habría leído simplemente:

NUEVOS NOMBRES PARA LOS GATOS, o…

FELINOS DESDE AHORA SE LLAMARÁN DE OTRO MODO

en el idioma correspondiente, claro está. Pero el caso es que yo leí:

TIOSCA REALIZA CAMBIOS

… y eso puede haber sido el grano de pimienta sobre la nariz de mi interés.

Para los entendidos en psicología y los no entendidos, lo común y corriente hubiera sido que yo, ciudadano normal de un país empobrecido, no asociase las dos noticias y no hubiese aprendido de memoria el nombre de Tiosca (aunque confieso que primero aprendí cómo se pronuncia y luego fui a buscar el periódico para leerlo de nuevo y así aprenderlo a escribir). No debí pues haberme preocupado por este fulano que promovía cambios a su antojo en los nombres de las ratas, cebras, gatos, coatíes y otros animales; pero debo hacer la modesta aclaración de que soy hombre de algunas inquietudes y he estado siempre convencido de que los hombres inquietos tienen un hondo espíritu de observación. He descubierto esto porque al leer los periódicos siempre me fijo detenidamente en la trama de las fotos, en los nuevos titulares que está usando el diario, en la propaganda de los jabones, y siento un extraño regocijo cuando la caja de la pasta dental que uso trae otro color más intenso y unas letras grandes que dicen:

¡NUEVO! AHORA CON DENTALEX SUPERFINO

Hojeando un día revistas viejas me encontré con un reportaje sobre Tiosca, el que leí con el consabido interés de que vengo hablando y pude aprender nuevas cosas sobre él. Decía el reportaje que Tiosca había nacido en mi país, la edad que tenía, sus aficiones, los estudios que sobre Gramática había realizado, que toda su vida la había consagrado a conocer el léxico, que hablaba siete idiomas, algunos de ellos ya muertos, amén de los dialectos y otras jergas. Se refería también el artículo a su fabulosa biblioteca privada y los viajes que Tiosca había realizado para asistir a conferencias, seminarios y congresos sobre idiomas y dialectología, en los cuales se resolvía el giro de nuevas palabras, la semántica de ciertas oraciones difíciles y los cambios continuos de un idioma a otro. El artículo se hallaba profusamente ilustrado con fotografías del señor Tiosca, en las que aparecía rodeado de los libros de su gran biblioteca, pergaminos, medallas, diplomas, etcétera.

Si yo me hubiera encontrado este artículo sin haber conocido a través de las dos anteriores noticias a Tiosca, seguramente no le habría dado importancia, pero continué preocupándome más por su personalidad y llegué a asegurarme de que en realidad era él un hombre famoso cuando encontré su nombre en la letra T del Diccionario Universal de la Lengua, página que copio aquí enteramente:

TIOSCA R. ALEIANDRO HUMBERTO: Nació en 1887. Filósofo de la lengua, lexicólogo, filólogo, gramático. Autor de varias obras sobre la materia, entre ellas, La semántica de la palabra hacendoso, El amor en todas las lenguas, La filología como arte y como ciencia, El hombre ante el problema de su intercomunicación, La escritura no es una barrera, Germania y su difícil lengua, La gramática latina en el anglosajonismo, El pretérito imperfecto del verbo estrepitar, La lingüística descriptiva y su metodología hace 10 siglos, entre otras. Es actual Presidente de la Academia de las Lenguas Muertas de Etiopía, Secretario Ejecutivo de la Asociación Continental de Academias del Habla, Consejero del Instituto de Fonética y Director del Centro Mundial de Estudios sobre la Universalización de los Idiomas. Ostenta muchos títulos y cargos honoríficos, algunos de ellos especialísimos. No come carne y gusta de las buenas bebidas. Habla once idiomas y aprende con interés otros, entre ellos el polaco, húngaro, céltico, bávaro, bohemio, esperanto, etc. En 1939 fue distinguido con el premio «Ismael Oxternvielch», que se concede a quien más haya trabajado por la lengua en los últimos diez años y en 1947, con la Gran Cruz de Plata, Orden de Gran Comendador por el Gobierno Itálico, en reconocimiento a las grandes innovaciones realizadas por él a la gramática italiana. La última distinción le fue conferida por el Gobierno de Suecia, por sus estudios profundos en el sueco.

El diccionario era de 1950, por lo que imaginé que Tiosca debería tener ya muchas medallas, órdenes, diplomas y títulos más. Así que esperé en los días sucesivos más noticias sobre su llegada, aunque ni yo mismo lograba entender el porqué atendía a este hombre insignificante para la mayoría y más para mis compañeros de la Acción Popular Radical, donde milito.

No volvió Tiosca a ser para mí motivo de preocupación. Me encontraba dedicado a otras actividades, las que ocupan casi todo mi tiempo, hasta que algunos meses después, todos los periódicos imprimieron en rojo y a ocho columnas, con gran alarde en el tamaño de los tipos usados para la composición,

TIOSCA GANA EL PREMIO OXSEN

y en la segunda línea:

Es el primer compatriota que obtiene esta distinción.

¡De tal manera, que el hombre este había obtenido el premio que en todo el mundo se concede cada dos años a aquellos que hubieran sobresalido más en los campos de las ciencias y las letras! Ahora veía yo en periódicos, revistas, boletines del Estado, magazines y escuchaba en las radiodifusoras, la noticia profusamente adornada y estirada. Las revistas ilustraban sus portadas con fotos a colores de Tiosca (allí reconocí yo, una de las que había visto en mi vieja revista). Los diarios enumeraban sus premios y condecoraciones y yo, con gran deleite, iba descubriendo que muchos de ellos eran ya conocidos por mí y cuando se hablaba en rueda de amigos y en los cafés y restaurantes de su personalidad, yo podía con gran conocimiento y alarde de mi parte hablar sobre él y dar muchos de sus datos biográficos y también expresarme en términos que ninguno conocía tales como «pluscuamperfecto, latinización, eufonía, galicismo», los cuales había visto y aprendido de memoria en mis fuentes de información sobre el ilustre compatriota.

Puede ser cansado, pero es importante repetir que el país que había visto felizmente nacer a Tiosca se debatía terriblemente en una crisis económica —y se debate hasta la fecha— pues la presente historia no influyó en nada sobre las condiciones sociales y económicas del país y creo que de volver a repetirse tampoco influiría. Y como flujo y reflujo de esta inmensa marea nacional, políticos y otras personas de oficios similares se dedicaban con empeño a atacar al gobierno, a las plutocracias y oligarquías reinantes y a meter al pueblo en sus revueltas armadas, introduciendo rifles viejos por la frontera y asilándose después en la primera embajada que tuviera la puerta abierta. A esta gente —digo los políticos— no les interesaba Tiosca y su gran historial de gramático eminente y ni aun con el Premio Oxsen le hicieron caso. A pesar de eso, la gente comenzó a interesarse en él y haber ganado el Premio Oxsen, tan famoso en nuestro medio, le valió la admiración de muchos, despertando a su alrededor una luminosa aureola, con un cono de sombra por dentro; ya que las personas hablan sobre el personaje sin querer explicarse por qué hablan. Se dice de sus gustos, afectos personales, modo de rasurarse el bigote, manera de andar, pero no se dice por qué es famosa la persona, quién y qué lo trajo a la fama.

Y, seguramente, algunos de sus conocedores ignoraban qué son las lenguas sepultas o lenguas muertas. Y cuando esta aureola irradia también para el pueblo, que aunque padece hambre tiene sus grandes ataques de histeria colectiva, llega a formarse una verdadera masa dura y estrepitosa en la cual se mezclan ya datos biográficos con leyendas, oficios y artes desempeñados con otros nuevos inventados y en fin el hombre es famoso enteramente, en abstracto, porque lo que hace o hizo quedó atrás, recluido por innecesario. El genio adquiere para la gente una nueva personalidad vacía por dentro pero fantásticamente colocada por fuera. Es así que A.H. Tiosca llegó a ser para la gente de mi país, lo que Carlos Gardel (al que nunca muchos escucharon cantar tangos), Lou Gehrig o Babe Ruth (a los que nadie vio pegar un batazo jamás) o Juan Manuel Fangio (quien nunca cruzó una autopista en este suelo).

Y A.H. Tiosca llegó en término de quince días a ser uno de los nombres más conocidos y pasó ocho o nueve días en las primeras planas de los periódicos. La especialidad que yo había conseguido alrededor de su persona se fue debilitando poco a poco y hasta el viejo artículo de mi revista se reprodujo en un diario y muchas de las cosas que yo sabía fueron reveladas. Y aunque no acepto que entré en la marea terrible de delirio por su persona, participé con casi toda la gente de la común felicidad de ser un compatriota suyo y el imaginarme que en los periódicos extranjeros se publicaría el nombre de mi país en un tipo de letra bastante visible, me llenaba de un meloso regocijo.

No creo que la cosa hubiera pasado a más si el famoso gramático no hubiera reafirmado en una entrevista de prensa que fue publicada aquí, el invariable deseo de regresar a su país natal antes de partir hacia Phnom Penh en Camboya, Indochina, a la IV Asamblea Internacional de Estudios sobre el Conjunto Esquemático del Insecto, a la cual asistiría en calidad de técnico en nominaciones, porque ésta era una asamblea de biólogos y zoólogos. De modo que, casi increíblemente, la preocupación por la crisis política y económica se hizo a un lado y todo el mundo se dispuso a concurrir al Aeropuerto Internacional a recibir a A. H. Tiosca, héroe unos días antes anónimo, aunque toda su vida la había pasado estudiando.

Satisfecho el Estado por el olvido que estaba surgiendo encima de sus grandes defectos y errores, dispuso camiones y autobuses para que toda la gente pudiera ir al aeropuerto y los edificios públicos comenzaron a ser embanderados. Periódicos y radiodifusoras no hablaban de otra cosa que de: «Tiosca, el primer ciudadano de la nación que ha obtenido el Premio Oxsen, en triunfal regreso».

El trascendental acontecimiento se produjo una soleada tarde del mes de noviembre. El aeropuerto se encontraba lleno de gente que esperaba al gramático. Centenares de fotógrafos, periodistas y camarógrafos de todas partes del mundo tenían su andamio especial a unas doscientas varas de donde aterrizaría el avión. El presidente de la República y sus ministros, viceministros, oficiales mayores, contadores, secretarios, auditores, directores, barrenderos y porteros estaban allí. También los industriales, grandes agricultores, monopolistas, líderes obreros y campesinos habían llegado. Los líderes políticos radicales de izquierda y derecha observaban desde lugares modestos, pero acusaban haber entrado en la euforia, a pesar de la poca importancia que concedieron inicialmente al asunto. Esto puedo decirlo sin temor a dudas ya que observé que R. Esteban, líder de mi partido, daba fuertes palmadas al hombro a ciertos desconocidos y sonreía cordialmente hacia todas direcciones. Es indudable que se encontraba bastante alegre y complacido por la llegada del gramático o quizá tan sólo se encontraba con una hipertensión política.

Por fin el avión aterrizó en la pista, se ejecutó nuestro himno nacional, se dispararon de veinte a veintiún cañonazos y la gente tuvo oportunidad de conocer en carne y hueso al ya famoso A.H. Tiosca. El hombre, aunque lo habíamos visto retratado en periódicos y revistas, me pareció, aunque no más humano, capaz de sudar y secarse la frente con su fino pañuelo. Agradecía la ovación del público con las manos en alto, moviéndolas suavemente hacia uno y otro lado y pudo besar en la mejilla a una niña que le entregó en nombre de su colegio un ramo de flores. Se movía con cuidado en medio de la multitud como si todo lo que le rodeara fuera frágil y se sobaba a veces su barba gris. La música ponía más ánimo en todos los espectadores y creo que hasta en el gramático mismo.

Debo aclarar que a esta altura, yo había perdido parte de mi afición por él al observar que todo ese delirio colectivo de la gente se debe a un resorte que opera en el subconsciente de la masa y funciona en estas ocasiones para activarlas a gritar y a interesarse en cosas ignoradas para ellos, y en realidad lo único que había hecho Tiosca para ser famoso era ganarse un premio conocido que nadie en este país se había ganado nunca, y además, para mucha gente no era famoso ni siquiera por eso sino porque se había apoderado del botón que oprime el resorte de la gente, en una bonita oportunidad. Él era famoso, digo yo, no por ser gramático sino por ser un hombre con mucha suerte al haberse colocado en medio del delirio de la gente. Era famoso porque los periódicos que lee todo el mundo y las radios que escucha todo el mundo decían que se había ganado el premio tal y que era grande por eso. Por lo demás, al pueblo con hambre le interesaban poco o nada los nuevos nombres de los monos y de los gallos y los congresos sobre insectos y las diferentes acepciones de la palabra «transmatización». A Tiosca no podía odiársele porque en realidad no había hecho nada malo. Pero si él hubiera anunciado que era miembro de mi partido político, mis simpatías habrían aumentado, lo mismo mi desprecio contra su declaración como miembro del partido de Acción Democrática Nacional, al que yo no pertenezco. Pero él no era de ningún partido, sino un gramático que no necesita ser sincero ni apasionado, ni siquiera saber decir un discurso.

Él era una figura para la gente, no para el pueblo. Se puede ser famoso para la gente por cualquier cosa, pero para ser famoso ante el pueblo, se necesita haber luchado por él y combatido con energía por sus conquistas, según rezan los estatutos de mi partido. Así que no es lo mismo gente y pueblo.

Gente es una cosa que está con el resorte listo para ser disparado. Pueblo es otra cosa más romántica y elevada. Más pura, humana. Llena de una fuerza que duele cuando se desata y golpea con fuerza.

¡Y pensar que yo descubrí a Tiosca por primera vez cuando a nadie le interesaba e indagué subconscientemente sobre su persona!

Ahora aparece en los periódicos a la vista, sin rebuscarlo. Un hombre con suerte lo llamaría yo. Un oportunista que oprimió el botón que activa el resorte del delirio de la gente. No del delirio del pueblo.

Continuó por algunos días más el ruido alrededor de Tiosca. Pero las inundaciones al sur del país, un conato de revuelta en un cuartel militar (contra los cálculos de paz del gobierno) y la muerte desastrosa de un jugador de beisbol en un accidente aéreo, relegaron a segundo plano al gramático, quien dejó de ser entrevistado por periódicos y noticiarios de radio. La gente se ocupó de asistir en masa al entierro del beisbolero, de estar al día con las noticias de la revuelta y de prestar ayuda con ropa vieja a los damnificados en las inundaciones. Volvieron los líderes políticos a sus protestas y muchos de ellos fueron a la cárcel porque también se suspendieron las garantías constitucionales. Ahora me pregunto yo de nuevo: ¿qué hacía un gramático en medio de este ambiente? Revueltas, inundaciones, prisiones, entierros de beisboleros, accidentes de tráfico. Pero he aquí que A. H. Tiosca se retiró a un pequeño hotel de montaña a obtener su descanso antes de viajar a Phnom Penh en Camboya, Indochina. Allí se encontraba seguro de los tiros y de las explosiones de polvorines, seguramente dedicado a hacer acotaciones a los verdaderos orígenes de la palabra Homo Neanderthalensis, la que según él se encontraba en franca oposición al origen de su otra similar Heidelbergensis, lo que publicaría en un estudio acerca de los nombres usados en la era Cuaternaria, en el Pleistoceno.

Pero un día, un corresponsal de una revista científico-literaria llegó al país y fue directamente a las montañas a entrevistar a Tiosca. Cientos de corresponsales de gacetas y revistas científicas, boletines y magazines llegaban a menudo con el interés de entrevistarlo. Pero la llegada de este señor aporta a la historia un matiz especial, ya que de él dependió el hecho singular que me animó a abandonar la redacción de mi discurso político, para escribirla. La entrevista fue publicada luego en todos los diarios y fue motivo para que se volviera a hacer mención principal de Tiosca en todos los círculos. Fue hasta entonces que mucha gente se enteró de que el distinguido compatriota se encontraba en un hotelito de montaña, a 400 kilómetros de la capital. La entrevista, en la parte que interesa, decía así:

—¿Y cuáles son señor Tiosca sus planes actuales?

—Actualmente, me dedico a escribir un informe para la Comisión de Taxonomía que se reunirá muy pronto en Bergenmasia, Borneo. También estoy preparando un estudio sobre la Era Cuaternaria, en el cual haré algunas consideraciones sobre las fuentes y raíces empleadas para designar los nombres de los animales de ese periodo. Después haré los trabajos que presentaré en Phnom Penh sobre el conjunto esquemático de los insectos.

—¿Ninguna otra tarea especial?

Pues… sí. No quería yo anunciar esto aún, pero… como un homenaje a mi país, el que tan bien me ha recibido, voy a emprender aquí una de las tareas que ha llenado gran parte de las aspiraciones de mi vida… Voy a inventar la palabra más bella del idioma…

Indudablemente, si yo me hubiera ido a la redacción de un diario a anunciar que haría tal cosa, me hubieran cobrado a 10 centavos la palabra, por publicarlo en los avisos clasificados. Pero al haberlo dicho Tiosca, dueño de una reputación tremenda en eso de palabras y oraciones, causó en círculos intelectuales y no intelectuales honda repercusión. Semejante tarea imponía la atención de todo el mundo, ya que dentro de nuestro territorio se produciría la creación de la más bella palabra del idioma, producto que sería de largas noches de estudio, miles de acotaciones, consultas de cientos de diccionarios, léxicos de otros idiomas, orígenes de lenguas, idiomas clásicos y sobre todo un silencio absoluto porque la llegada al mundo de la palabra más bella jamás conocida antes imponía ciertas condiciones, según declaraciones del «padre de la nueva bella palabra», como acertó en llamarle un comentarista radial.

El gobierno nacional fletó un avión expreso que trajo toda la fabulosa biblioteca de Tiosca, e inmediatamente fue trasladada a la montaña. Le fueron también llevadas ocho mecanógrafas, se le nombró un secretario de prensa y radio y se alquiló el hotelito de montaña, declarándose zona de silencio toda el área con guardias armados para impedir el paso. Se había montado en media montaña «el laboratorio de la palabra». Cada semana la Secretaría de Prensa expedía un boletín:

Nuestro ilustre filólogo hace extensos progresos en sus estudios y está pronto el día del alumbramiento de la nueva bella palabra que vendrá sin duda a prestar riqueza a nuestro idioma y…

Y el público seguía pendiente. A diario los periódicos publicaban noticias sobre la nueva palabra. Se abrió en uno de ellos un «Buzón del público sobre la palabra», en el cual la gente vertía sus criterios.

«¿Creen Uds. que podrá ser más bella que Trilce de César Vallejo?»

«¿De qué tipo será? ¿Acaramelada, dulce, amarga, palabra triste o sordomuda?»

«¿Podré llamar con ese nombre a mi hija cuando nazca?»

«Pronto, la palabra. Necesito llamar así a mi nuevo restaurant.»

Y otro, seguramente político de izquierda, preguntó:

«¿Remediará el hambre del pueblo esta palabra? ¿Será acaso un nuevo modo de llamar al hambre y a la miseria, a la injusticia? El gobierno está gastando miles de pesos en la fabricación de esa tontería que en nada nos va a beneficiar, mientras tanto se olvida de abrir escuelas, construir hospitales…».

Pero había siempre una creciente ansiedad por la palabra. Los boletines cada semana informaban los progresos:

Según informes del Dr. Tiosca, esta palabra llevará los más bellos matices jamás logrados en la coordinación de sufijos y prefijos. Tendrá una raíz dulcísima para la pronunciación. Podrá repetirse por los niños sin dificultad y los ancianos también la aprenderán sin problemas. Informamos también que ha llegado un nuevo lote de diccionarios náhuatls, germanos y esquimales, los cuales servirán en mucho para el cometido que el artífice de nuestro idioma se propone.

El gobierno atendió más gastos: el pedido al extranjero de una nueva lista de libros rarísimos, para buscar entre ellos piezas de la nueva palabra. Porque no se crea que sería nueva del todo, no, se basaría en antiguas raíces y en sonidos ya conocidos, pero no apreciados. Sería la resultante del viejo idioma, aunado en una sola palabra, o más bien la resultante de muchos idiomas consultados y desmenuzados todos por la prodigiosa mano del «Mago del verbo», como le llamaron después.

Pasaron varias semanas y la bendita palabra no nacía. Lluvia de cartas, telegramas y telefonemas caían sobre las redacciones de los diarios, preguntando por el gran día, pero los boletines del secretario de prensa de Tiosca se limitaban a decir:

El Congreso de Phnom Penh sobre Insectos fue aplazado porque Tiosca no podía asistir y sin él no era posible realizarlo.

A su laboratorio llegaban apurados radiogramas urgiendo su presencia en nuevos eventos internacionales:

DR. TIOSCA R. CONGRESO FLARHUS COSTA ORIENTAL

JUTANDIA DINAMARCA ESPÉRALE STOP AVISE STOP

GORMHO PRESIDENTE.

Pero el secretario de Tiosca contestaba que éste no podía asistir. Su ocupación era definitiva. Sólo la palabra le preocupaba ahora.

Señor Tiosca: no podemos resolver el problema si Alahahal quiere decir en realidad cara de Dios o rostro de Dios. Venga por favor, pasajes y gastos a su orden…

Pero los mensajes eran contestados en forma negativa:

«El señor Tiosca siente no poder atender su honrosa petición…».

Nadie podía mover a Tiosca de su laboratorio, pero la palabra no salía y la gente comenzaba a impacientarse. Es seguro que él permanecía allí, trabajando, pero el gobierno seguía gastando y nada, nada.

Hasta que un domingo, como a las nueve de la mañana, hora en que me desperté, escuché el intermitente sonido de los flashes radiales, anunciando la transmisión de urgentes noticias, gritos en las calles, las sirenas de los autos sonando a coro con la del cuartel de bomberos, las campanas de las iglesias a vuelo y pasos apurados, voces, rumores crecientes. Me tiré de la cama directamente a mi radiorreceptor, a escuchar —de eso estaba seguro— la nueva gran palabra, saboreada como un caramelo en la boca de los locutores, pronunciada con un tono melifluo, presta a estirarse como una melcocha, volteada al revés, retornada al derecho, con fondos musicales, deletreada, hecha verso, dicha a coro. Tenía la ansiedad que sólo siento cuando las noticias son enormes. Así, cuando se rumora que ha estallado una revuelta y se ven pasar camiones llenos de soldados, siento una explosión interna que me obliga a permanecer con los ojos bien abiertos y comentando el asunto con la demás gente. Es lo mismo. Que se invente una nueva palabra, que estalle una revolución, que ocurra un accidente aéreo. Siempre se experimenta ese profundo sentimiento compuesto de curiosidad, ansiedad, deseo de saber más cosas. Cuando logró calentarse mi radio, oí por fin la noticia:

Repetimos, flash, repetimos: ¡atención! Algo ha sucedido en el laboratorio del Dr. Tiosca, en la montaña. Se trata seguramente de que la ansiada palabra ha sido descubierta y pronto se va a dar a luz. Aunque hemos tratado de comunicarnos con el secretario de prensa de Tiosca, nos ha sido imposible. Sin embargo, en fuentes fidedignas fuimos informados que de la montaña se recibió un mensaje en la Presidencia de la República, en el cual se revelaban cosas de gran importancia. Hay explosión de júbilo en las calles, las campanas están repicando, suenan morteros, bombas, cohetes y triquitraques. Mantengan nuestra sintonía que estamos haciendo esfuerzos por conseguir más noticias.

Dentro de breves minutos informaremos cosas trascendentales, flash, atención, repetimos…

¡Vaya, no se conocía en definitiva la tal palabra! Pero se daría a conocer muy pronto y con un temblor de ansiedad en el estómago, me senté junto a mi receptor a esperar, pasando todas las estaciones de radio, pero todas decían lo mismo, trataban de comunicarse con la casa presidencial y la montaña. Por la ventana podía apreciar a la gente, defendiéndose del sol pero tirada a la calle, en grandes filas en las aceras y los autos detenidos y sus conductores escuchando sus radios con las portezuelas abiertas. Pero transcurrió el mediodía, la tarde y la palabra no fue anunciada. Obligadamente, la gente regresó a sus hogares, se terminó el ruido, pero todo mundo mantuvo encendidos sus receptores. Los flashes se repitieron durante todo el día y las extras de los periódicos salieron a la calle, pero todos decían lo mismo: la palabra estaba por escucharse y leerse.

Hasta que fue de noche.

Apagué mi radio y fui al cine. «Me enteraré después», pensé. Pero dentro de la sala a obscuras no tuve paz. No quería que la palabra me sorprendiera adentro sin poder yo escucharla de primero. A media cinta, escuché afuera a los voceadores que venían corriendo por la calle, gritando la edición de la noche. Me salí con gran apuro del teatro y compré el periódico, desdoblándolo casi con violencia. Me sudaban las manos y creo que me dolía el estómago.

SE AGRAVA LA CRISIS EN LAOS

a 8 columnas

COOPERATIVAS INDUSTRIALES EN PROTESTA

a 2 columnas.

Y en un recuadro solitario, en la esquina inferior, a la izquierda:

BOLETÍN DE PRENSA

Es honda nuestra pena al informar que los notables experimentos que estaba realizando el distinguido y eminente filólogo, Dr. Humberto Tiosca, fueron suspendidos definitivamente debido a una repentina enfermedad suya, por lo que tuvo que ser internado de urgencia en un sanatorio de esta ciudad.

Doblé el periódico y no volví ya al cine. Al llegar a mi casa, la radio tronaba otra vez con los inalámbricos y las noticias. Leían los boletines una y otra vez y sólo eso hicieron. Por lo visto, el asunto estaba terminado y se pasaría a tomar como plato público otra cosa: quizá un nuevo crimen, un asalto, un estupro, una revuelta. Pero esa madrugada llegaron al aeropuerto los miembros del personal de Tiosca en la montaña y entonces fue que se supo todo y los periódicos lo dijeron al día siguiente.

El Dr. Tiosca fue internado en un sanatorio mental. Según informaron algunos empleados que regresaron esta madrugada por la vía aérea, Tiosca perdió repentinamente la razón. Últimamente, se dedicaba a recortar letras de periódicos y a pegarlas en tal forma, de manera que salieran palabras y hasta frases. Luego llamó a su secretario de prensa para decirle: «Llame a los diarios, hemos dado en el clavo». Y lo llevó a su laboratorio en donde le enseñó un montón de páginas de diccionarios, arrugadas y rotas: «he allí la labor», le dijo. «Se las serviremos a ellos cuando lleguen aquí, en finos platos de porcelana. Esta palabra mía no será la más bella, pero sí la más deliciosa. Ya verás, ya verás…»

Luego fue extrayendo de su saco unas pajaritas de papel que había recortado y quiso que tomaran vuelo. Como por supuesto no sucedía nada, se enfureció y gritó: «¡No les gusta mi palabra, estúpidas!». Y, «¿quieren también un Premio Oxsen?». Exclamando finalmente: «Llame a Phnom Penh y dígales que voy para allá. Volaré en mis pajaritas de papel hasta Indochina. Voy a demostrarles que no se debe llamar coxa a la cadera de los insectos. Deuteronomio no es una comida, no es una bebida, deuteronomio es la tela con que me hice dos corbatas…».

Como ven, esta singular historia nada produjo para nuestra economía nacional, a excepción de lo que el gobierno gastó en libros y diccionarios. Tenemos hoy la misma injusticia social, el mismo desamparo. La gente se ha olvidado ya de Tiosca, que permanece en un sanatorio licuando letras, lo que según él dará «una deliciosa pasta para untarse con mermelada en el pan del desayuno…».

No tardará en implantarse el estado de sitio y con seguridad muchos de nosotros iremos a la cárcel por sospechosos de conspiración, porque el país se encuentra encendido y palpitante.

Mientras tanto, espera mi discurso, el que tengo que pronunciar en un mitin de campesinos pertenecientes a mi partido de Acción Popular Radical.

El hallazgo

El hallazgo

—Amigó, ¿no le han dicho a Ud. que se parece en penca a G.P.?

Él se sonrió de mala gana. No le gustó la comparación y apenas contestó.

—No, nunca me habían dicho…

Y siguió limpiando los vasos del bar y acomodándolos en el estante.

—Jodido, pero sí es exacto, ¿verdad que es exacto?

El tipo le examinaba minuciosamente y llamó a los demás parroquianos para constatar su dicho. Uno de ellos sacó sus anteojos y se los colocó con cuidado y al cabo de un rato todos afirmaban que sí era cierto, con sonrisas de descubrimiento, como si el fenómeno hubiera permanecido entre ellos durante tanto tiempo y hasta ahora alguien diera en el clavo.

No había duda que el hombre era idéntico a G.P., como dos gotas de agua. Y a un mozo de bar a quien alguien una vez le dice así de pronto que entre él y G.P. no hay más diferencia que entre dos y par, necesariamente le pone en un problema. Algo tiene que hacer, alguna actitud tiene que tomar. Y él comenzó por hacerse el disgustado y por sonreír de mala gana.

—Jodido hombré, qué pierdo yo con parecerme a nadie. Al fin, la misma cosa es…

Pero en el bar aquel, después del gran descubrimiento, todos los visitantes fueron haciendo su parte, para reconstruir en el mozo de bar las formas de G.P. Así, uno le halló la enigmática sonrisa, otro los ademanes, el peinado, y sucesivamente fueron descubriendo en él las facciones, miradas, gestos, manera de caminar. Otro más osado encontró en él hasta el peso y la talla.

—Si no es G.P. en persona, ¡que me caiga un rayo!

El tal G.P. comenzó a acosar al mozo y le veía hasta en el fondo de los vasos que limpiaba, al abrir las llaves de la cerveza, en las botellas, en la superficie de las bandejas, al volverse para el lado del espejo. Alguna vez le había visto actuar en una de sus películas, retratado en alguna revista, pero lo mismo que a Karl Malden o a Pedro Infante, sin ninguna especialidad. Simplemente le conocía. Pero la cosa es que ahora decían que él era exacto a G.P. y eso no era así nomás. Cada día los parroquianos lo acosaban más con el tal parecido y alguien le pidió hasta que sonriera para ver si era cierto.

Después, ya no sonreía de mala gana sino que se ponía rojo de vergüenza.

—Qué me voy a parecer, son ideas suyas amigo, déjese de cosas…

—¡Pero si le digo que es cierto! ¿Quién le descubrió? ¡Éste es un descubrimiento!

Cada tarde y cada noche muchos se acercaban a la barra sólo por verle y al retirarse se iban asintiendo entusiastamente con la cabeza. No había duda. Era el mismo actor en persona. Como recortado de las películas y puesto tras el mostrador.

Y así las cosas, comenzaron a hacerle vivir —primero en forma pequeñita— su vida de G.P. Le comenzó como un gusanito tierno dentro de su yo. Los primeros síntomas los tuvo cuando al salir de su casa para el trabajo se quedaba grandes ratos frente al espejo observándose el rostro pulgada a pulgada, probándose tímidamente su nueva personalidad. Su G.P. se acentuó cuando temiendo ser visto se metía furtivamente a los cines que pasaban películas de G.P. Y estalló definitivamente cuando buscaba ansiosamente los programas de cine para encontrar cintas de G.P. Y coleccionaba sus fotos, revistas de cine que hablaran de él, usaba su peinado o sus peinados, estudiaba sus ademanes y ensayaba cada una de sus sonrisas. Algo complicado se le había formado por dentro, agarrado en todas las direcciones de su personalidad sencilla de antes.

Y detrás del mostrador pasó a ser, en cosa de poco tiempo, G.P. para los parroquianos por fuera y G.P. para él por dentro. Estaba embebido en el artista, hubiera sido capaz de asegurar (si alguien se lo hubiera preguntado) que sentía las propias pasiones de aquél, que vivía sus romances y hasta el calor de los focos del set sobre su cara. Para que esto llegase a suceder fue preciso que los hombres del bar siguieran insistiendo sobre su asombroso parecido; que tuviera un espíritu muy dispuesto para aceptarlo (como una capa de harina fácil para toda huella espolvoreada sobre su alma) y que por supuesto, el sujeto en comparación fuera nada menos que G.P., galán y héroe de cine en infinidad de películas en inglés, con leyendas en castellano.

Instruido abundantemente sobre su otro yo, sabía de cabo a rabo su vida y milagros. Sus afectos, costumbres, flores y perfumes preferidos, países que le subyugaban, tipos predilectos de vinos, mujeres y cervezas. Aprendió también su biografía —la que consideraba ya la suya propia— y tapizó su cuarto de fotografías del actor. Estudió su firma y supo de los libros que leía (pero no intentó leerlos nunca). Si alguna vez alguien ha sido víctima del culto a la personalidad, lo fue este mozo de bar (empujado obviamente por las circunstancias) o más bien víctima luego del culto a sí mismo, porque al cabo de algunos meses estaba plenamente convencido de que era G.P. en persona y comenzó a vivir tras el mostrador su nueva y excitante personalidad. Cuando algún cliente se acercaba, estaba seguro de que sonreiría y asentiría con la cabeza «¡es cierto, se parece!», y él estaba listo ya con sus mejores gestos y giros para hacerle comprender si no lo sabía o reafirmarle si dudaba, de que delante tenía nada menos que a G.P. en carne y hueso, con sonrisa y todo.

Estudiaba sus poses hasta en la manera de voltear la cabeza, en saludar. Afectaba su voz, sus ademanes y quizá por modestia no decía algunas frases en inglés de las que el actor pronunciaba en los momentos culminantes de las innumerables películas en que le había visto actuar después que fue realizado el trascendental descubrimiento.

—¡Ni más ni menos, G.P.!

Y en la calle, juraba que era G. P. para todo el mundo. Saludaba y miraba con esa creencia aunque muchos no lo supieran y ni lo hubieran notado siquiera. Pero la cosa es que él estaba seguro de que pasaba encima de toda la gente con su aureola de G.P. en la cabeza y que el mundo entero iba a gritar: «—¡Allí va G.P.!»

En cada mirada, en cada gesto, encontraba que alguien acababa de descubrirle entre la multitud. Al dar la vuelta estaba seguro de que se quedaban comentando su fenomenal parecido. El G.P. se le había aferrado dentro de sí, no para dar un G.P. actor de cine, sino un mozo de bar G.P., esto es, un hombre contento de su parecido afectado hasta la coronilla de la cabeza, pero por fuera siempre mozo de bar para los parroquianos, y G.P. tan sólo como una curiosidad.

—¡Se parece a G.P., el artista!

Pero lo de adentro, sólo él fue capaz de vivirlo y de sentirlo, a su yo excitado y anhelante por el nuevo rostro que lucía y tratando de saltar hacia arriba como un auténtico G.P., de hacerse ver no como mozo de bar sino como algo excéntrico y luminoso. Gritándose por dentro «¡mírenme, yo soy G.P.!» como su vida misma y no como una simple curiosidad.

Y un día se halló con que (la expectación nunca es eterna ni mucho menos cuando se da un plato del día tan simple) las miradas de los parroquianos tuvieron que ir tornándose corrientes y usuales.

—Un whisky, joven.

Y total, dejaron de llamarse en corrillos para mostrar a los otros al G.P. tras el mostrador y quizá hasta sus descubridores del principio dejaron de llegar al bar. Y el mozo empezó a morir por fuera como G.P. y eso fue lo más grave, porque él seguía siendo tan G.P. como antes, con su misma estatura y su misma sonrisa. Buscaba en las caras la mirada de examen, los golpes con el puño en la mesa de «¡es cierto!». Fue hallando que todo iba olvidándose, cuando más necesitaba ser G.P. y ser G.P. para los demás. El espíritu contraído después del hallazgo le acechaba desde los vasos, en las botellas, en los espejos. Le punzaba por dentro, se le movía en el alma con incomodidad. Él era una resultante distinta; algo extraño que estaba allí definitivamente. Y el darse cuenta de que a nadie le importaba ya su cara de G.P., le hacía sentirse con un pedazo de sí arrancado dolorosamente. Se aferraba con desesperación a su complejo, como si éste pudiera hundirse para siempre. Constantemente buscaba en el rostro de alguien la expresión, el gesto, que le ayudara (digámoslo así) a vivir con tranquilidad. Un solo «¡es cierto! ¡Sí, es idéntico!» le hubiera sacado a flote de nuevo, le hubiera hecho volver sobre sí y ser de nuevo G.P. por dentro y por fuera. Ahora hasta su timidez habitual había sido apartada y hacía cosas inauditas porque le reconocieran de nuevo.

—Es como cuando a mí me decían G. P… decían que me parecía… ¿se acuerda usted?

Se insinuaba nerviosamente a los parroquianos mientras limpiaba el mostrador.

—Ajá…

Y el parroquiano seguía en su periódico, sin levantar la cabeza.

—¡De cuando yo me parecía a G.P.! —decía, pero él sabía que aún se parecía y mucho ¡cómo no! Su rostro tenía las líneas de siempre, su voz era la misma. Y la esperanza de que de pronto todo el mundo resurgiera de su silencio y abandonara su indiferencia, mantenía ardiendo dentro de él la llama de G. P. A la hora menos pensada alguien iba a llegar con un «¡de verdad, qué cosa más parecida!». Tenía que ser así y no de otra manera. Cada serie de pisadas frente al mostrador era un nuevo descubridor en potencia, un tipo dispuesto a hacer ver a los demás que este muchacho del bar era una réplica de G.P., el actor de cine, sacado de los carteles a colores de la entrada de los teatros, de la escena más palpitante de la mejor de sus películas. Y en esto vivió mucho tiempo; mucho tiempo con su cara bien afeitada y el pelo glamorosamente peinado, esperando el par de palabras que iba a suspenderle hacia arriba.

—Amigó, perdone…

Una cara ansiosa, interrogante estaba frente al mostrador. Apoyado en la barra, un hombrecito serio lo miraba fijamente. Se volvió hacia el tipo y desde lo profundo de sí, recogió todas sus fuerzas el más estudiado de sus ademanes, la mejor ensayada de sus sonrisas y afectó como nunca su voz:

—Diga usted…

El hombrecito desbarató una colilla de cigarro en el cenicero.

—Es que le estaba hallando parecido a alguien ahorita… a alguien…

Debajo del mostrador sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al cliente. Tomó otro y lo encendió de la misma manera que G.P. en la cinta aquella en que fuma cigarro tras cigarro en una mesa de juego.

—¿Sí…? ¿A quién?

—No, no es nada… me pareció, pero creo que estaba confundido… perdone…

Del brazo tomó al parroquiano cuando se iba.

—Diga, amigo, diga… ¿a quién?

El hombrecito se metió la gorra hasta la frente y sonrió.

—A un buen amigo que conocí en Guatemala hace como siete años, también en un bar, de mozo. No lo volví a ver desde entonces. Él era un gran tipo… Adiós.

El hombrecito dio la vuelta y con la mirada lo siguió hasta la acera de enfrente. Con estirado ademán metió el limpiador en los vasos y sólo se oía el ruido al irlos colocando. En el fondo de su alma estaba su desdichado G.P. y con dolor sentía cómo ahora sí se iba hundiendo y hundiendo sin remedio.

Eso sintió, perder su fulgurante réplica de Gregory Peck. Porque por un viejo amigo de siete años atrás conocido en un cochino bar como éste, no iba a ponerse a llorar.

Detrás del mostrador, lució por última vez su amarga sonrisa de film.

Tumulto

Tumulto

Un hombre llegó corriendo y gritando, se abrazó desesperadamente a un poste de luz eléctrica y allí se quedó sollozando. Primero se acercó corriendo un lustrador desnutrido y sucio, que arrastró hasta allí su caja de lustrar y un muchacho vendedor de lotería, con una gorra propaganda de la harina Gold-Medal. El hombre seguía agarrado al poste y se apretaba más contra él. Estaba arrodillado y restregaba su cara contra un anuncio pegado allí. Todo el poste estaba lleno de anuncios. «Próximo estreno.» «Próximo estreno.» «Próximo estreno.» Una mujer dejó su canasta en el quicio de una puerta y corrió hasta donde estaba el hombre desesperado gritando. Un muchacho que repartía granos empacados dejó su motoneta parqueada entre un Plymouth 53 y un microbús Volkswagen y se dirigió para el grupo que se iba poblando rápidamente, y detrás de él, un chino recién bañado y vestido de blanco que iba a abrir su negocio, se detuvo allí también. Y el chofer de una camioneta de la ruta Managua-Carazo se bajó de su aparato y se fue también para la esquina. El hombre ahora gritaba más desesperadamente y temblaba. Llegó un policía de los que cuidan por el mercado, lo agarró de un brazo pero el hombre no se movía. Gritaba más. Ya no eran seis o siete los que rodeaban al hombre. Poco a poco se habían arrimado allí, un viejo en una bicicleta, un mecánico que iba a su taller, una mujer de compras, dos cargadores de sacos, una señora con una canasta de cebollas, tomates y chiltomas, un agente de seguridad, un carretonero, un locutor de una camioneta de propaganda, el farmacéutico de la esquina, sus empleados. Una mujer abrió su balcón y después salió su marido en camisola. Ya había decenas de personas. Y no era sólo el hombre el que gritaba. Todos hablaban, gritaban, gesticulaban, se empujaban, se empinaban, pero casi nadie veía nada porque el hombre estaba arrodillado, gritando y sollozando, y de repente le daban arranques de miedo y se aferraba más al poste y temblaba como si tuviera frío. Y siguió llegando gente. Más lustradores y voceadores. Un señor elegante paró su automóvil negro de cuatro focos delanteros y sacó la cabeza por la ventanilla para darse cuenta de lo que pasaba, pero cuando quiso seguir ya no pudo porque todos los trastes de adelante estaban paralizados por el gentío, y todos pitaban, los choferes vociferaban y daban golpes en sus timones, pero lo único que hacían era volver más grande la bulla. A las dos y tres cuadras la gente se salió a sus puertas; un padre de familia le prohibió a su hijo acercarse al tumulto. Una señora se salió a su puerta a comentar el asunto con su sirvienta e hicieron algunas conjeturas; al principio creyeron que se trataba de algún ladrón perseguido por la autoridad, después pensaron que tal vez era algún muerto el que había allí en medio de tanta gente, algún terrorista capturado in fraganti o algún pleito de mujeres del mercado, o tal vez algún choque. Pero la vecina, haciendo visera con las manos, las sacó de su error y les dijo que sólo era un pleito de dos muchachos hijos de las mercaderes que disputaban por alguna cosa y que a uno de ellos le habían roto la camisa, que se habían roto las narices y les dio muchos detalles más llenos de minuciosidades. Pero la gente seguía llegando, llegaban de algunas cuadras más retiradas. Hombres sacados de sus siestas del medio día, mujeres con chinelas y con rollos para el pelo en la cabeza, barberos que abandonaron sus sillas pero no a sus clientes porque éstos les siguieron también, un comerciante de frijoles y cacao que cerró las puertas de su negocio, una mujer vendedora de refrescos en un puesto ambulante y que se lo confió por unos momentos a su amiga que comerciaba en fajas, pulseras de reloj, dijes, cadenitas, chapitas, carteras de plástico, anteojos ahumados y cortaúñas.

El hombre se quedó silencioso de repente, pero no se soltó del poste. El círculo alrededor de él se iba reduciendo poco a poco, y los que ocupaban la primera fila le miraban atentamente, casi fijamente, y daban informes a los que estaban atrás porque en realidad eran pocos los que podían ver al hombre que sudaba intensamente y ahora sólo sollozaba en voz baja. Cuando cesaron los gritos la masa compacta se fue aflojando y se hicieron grupos en las puertas de las tiendas de comercio, en las esquinas, y en media calle. Ahora llegaron tres policías, uno de ellos el mismo de la vez anterior, y fue entonces que pudieron andar otra vez los carros, y el alboroto se hizo menos intenso, y el hombre que comerciaba en frijoles volvió a abrir su negocio, la mujer regresó a su refresquería, el ama de casa regresó con sus chinelas, el barbero y su cliente también regresaron, pero el chofer del microbús y el muchacho de la motoneta, el chino que iba a abrir su venta y decenas de personas más, quedaron solidarios con la curiosidad haciendo miles de conjeturas y cientos de comentarios.

De repente el hombre dio un alarido doloroso, largo y ancho como si le hubieran pegado un latigazo, y entonces la gente empezó a correr de nuevo. Se volvió a parar el tráfico, subió el calor del mediodía, la gente se apiñó, levantó las cabezas, el barbero ya no quiso volverse pero su cliente sí, el ama de casa corrió hacia la esquina y se oía un rumor intenso que venía desde el centro del asunto —el poste de luz— y que se iba extendiendo por toda la esquina, más y más, por las cuadras, hasta llegar a los grupos que no estaban en la enorme masa apretada, pero que comentaban aparte con una ansiedad tremenda.

En las aceras se habían enfilado colegiales confundidos entre la gente con sus libros y cuadernos, valijas y cartapacios. Un jovencito encontró allí la oportunidad perfecta para dirigir por vez primera la palabra a la muchacha estudiante de mecanografía. La gran familia de los espectadores es unida. Todos estaban allí, vinculados por la ansiedad, consiguiendo la satisfacción que da en estos casos el poder comentar el asunto con el vecino, o con un desconocido si es necesario.

De largo se oyó el pito agudo de una ambulancia e instintivamente la gente se apartó e hizo valla en medio de la calle y muchas ancianas fueron empujadas sobre las aceras, varios hombres apretujados contra las paredes, pero la ambulancia no pudo pasar. Había una fila enorme de carros, camiones, jeeps, camionetas. A unos les era imposible moverse y otros simplemente no querían hacerlo para no perderse el espectáculo. La ambulancia se quedó, pues, allí, detrás de un camión cargado de cerdos, un taxi, una camioneta pick-up, un bus urbano, dos automóviles placa oficial, un jeep con un tráiler lleno de pichingas y otro taxi en el cual iban un sacerdote sonriente y una anciana —seguramente beata— que sonreía también.

Un cargador agarró su canasta llena de naranjas y poniendo en tensión todos sus músculos la subió a un camión.

—¡Qué gente más chocha! ¡Un borracho y tanto escándalo por eso…!

—Ese debe ser algún loco que se salió del manicomio. Por eso viene la ambulancia…

La mujer que así dijo se agachó para sacar agua de un balde y lavar los vasos de su refresquería al aire libre.

—Alguno que anda con los diablos azules y está viendo visiones…

Apoyado en su bicicleta un joven de lentes obscuros y camisa de colores, hizo la observación.

—Ese es hechizo, no se cura así nomás.

Lo anterior fue dicho por un señor de sombrero obscuro de fieltro, con un cartapacio café de viejo cuero. Cualquiera hubiera dicho que era un curandero de pueblo que tomaría el bus de las 2.30 para dirigirse a Teustepe o Diriomo, o tal vez habitante del mismo Managua, en un barrio con toda la solemnidad precisa para sus prácticas.

—A lo mejor es algún ladrón…

Todos los comentarios venían de cualquier lado, de cualquier parte del tumulto, y el rumor seguía creciendo. Tenía ya una hora veinte minutos el alboroto y el sol estaba enormemente caliente, y el pavimento también hirviendo y el tumulto siempre compacto y el hombre siempre gritando, y los policías sin poderlo soltar del poste donde estaba aferrado desde el comienzo.

Las campanillas de los vendedores de eskimos y sorbetes estaban sonando, algunas mujeres empezaron a ofrecer sus refrescos, sus raspados, sus rosquillas. Los vendedores de plumas fuentes baratas con las manos levantadas se metieron entre la gente. No había decisiones. Todo mundo estaba confundido y feliz.

De pronto el hombre se levantó. Se sacudió la camisa, el pantalón. Empezó a mirar a la gente de pies a cabeza y sin quitarles la vista encendió un cigarrillo con una gran lentitud. Todos comenzaron a hacerse para atrás y los de primera fila se sintieron confundidos, y un anciano que había estado todo el tiempo allí se abrió paso y azorado comenzó a salir del molote. El hombre adoptó un aire de dignidad mientras se prensaba la camisa y se pasaba un peine por el pelo. Se secó suavemente el sudor. Empezó a caminar para la calle y la gente se iba apartando precipitadamente. Levantó la mano y pidió un taxi. Abrió la portezuela de adelante y cayó pesadamente. La fila empezó a caminar y se oían los pitos a lo largo de la calle. Cuando el taxi en que iba el hombre empezó a moverse, sacó la cabeza por la ventanilla y miró a la gente con desprecio. Después gritó con todas sus fuerzas.

—¡Locos, locos!

Se acomodó de nuevo y cuando el taxi iba a dar vuelta a la esquina volvió a sacar la cabeza.

—¡Locos!

El rumor creció más, como un ventarrón que empieza a levantarse y cierra de golpe las ventanas y bota las escobas y se lleva la ropa de los alambres y despeina a las mujeres.

Los graneros del rey

Los graneros del rey

A pesar de que en las entrevistas de prensa y en los boletines oficiales del gobierno de S.M. se decía siempre con mucha seguridad que la prosperidad del país aumentaba cada día, aseveración probada repetidas veces con las cifras de la producción agrícola, con los altos índices industriales, todo debido a los métodos técnicos empleados, al interés de los funcionarios de estado y a la hábil dirección de S.M., el pueblo, inexplicablemente, padecía hambre y sufrimiento y como consecuencia, desnutrición, muerte, enfermedades endémicas. Pero la producción era alta, no había deuda exterior y según los boletines y reportes estadísticos «una gran facilidad para conseguir productos de consumo, a bajos costos».

El país tenía grandes fábricas: de cemento, de papel, de zapatos, de botellas, de cristales, de jabón, de ropa, de azúcar, de alimentos enlatados, de sacos de henequén, de mecates, de muebles, de telas, de medicinas. Había grandes granjas especializadas en avicultura, ganadería, sementales, fincas para el cultivo de toda especie de granos y plantas. Y hasta aquí es tremendamente inexplicable cómo un pueblo empobrecido podía tener en su territorio tantas excelencias industriales y agrícolas. Y sobre todo, su geografía maravillosa, con grandes campos irrigados por ríos y lagos, un clima propicio para sembrar y cosechar y una voluntad asombrosa de los obreros y campesinos para producir.

Pero sucede que fábricas, granjas y graneros pertenecían al rey.

S.M. controlaba la producción y las grandes exportaciones. Exportaba sus productos en sus barcos, aviones, camiones, ferrocarriles internacionales. Metía sus semillas y granos en los sacos que compraba a sus propias fábricas, utilizaba los tractores, despulpadoras, segadoras que compraba a sus propias casas de importación, construía con su cemento, con la piedra de sus canteras; llenaba con sus mecates sus sacos de exportación y la energía para todo era producida por su gran planta hidroeléctrica y la gente bebía su agua en los vasos de sus cristalerías y sus refrescos con el hielo que él producía.

Y después de exportar y de vender a magníficos precios en los mercados internacionales, controlándolo todo a través de su banco, los excedentes de la producción iban a los graneros y a los depósitos reales, para ser sacados luego poco a poco a las tiendas, almacenes y pulperías del rey.

Vendidos a altos precios cuando subía los salarios y un poquito más barato cuando por «urgencia nacional» rebajaba los salarios. Especulando, provocaba carestía de todo, la que él aliviaba benévolamente sacando al mercado un poco de sus productos, de su harina, de su maíz, de sus frijoles, de su aceite, de sus telas, de su hilo, de su leche, de su carne, lo que el pueblo compraba a como él se lo vendía, con los salarios que él pagaba.

Y es así que se explica cómo un país productor de primera línea, colocado en alto lugar para los mercados internacionales, tuviera una población tan depauperada. Allí sólo poseía S.M. y la gran familia real.

Los ministros de Estado, empleados de palacio, cortesanos, propagandistas, heraldos, conserjes, porteros reales. Una argolla dura cerraba el paso hacia la riqueza. S.M. tenía la llave.

Y la seguridad interior del reino era cierta e indiscutible. Porque también sus soldados comían y vestían de la mejor manera. Gran número de soldados ágiles, fuertes, disciplinados, armados hasta los dientes, entrenados para matar sin ser muertos. Su ejército era paseado por las calles los días de los cumpleaños de su S. M. el rey, de S. M. la reina, en el de la madre del rey o el padre de la reina, en las fiestas de la patria, en el día de la producción nacional. Cientos de aviones manchaban el cielo, las avenidas y parques se estremecían con el paso de los tanques, los cañones, y era impresionante ver a los batallones marchando en un solo cuerpo y a un solo paso, las bandas musicales, las banderas, los estandartes con los escudos reales, y al pueblo en las aceras llenando el aire de vítores.

Porque no se crea que el pueblo no lanzaba vítores al aire, ni vivaban al rey. No. El pueblo amaba a su rey entrañablemente y el gran amor para S. M. venía de allí mismo: de los cientos de aviones y tanques y cañones y ametralladoras y rifles y granadas y bazucas pasando y pasando.

Y cuando la gente regresaba a su casa iba a comer las hogazas duras de pan en sus platos de barro. En la lejanía brillaban las luces de los graneros del rey y los hombres dormían inquietados por sueños en los que se veían retozando con sus mujeres, madres e hijos en las toneladas de trigo y maíz, acarreándolo todo hasta sus casas, en enormes vagones, camiones, llenando sacos y almacenándolos. Pero eso era sólo en los sueños, porque cada cinco de la mañana una enorme sirena comenzaba a aullar recordando a los hombres la hora de comenzar a producir para S.M. y para los índices oficiales de la prosperidad nacional. No había hombres sin trabajo ni trabajo sin hombres. La industrialización era total y definitiva. Miles de chimeneas se levantaban por doquiera y el humo ennegrecía el cielo en los sectores industriales. Y no sólo eso. La prosperidad había dado también una linda ciudad maravillosamente adornada con estatuas de S.M. el rey, de S. M. la reina, etc. Con parques, jardines, calles amplísimas, bulevares, avenidas, paseos, teatros, estadios. En todo estaba S.M. aliviando «las grandes necesidades» porque él lo podía todo.

Las noches de la gran ciudad capital del reino eran de silencio. Los hombres iban a dormir muy temprano para estar listos para las grandes faenas del día siguiente. En las avenidas y calles vacías sólo se oía el paso de los soldados haciendo cambios de guardia y el ruido de los camiones llevando a los soldados en sus cambios.

Pero el rey mantenía su oído en el pueblo. Él sabía que algo podía pasar de pronto y no quitaba su oreja del latido del corazón de los hombres que dormían desde temprano. Y sus guardias hacían estrecha vigilancia. Desde los torreones, en las esquinas, en la obscuridad, las ametralladoras estaban listas, desafiantes, vigilando el sueño de S.M. que no podía dormir.

Y hubo un día en que el pueblo no tuvo qué comer y el pan subió de precio y el aceite y los vestidos y la carne. Superprodujo el rey y despidió a cientos de obreros, cerró fábricas. Y primero los hombres se volvieron a sus casas y con los codos sobre la mesa hundieron sus cabezas, las mujeres sostenían el llanto de sus niños, las ancianas permanecían en silencio. Bajo la gloria del rey el pueblo sufría. Bajo el peso de su augusta corona el hambre ascendía y daba vuelta en espirales.

Y el pueblo tímido, medroso, comenzó a volver por su estómago desfallecido, sin violencia, sin rencor; sobre la mesa de trabajo de S. M, comenzaron a llover pequeñas misivas, en sus teléfonos repicaron luego cortas llamadas, delicadas voces que pedían hablar con algún empleado de S.M.

Y el rey comenzó a oír las cartas que sus secretarios iban leyendo: «Grandísima Majestad: Sucede —y S.E. debe perdonarnos— que hoy no hubo pan, pues los salarios no dieron para ello. Aunque es una cosa tan insignificante, nosotros le rogaríamos que si S.E. pudiera hacer algo…».

«Dignísimo Señor: Sentimos tener que molestarle pero no tenemos qué comer porque fuimos despedidos de la fábrica y como nuestro hijo está enfermo le suplicamos…»

«Señor rey nuestro: Como S.E. todo lo puede ¿no sería posible un poco de pan? Por algo de lo que V.M. no es culpable no podemos conseguirlo, ¿se podría?»

Pequeños papelitos arrugados, escritos en tintas violetas con temblorosas letras. Y las cortas llamadas telefónicas repetían lo mismo. Pero nadie ponía su nombre en las cartas, nadie lo decía en las llamadas.

Y S. M. el rey por uno de esos rasgos de gran bondad y dulzura que tienen todos los grandes hombres de la historia de la humanidad, cedió a la dulce presión del pueblo y un día domingo por la mañana los graneros del rey fueron abiertos y el pueblo fue invitado a recoger el trigo, el maíz, la avena (abiertos hasta cierta medida). En las plazas se regalaron espejos, telas, juguetes para los niños, retratos del rey, medicinas, peines, jabones. Se volcaron toneles de vino y cerveza y de los hornos reales salía el pan humeante en asombrosas cantidades, las orquestas del rey tocaban en los paseos, en los parques, el pueblo bailó hasta la madrugada, se embriagó, los hombres llevaron esa noche manzanas, bistecs y puré de papa a sus amantes, con las que durmieron hasta que la gran sirena comenzó a sonar al amanecer. Las amas de casa almacenaron un tanto los alimentos regalados por la infinita bondad del rey, los hombres guardaron vino, los niños dulces y caramelos.

Y al día siguiente la prensa internacional recogía en grandes letras el asombroso gesto, inusitado en la historia de los tiempos modernos, no hecho por ningún país. Y en los días sucesivos el rey podía dormir tranquilo, se rebajó considerablemente la guardia del palacio, se quitaron soldados de los torreones, de los callejones. El pueblo dormía feliz y los hombres procreaban con más libertad en sus lechos, soñando con futuros gestos del rey pues en su gran corazón todo era posible.

Y con mayores cosas soñaban. Su asombro iba de sueño en sueño y así pasaron las noches y los días de trabajo fueron de esperanza, mientras la producción nacional ascendía considerablemente y más trigo y más productos de exportación eran almacenados y los barcos zarpaban de los puertos con más toneladas de azúcar y de harina.

Pero el hambre no murió allí con las excelencias y regalos de S.M. El rey tenía que regular su competencia internacional, ajustar los salarios y controlar la superproducción, lo que trajo un paro forzoso desproporcionado, que dejó a miles sin trabajo. Como un aceitoso vaho volvió el hambre a caer sobre las plazas, en los techos de las casas, en las almas de los hombres, en el estómago de los niños. Entonces el rey volvió a perder su sueño y redobló o cuadruplicó su guardia. Temía por la seguridad de su reino y la grandeza de su corona. Los soldados marchaban por las calles en batallones, con sus bayonetas caladas. A la medianoche los coches células se detenían en las esquinas, espiaban los agentes secretos por las hendijas de las puertas, los obreros eran registrados minuciosamente en las fábricas, los aviones volaban sobre los campos a ras de los árboles. Y el rey no dormía, temía. Se veía asediado por el pueblo furioso, quebrando los cristales de las ventanas del palacio, rompiendo las puertas, incendiando sus fábricas, penetrando en sus graneros, saqueándolo todo. «Todo tiene su límite —pensaba— la paciencia de estos hombres va a llegar a su fin.» Y enviaba más soldados a las calles, ordenaba tener listos tanques y aviones para reprimir la subversión.

Pero cómo se equivocaba el rey. En sus casas, los hombres dormían tranquilos. Sus mujeres, madres y amantes dormían también y ni los sueños les perturbaban. Pensaban en la inmensa bondad del rey quien todo lo podía y esperaban que cualquier domingo los graneros se abrirían de nuevo y correría el trigo por las calles como la dichosa pasada vez y entonces saciarían su hambre, en los telares de S. M. cubrirían su desnudez.

Y mientras los soldados cruzaban por sus puertas golpeando sus pesados rifles contra el asfalto, ellos soñaban con la bondad del rey y le amaban entrañablemente.

—Un domingo será —se decían.

—O en el día de su cumpleaños —musitaba la esposa sonriendo.

—Ah, él tan bondadoso…

Y al amarle, sentían que amaban también la gloria del país colocado en la primera línea de la producción internacional.

La banda del presidente

La banda del presidente

Y porque el país está en profunda crisis de sus valores espirituales.

Fue el último editorial contra el gobierno que se publicó en el periódico más combativo después de una serie de ya débiles intentos que se venían haciendo. Antes, en este periódico se vertía toda la saña contra los gobernantes y se criticaban hasta sus más mínimas acciones. Por su página editorial eran pasados a cuchillo día a día ministros, administradores, empleados menores. Pero en esta última semana el periódico vino clausurando poco a poco su encono y hoy aparece ya este último editorial: «profunda crisis de sus valores espirituales». Después, absoluto silencio sobre política y cero críticas contra la administración. A simple vista ésta podría ser la resultante de muchas causas, entre ellas, que el gobierno hubiera comprado a sus directores, cambios de opinión, etc. Pero esto fue sintomático de algo mucho más grave —o más feliz según como queramos apreciarlo—: después las radiodifusoras de oposición omitían comentar los asuntos públicos en sus programas de noticias, la televisión clausuró sus entrevistas políticas y más aún, dejaron de publicarse las revistas especializadas sobre el asunto. La opinión pública no sufrió ningún trastorno por estos acontecimientos y muy al contrario, se sintió feliz al desembarazarse de las diarias largas crónicas sobre política y políticos, ataques y contraataques, réplicas y agrias discusiones.

Y todo quedó concluido cuando el periódico oficial que hablaba exclusivamente de asuntos gubernamentales dejó de circular por falta de lectores.

Aquel país, en fin, abolió la política de sus medios de expresión en una convención silenciosa y sin apuros ni violencias. Fue un fenómeno fácil e inexplicable; la gente no quería leer política y los editores de diarios y programas de radio y TV los quitaron sin más, parte por voluntad del público y parte por voluntad propia.

Después, comenzaron a morir los partidos políticos. Uno a uno iban perdiendo afiliados. Por supuesto, la cosa comenzó por los partidos de saloncito en donde sus integrantes no volvieron a concurrir a las tertulias a leer manifiestos y libros sobre economía. Después, los más poderosos fueron perdiéndose hasta que sus sedes generales fueron cerradas sin ningún alboroto y sus secretarios generales se dedicaron a sus oficios y abandonaron sus pretensiones presidenciales.

Se terminaron también las pastorales de los obispos, las proclamas de los grupos populares, se disolvieron los comités de barrios y caseríos y los libreros no volvieron a importar libros sobre política ni nada parecido. Tranquilamente todo el mundo se dedicaba a sus trabajos y las relaciones familiares se hicieron más cordiales, hubo menos querellas judiciales.

A la gente no le importaba ya el poder. Esto fue lo fundamental. Los generales y coroneles del ejército pidieron su baja y muchos soldados fueron licenciados. De inmediato se apreció que quienes dejaban su uniforme habían tenido alguna vez pretensiones al poder público. Pero a nadie le importaba esto. La cuestión de quién debería mandar fue relegada al último de los planos y se terminaron las audiencias presidenciales y la petición de puestos públicos y de prebendas. Al terminarse los partidos políticos también se acabaron las elecciones. Los diputados y senadores al comienzo, se reunían esporádicamente pero luego dejaron de hacerlo, el gobierno no dio más leyes ni decretos.

Después suprimieron algunos ministerios. Se cerraron otras oficinas, se rebajaron los sueldos sin que nadie dijera nada. Aquel país entró en un periodo incomprensible de su historia. La gente se comportaba de esta manera y nadie lo extrañaba, como si toda su vida hubieran tenido ese régimen de vida, como si nada anormal estuviera pasando. No fue un largo proceso, una evolución hacia eso, sino que fue sólo cuestión de meses. Las discusiones públicas se eliminaron solas, los partidos se suicidaron voluntariamente, los diputados por su gusto no volvieron a llegar a las sesiones.

La abulia cayó sobre aquel país como una nube cargada de invierno y fue como un cielo plomizo y tranquilo, como si el aire se hubiera vuelto tibio y quieto. Una hipnosis terrible, un olvido total.

Jaime Pic era el Señor Presidente de la República. Abogado, después agricultor, industrial, rico poderoso, llegó a ser presidente cuando la convención de su partido lo eligió por unanimidad pues compró a más de la mitad de los convencionales, y tenía un consorcio económico con el anterior presidente, y como el partido en el poder era su partido y éste controlaba las elecciones, llegó por esto a la presidencia.

Y Jaime Pic era el único que no estaba conforme con esta situación, absurda y novedosa.

Había llegado a la presidencia hacía apenas siete meses y no había gozado del vértigo del poder lo suficiente para que de repente la situación viniera a ponerse de esta manera. Convocaba a una sesión de prensa y los periodistas no llegaban; emitía un boletín y los periódicos no lo publicaban. Quería hacer una convención de su partido y los afiliados no concurrían.

Después renunció su secretario de prensa.

Muchas noches Jaime Pic pasaba en vela pensando qué era lo que en realidad le ocurría a su pueblo. Creyó primero que quizá era alguna cosa pasajera pero se convenció de que no, pues ya duraba para largo. También presentía que tal vez el público se hubiera aburrido de los desmanes del gobierno y hubiera decidido hacer una huelga general. Pero tampoco, pues de esta corriente estática participaban también sus funcionarios de gobierno. Cuando alguien concurría a su despacho a ponerle su renuncia y él le preguntaba por qué, simplemente el funcionario encogía los hombros y daba la vuelta sin decir ni adiós. Estos pensamientos sólo pasaban por la cabeza de Jaime Pic porque de allí nadie, ni su misma esposa se preocupaba de tales cuestiones. Cuando se sentaban a desayunar y él hablaba del asunto, ella comía en silencio. Cuando cambiaba de plática y empezaba a hablar de cine, la señora iniciaba una jovial conversación.

Jaime Pic estaba por volverse loco. No tenía de qué hablar porque sus funcionarios —los que aún quedaban— hacían tranquilamente el crucigrama en sus escritorios o jugaban a las cartas. Bajaba a las calles sonando el enorme pito de su carro blindado y la gente lo miraba ida, como si delante pasara un raro personaje de pesadilla o novela de misterio. Se terciaba la banda presidencial en el pecho y cruzaba las aceras con su escolta armada de ametralladoras y la gente le daba las espaldas no por desprecio, sino por indiferencia.

Un día la escolta lo abandonó en media calle, dejaron sus ametralladoras en una cuneta y tranquilamente se perdieron en las esquinas. Su policía secreta no regresó nunca de las búsquedas a las cuales Jaime Pic los enviaba. En un partido de beisbol, al entrar Jaime Pic y su esposa al estadio los músicos no tocaron el himno ni el público se puso de pie, pues nadie reparó en la presencia del Señor Presidente.

Ese día lloró Jaime Pic su desgracia.

Su existencia como presidente de una República sin instituciones, sin partidos, sin críticas, sin interés, era triste y desolada, como si un pingüino fuera obligado a vivir en el trópico.

Mientras tanto la gente se dedicaba a sus quehaceres con empeño, los agricultores sembraban con alegría, los obreros producían con interés. Ciertas palabras iban poco a poco quitándose de la conciencia popular, tales como: elecciones, partido, candidato, congreso, puesto, ministro, sueldo, burocracia.

Otro día el país amaneció sin ejército y los tanques y aviones de guerra comenzaron a oxidarse sin remedio.

Pero ¡ay! Jaime Pic sufría lo indecible en su palacio con grandes ventanas de cristal. Su linda banda de tafetán de vivos colores con el escudo bordado en oro estaba llena de polvo porque su edecán dormía todo el día y su esposa leía también todo el día revistas de cine. Se terminaron para él las recepciones, los mítines, los discursos, los viajes oficiales, la corte de sus ad latere, los honores, los himnos, las paradas militares, los saludos, los vítores. La dulce locura silenciosa de aquel país lo estaba trastornando.

Como acto democrático Jaime Pic ensayaba por ejemplo, bajar a los parques a hacer tertulias con sus conciudadanos pero esto le resultaba mal siempre, pues la gente no apreciaba esto como desprendimiento del presidente, sino como un acto anormal de cualquier hijo de vecino: conversar.

Aquello era una tragedia para Jaime Pic. Un día colérico le dijo a su mujer que mejor iba a renunciar de su alto cargo y ella le preguntó:

—¿Renunciar a qué?

La abulia de la gente mató la política y mató a la figura del presidente. Jaime Pic era un tipo popular, buen conversador, amable, de maneras distinguidas. Pero sólo eso. La gente le decía ya, con irrespeto para su condición de primer magistrado de la nación «Jaimito Pic».

El presidente Pic era un hombre chiquito y amanerado, de lentes finos con marcos de oro, amplia frente, cabellos ralos y manos pequeñas y cuidadas. Vestía de lino blanco por la mañana, y por la tarde, un traje gris y corbata roja, la banda presidencial en su pecho no faltaba nunca. Saludaba atentamente con el sombrero, crema por las mañanas y gris por las tardes.

Grave, impetuoso, decidido y adolorido, el Señor Presidente Jaime Pic tomó una mañana al levantarse la decisión de su vida, tras haberla madurado toda la noche: dejar el poder.

Pero dejar el poder simplemente, tomando sus valijas y marchándose con su mujer del palacio presidencial, ahora triste, silencioso y olvidado, no hubiera servido de nada pues hubiera sido tan sólo como cambiar de residencia. Maduró su plan y se decidió a ponerlo en práctica. A sus resultados sacrificaría su presidencia de la República: iba a provocar según sus intenciones una conmoción nacional, iba a rehabilitar el interés del público en la política, a crear una llaga para poner el dedo. Su plan iba a conmover de una vez por todas a sus absurdos ciudadanos olvidadizos y abúlicos, que despreciaban por quién sabe qué extraña razón el mejor de los placeres: la política dinámica, los discursos, las adulaciones, el forcejeo por los puestos, el presupuesto de la nación. Y después vuelta la gente a sus antiguas manifestaciones, los periódicos a sus editoriales, las campañas, las discusiones, los partidos, el gobierno organizado de verdad —no este remedo de administración con viejos barredores y antiguas mecanógrafas ociosas— él volvería con su candidatura y ganaría de nuevo la presidencia y entonces sí, iba a gozar de verdad de lo fantástico del poder, del boato, de las reverencias, de los himnos, de las recepciones, etcétera, etcétera.

Y dio marcha a su plan.

Hizo muy trabajosamente sus arreglos porque nadie quería cooperar con él: por pura amistad la gente que él necesitaba se decidió a prestarle ayuda.

Al fin, una noche todos los televisores y radios del país anunciaron una transmisión especial en cadena nacional. En las pantallas apareció la figura de un general con charreteras y medallas, de espada y todo. En sus hogares la gente escuchó tiros por todos los rumbos de la ciudad. Y el general en las pantallas, con cara hosca y ademanes serios habló al público:

«Se informa al país que acaba de ser depuesto por las armas, en vista de la conveniencia nacional y de los supremos intereses de la patria, el presidente de la República, Sr. Jaime Pic quien sale exiliado para un país vecino. Desde este momento el control del gobierno queda en manos de las Fuerzas Armadas y quedan también abolidas todas las instituciones. Se decreta estado de sitio y se restringen las garantías constitucionales».

Después, el general, que era quien se iba a hacer cargo de la presidencia junto con otros militares, pidió al país serenidad y cordura en esos momentos difíciles. La gente, extrañada, se volvió a ver entre sí y todos encogieron los hombros. Desde el principio, habían reconocido al viejo actor de teatro retirado, quien metido en un disfraz de general les hablaba desde las pantallas y los radios.

Soñolientos, apagaron sus receptores mientras los tiros de Jaime Pic seguían sonando por todos los rumbos.

Desde esa noche, quedó el país definitivamente sin presidente de la República.

El poder

El poder

No hay poder duradero sobre la tierra. Todo pasa, todo se borra. Pero en esto no me refiero al poder de don Fulgencio, que sí era un poder duradero e imborrable. Un poder palpable a la simple vista. En el pueblo nadie lo puso en duda nunca y, por supuesto, porque no había razón para creer lo contrario: un amigo que cayera preso salía al día siguiente sin pagar carcelaje; un asunto de permisos o exenciones de impuestos del plan de arbitrios; una carta de recomendación para ser maestro rural, todo esto era resuelto con diligencia por don Fulgencio, siete años seguidos juez local y líder del partido, conocedor pulgada a pulgada del terreno que pisaba, de los rostros de los amigos, de la edad de los hijos de los amigos hábiles para inscribirse y votar, de sus debilidades y pequeñas necesidades, de sus entusiasmos y padrino de muchos hijos de correligionarios.

El juez local despachaba en la Casa del Cabildo frente a la plaza desierta. La Casa del Cabildo era la principal edificación del pueblo con un largo corredor y postes para amarrar los caballos. Tres palmeras había frente a su entrada principal y desde la ventana de barrotes ensarrados podía divisarse la iglesia de una sola torre de adobe como sus anchísimas paredes y también de una sola campana que se oía repicar en las tardes cuando pasaba un entierrito con la cajita blanca cubierta de flores de papel o para los rosarios a las seis de la tarde en el mes de mayo. Pero la plaza siempre estaba desierta, como un gran potrero con el zacate amarillo y dos vacas o caballos casi siempre pastando. En su extremo sur, un riel en donde diario amarraban el cartel del cine con letras moradas y verdes. El aire no corría por la plaza ni por el cabildo ni por la torre de la iglesia. Eran una plaza, un cabildo y una iglesia parados en seco. Ni pájaros ni ranas ni ardillas ni conejos en el potrero que era la plaza. Sólo las tres palmeras con sus palmas agobiadas unas veces verdes y otras veces secas.

A las dos de la tarde de todos los días, el juez local se aparecía por el lado del riel del cartel del cine, atravesaba la plaza en diagonal poniendo su mano delante del sombrero de fieltro para capear el sol. Sacaba su enorme pañuelo rojo para sacudir sus narices o para secar su nuca. Sobre su nariz los anteojos, escrutaba a uno y otro lado con mirada acuchillante para traspasar las paredes de las casas de sus correligionarios y ver qué hacían, quiénes peleaban con sus mujeres, quiénes tajeaban a sus hijos, quiénes dormían o hacían algo que él no supiera. De vez en cuando componía sus pantalones por detrás, crudos, de manta china o socaba su faja de baqueta.

A las dos y pico estaba detrás de su mesa con manchas azul pálido de tinta e incisiones de navaja, despachando los asuntos con su empatador de ras-ras al escribir. Arriba de él, un retrato con el perfil esfuminado del jefe, tras un vidrio polvoso y una cintita negra encima del marco.

A su derecha se sentaba el secretario; un hombrecito pálido y flaco, con la barba sucia como de lija, tosigoso y débil, con las manos heladas y botando caspa cuando meneaba la cabeza peluda. Cuando escribía las declaraciones medio cerraba los ojos para ver, porque no usaba anteojos. Tenía otro empatador azul y un tintero.

—Que pase el declarante.

Se sentaba el declarante en el taburete enfrente del juez a rendir su declaración.

—¿Qué vio usted del asunto?

Como un conejo asustado, el declarante volvía a ver a los lados y para atrás, donde esperaban los litigantes fiscalizando el pleito.

—Nada, yo no vi nada don Fulgencio. Yo no estaba en los hechos…

El juez entonces se inflaba en su justicia y se recostaba en su silla.

—Ah, pues, y ¿entonces para qué viene aquí a rendir declaración de los hechos vistos?

—A mí me trajieron don Fulgencio, yo no quería…

Y el juez se desinflaba en su justicia y mandaba escribir:

—Que no vio nada de los hechos en autos y que tampoco sabe ni ha oído nada del particular, que no firma por no saber y que oyó que le leímos el acta y está conforme…

Y la justicia pasaba y se repasaba a diario por la mesa del juez en pleitos de gallinas, de basura botada en solares ajenos, de bochinches por amenazas entre mujeres, de picados que le habían echado mueras al gobierno. La justicia entraba con el pie derecho sólo cuando don Fulgencio no quería que entrara con el pie izquierdo.

—Don Fulgencio aquí está mi tarjeta y este individuo me ofendió y me amenazó con cinchonearme porque dice que le debo y yo no le debo nada…

Y le pasaba la tarjeta que él veía poniéndola de largo y tanteándose los anteojos sobre la nariz.

—«El vigilante de la mesa del cantón núm. 3 hace constar que el Sr. Saturnino Cerda votó por…» Ahh… bueno, amigo y ¿cómo prueba que a usted Saturnino le debe reales?

Y el otro no tenía tarjetita y entonces estaba cancelado.

—Fue de palabra.

—A pues estás claro, hijo. No hay pruebas. Escribí allí vos: que no hay mérito por falta de pruebas y no hay lugar para esta demanda. Que el demandante no vuelva a molestar a Saturnino Cerda y rinda fianza de guardar paz.

O los pleitos los arreglaba más fácilmente en su casa con huacales de jocotes, pollos, aguacates, naranjas, limones, huevos, verduras, que le llevaban a su mujer y ésta interfería para que el litigante saliera bien y la otra parte condenada en costas, daños y perjuicios.

El secretario nunca decía una palabra y sólo abría la boca para toser tímidamente en su pañuelo y escupir en los ladrillos de barro del Cabildo. Se limitaba a escuchar cómo el juez le dictaba las declaraciones para irlas copiando. Y hasta después, las leía con su voz meticulosa y triste, con su voz leal, y siempre los declarantes estaban conformes con ellas.

Y a las cinco de la tarde, el juez iba para el lado del riel del cine, seguido por dos o tres litigantes, siempre componiendo de atrás su pantalón. Y todo el pueblo sabía que él era la justicia en cuerpo y alma. La justicia hecha a la medida de cada ajusticiado, de cada litigante. Una justicia de una sola pieza y sobre todo revestida de poder. Poder no sólo para ejecutar lo sentenciado sino poder de entronque, de amistad con el jefe político del Departamento, con el administrador de Rentas, de amistades de influencia en Managua. Poder de hacer y deshacer en el pueblo, de quitar y poner colector de la luz, colector del agua, fiel de rastros, policía municipal, secretario del alcalde y al alcalde, síndico municipal, director de la escuela. Manejaba los hilos de la política a las mil maravillas y había que verle la cara para poder conseguir algo, aunque fuera la boleta de terraje de balde para enterrar a un muertecito. Don Fulgencio no era sólo el juez, era el que mandaba. Y el que manda, manda, decía él. Por eso, aunque nadie hubiera podido definir el poder, se sabía qué cosa era. Y el poder era don Fulgencio.

Esa tarde estaba despachando en el Cabildo alegremente.

—Hoy vamos a cerrar temprano porque viene a mi casa el ministro de Hacienda, mi amigo.

—¿Ah? —dijo el secretario, que rascaba el papel sellado con el empatador.

—Hoy viene el ministro a verme a mi casa, me puso un telegrama que venía porque va a pasar de vuelta de ver una finca que quiere comprar por allí. Somos amigos personales y a mí me quiere mucho.

—Hujum —dijo el secretario y sacó su pañuelo, haciéndolo como un nido para toser.

—Va a cenar en mi casa ahora antes de irse y le tengo listas unas frutas que me solicitó y otras cuestiones para regalárselas. Seguramente viene con su señora, ella también me estima mucho a mí.

Hablaba dándole golpecitos a su mesa y sonriéndose con la aureola del poder sobre la cabeza. Y el secretario abandonó sus ajás y su tosedera para tirarle una pregunta inquietante:

—Don Fulgencio, ¿y cómo es el poder?

El secretario sentía como todos el poder del juez pero no sabía cómo era, cómo lo sentía don Fulgencio dentro de él, si le hacía cosquillas, si le apretaba, si estaba o no a gusto. Y esa pregunta fue suficiente para que él se quitara sus anteojos y los repasara con su pañuelo colorado, empañándolos antes con el aliento, y dijera:

—Hombré, hoy vas a ver cómo es el poder. Vamos a ir a mi casa.

Y el secretario estaba en la casa del juez con éste, a la hora en que iba a llegar el ministro. Barrían, limpiaban los bancos, regaban la calle, recogían la basura del solar. La mujer del juez terminaba de arreglar las cositas que le iban a regalar al doctor que de un momento a otro iba a pasar, pues entre las cosas del poder estaba, por supuesto, ser anfitrión de los ministros.

El secretario esperaba la revelación exacta del poder para tener un concepto preciso sobre él y para eso lo había llevado el juez. Pero a su ansiedad e interrogante no correspondió la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos y como una declaración lo contaba en la rueda de los amigos en la acera del cine: que él estaba en la acera de la casa, recostado en la puerta cuando paró la linda camioneta celeste del ministro; que el chofer se apeó a abrirle al ministro, quien se bajó, y fue cuando se vino don Fulgencio con los brazos extendidos desde adentro a darle un gran abrazo.

—Andamos rápido —dijo el ministro—. ¿Tiene listas las cositas?

—¿No se apea la señora un ratito tan siquiera a tomar un fresco? —preguntó el juez.

—no, andamos apuraditos —dijo el ministro y sonrió—. ¿Tiene listas las cositas? —Y entonces entre el juez y el chofer cargaron en la valijera las cajas de plátanos, el saco de elotes, papayas, naranjas, las cabezas de bananos.

—Pero no es posible que no se sienten un ratito adentro, que se desentuma la señora —suplicaba el juez amablemente.

—Otro día; otro día, amigo; tenemos que estar temprano en Managua —replicó el ministro, dándole unas palmadas grotescas en la espalda y riéndose—. Gracias por todo, ya sé que todo lo lleva a las mil maravillas usted aquí, allá tenemos muy buenos informes suyos.

El chofer llegó y le dijo al ministro: «Dice la señora que se aligere». Y el ministro se volvió para su camioneta muy orondo y adentro lo esperaba su señora de anteojos obscuros y fastidiada. La camioneta arrancó nuevamente y el juez se quedó en la acera, inflado en las alabanzas y en la deferencia del sr. ministro al bajarse.

—Ya viste pues —le dijo—. Esto es el poder. A uno lo toman en cuenta.

«Esto es el poder», asintió varias veces ababosado y cuando la camioneta se fue, dejando unas nubes de polvo, pensaba que algún día ya no sería sólo secretario sino que iba a manejar el poder a las mil maravillas, así como el juez.

Son de Pascuas

Son de Pascuas

La muchacha olía a polvo barato y le sudaban las manos cuando entró desesperada a la oficina de teléfonos en donde el telefonista bostezaba largamente en su taburete de cuero de tambor con las patas más altas que los taburetes normales. Su aparato era como un gran reclinatorio y de atrás salía una serie infinita de hilos delgaditos de todos colores en una sola trenza y de vez en cuando se oía el rrrrrr por unas tapitas que tenía la caja.

—Me da con el Comando de Santa Teresa —dijo la mujer, inclinándose sobre la baranda que dividía al telefonista del público. Le dio vuelta a la manigueta medio sonámbulo y empezó a pedir con Santa Teresa:

—Aló, Santa Teresa, Santa Teresa, aló… Aló, compadré, qué tal de Nochebuena, y el pase, ¿ya salió?… Ahhhh… no se pique mañana 25 que tiene franco… ah… jaaa, jaaaa… vea, deme allí con el Comando, bueno, bueno, bueno… allí está el Comando niña, anda habla allá a la pared…

Dejó enchufado el chunche y se salió a la puerta de la oficina que quedaba en la calle real en una casa alta con unas cuatro gradas de piedra pegadita al telégrafo y al correo y al otro lado el cuartel G. N. Más arriba de los techos y de los palos de coco, el cielo de diciembre estaba completamente encendido y un friíto helaba la nariz, los pies y las costillas, y la camisa del telefonista por fuera se movía sobre su vientre, mientras recostado en el marco de la puerta sonreía en un éxtasis de Nochebuena, oyendo el tronar de los cohetes a lo largo, las músicas, los voceríos.

La muchacha se estaba comunicando con el Comando de Santa Teresa desde el teléfono de la pared y hablaba empinándose para alcanzar el aparato, mientras con una mano sostenía sobre su oreja el escuchador.

—Vea, por favor me llama al raso Gutiérrez que aquí le habla su esposa dígamele, holaaá, ah… ve Miguel te hablé porque la niña se está muriendo… ah, ¿qué? ¡Sí, muriendo…!

Esto último lo dijo ya gritando para hacerse oír y el telefonista la miró de reojo, mientras se estiraba en el escaño de la oficina.

—Que se está muriendo, sí… el doctor dice que es crup… ¿ah? Crup, crup… Ah, no, yo te aviso porque es mi obligación, si yo ya sé que no te importo, pero es por tu hija… hola… sí, está grave, grave, grave.

Lo dijo como una sentencia cortada en cada palabra y gesticulando con la mano que le quedaba libre.

La voz de la muchacha se iba por el hilo del teléfono, cruzando la Nochebuena de los pueblos del sur, arriba de los cafetales de Masatepe y San Marcos, por entre las palmeras, los naranjos, los limoneros, los palos de mango, los chagüites, en la espesura de maderos, chilamates, ojoches, tigüilotes, guachipilines, a la orilla de los cementerios llenos de begonias, jalacates, milflores, lirios del valle, arriba del zacatito tierno, los caminos carreteros, las luces de los caseríos, los alambrados, hasta Santa Teresa, desde donde la voz del marido borracho le llegaba cortada. Ella le hablaba con desesperación, con un llanto rabioso reprimido. Era mujer probada, valiente, decidida y si no, que lo dijera aquel trapecio en lo alto de las varas de la maroma en donde hacía sus pruebas mortales, el balancín de la muerte, el paso de Satanás. Pero ahora lo llamaba porque era su hija y no para que lo hiciera por ella sino por la niña que se moría, allá en la carpa del Circo Rosita, con espectáculos bajo la luna, «quince artistas de fama internacional, cuatro graciosos payasos, trapecistas, equilibristas, malabaristas, monos, cabros amaestrados, ilusionistas, en su recorrido triunfal por Centro y Suramérica…».

La gran Melania, estrella del trapecio de la maroma, sollozaba ahora pegada al teléfono llamando a su marido, guardia nacional acantonado en Santa Teresa.

—Ve, por última vez te digo… ¿vas a venir o no? Si es tu obligación y estás franco mañana, mañana te espero… pero, ¿por qué? ¿Que no es tu hija?

Bajo las estrellas de Navidad, por la calle Real venía el pase del niño Jesús, con olores de incienso y reseda, entre las lámparas de gasolina, la música bullanguera, los pastores, los cantos, la ternura del pueblo caminando a pasos lentos mientras los cohetes seguían reventando. El telefonista se salió otra vez a asomarse y cruzó los brazos sonriente.

—Por última vez… ¿venís o no? ¿Querés hallarla muerta?… Si a mí nunca me has dado nada, pero es tu hija aunque no querrás… y está gravísima, gravísima…

La gran Melania tenía ahora una vena repintada a un lado del cuello como cuando iba a lanzarse en el pase de la muerte, aplaudido en la Concha, en San Juan, en Niquinohomo, en Santa Teresa, bajo la luz de las lámparas tubulares y los candiles, y que anunciaban en grandes letras los carteles de la maroma.

Por la puerta de la oficina entraba el son de Pascuas.

Llegó corriendo la hija mayor de la mujer rechinando sus zapatos nuevos.

—Que ya murió, mamá, que se vaya, ya murió la niña…

La mujer oyó a su hija, pero se quedó un ratito más sin decir nada, con el aparato en la oreja y siempre empinándose. Después lo soltó y el chunche se quedó balanceando en el aire cernido que pasaba por la oficina.

—Son uno veinte —dijo el telefonista y desconectó la clavija.

Nuevos cuentos (1969)

NUEVOS CUENTOS

1969

A mi padre