Índice de personajes y breve descripción
de sus circunstancias
LA FAMILIA CERULLO (LA FAMILIA DEL ZAPATERO):
Fernando Cerullo, zapatero, padre de Lila. Cuando su hija terminó los estudios de primaria, la sacó de la escuela.
Nunzia Cerullo, madre de Lila. Comprende a su hija pero no tiene autoridad suficiente para apoyarla frente al padre.
Raffaella Cerullo, llamada Lina o Lila. Nació en agosto de 1944. Cuando desaparece de Nápoles sin dejar rastro, tiene sesenta y seis años. Alumna brillante, a los diez años escribe un relato titulado El hada azul. Tras obtener el diploma de la escuela primaria abandona los estudios y aprende el oficio de zapatero.
Rino Cerullo, hermano mayor de Lila, también zapatero. Con Fernando, su padre, y gracias a Lila y al dinero de Stefano Carracci, monta la fábrica de zapatos Cerullo. Se compromete con Pinuccia Carracci, la hermana de Stefano. El primogénito de Lila se llama Rino como él.
Otros hijos.
LA FAMILIA GRECO (LA FAMILIA DEL CONSERJE):
Elena Greco, llamada Lenuccia o Lenù. Nacida en agosto de 1944, es la autora de esta larga historia que estamos leyendo. Elena se pone a escribirla en cuanto se entera de la desaparición de Lina Cerullo, su amiga de la infancia, a la que solo ella llama Lila. Al terminar la primaria, Elena sigue estudiando con éxito creciente. Desde muy niña se enamora de Nino Sarratore, pero lo ama en secreto.
Peppe, Gianni y Elisa, hermanos menores de Elena.
El padre trabaja de conserje en el ayuntamiento.
La madre es ama de casa. Su paso claudicante obsesiona a Elena.
LA FAMILIA CARRACCI (LA FAMILIA DE DON ACHILLE):
Don Achille Carracci, el ogro de los cuentos, usurero, trafica en el mercado negro. Murió asesinado.
Maria Carracci, esposa de don Achille, madre de Stefano, Pinuccia y Alfonso. Trabaja en la charcutería de la familia.
Stefano Carracci, hijo del difunto don Achille, marido de Lila. Administra los bienes acumulados; junto con sus hermanos Pinuccia y Alfonso y Maria, su madre, es propietario de una charcutería muy rentable.
Pinuccia, hija de don Achille. Trabaja en la charcutería. Se compromete con Rino, hermano de Lila.
Alfonso, hijo de don Achille. Es compañero de pupitre de Elena. Está comprometido con Marisa Sarratore.
LA FAMILIA PELUSO (LA FAMILIA DEL CARPINTERO):
Alfredo Peluso, carpintero. Comunista. Tras ser acusado de haber matado a don Achille fue condenado y está en la cárcel.
Giuseppina Peluso, esposa de Alfredo. Obrera de la manufactura de tabaco, se dedica a sus hijos y a su marido que está en la cárcel.
Pasquale Peluso, hijo mayor de Alfredo y Giuseppina, albañil, militante comunista. Fue el primero en percatarse de la belleza de Lila y en declararle su amor. Detesta a los Solara. Es novio de Ada Cappuccio.
Carmela Peluso, también se hace llamar Carmen, hermana de Pasquale, dependienta en una mercería pero Lila no tarda en contratarla en la nueva charcutería de Stefano. Está de novia con Enzo Scanno.
Otros hijos.
LA FAMILIA CAPPUCCIO (LA FAMILIA DE LA VIUDA LOCA):
Melina es viuda y pariente de Nunzia Cerullo. Friega las escaleras de los edificios del barrio viejo. Fue amante de Donato Sarratore, el padre de Nino. Los Sarratore se marcharon del barrio precisamente a causa de esa relación y Melina casi se vuelve loca.
El marido de Melina descargaba cajas en el mercado hortofrutícola y murió en extrañas circunstancias.
Ada Cappuccio, hija de Melina. Desde niña ayudó a su madre a fregar escaleras. Gracias a Lila, la contratarán como dependienta en la charcutería del barrio viejo. Está comprometida con Pasquale Peluso.
Antonio Cappuccio, su hermano, mecánico. Es el novio de Elena y está muy celoso de Nino Sarratore.
Otros hijos.
LA FAMILIA SARRATORE (LA FAMILIA DEL FERROVIARIO-POETA):
Donato Sarratore, ferroviario, poeta, periodista. Muy mujeriego, fue amante de Melina Cappuccio. Cuando Elena se va de vacaciones a Ischia, y es huésped en la misma casa donde se alojan los Sarratore, se ve obligada a abandonar la isla a toda prisa para evitar el acoso sexual de Donato.
Lidia Sarratore, esposa de Donato.
Nino Sarratore, el mayor de los cinco hijos de Donato y Lidia. Detesta al padre. Es un alumno muy brillante.
Marisa Sarratore, hermana de Nino. Estudia para secretaria de dirección. Está comprometida con Alfonso Carracci.
Pino, Clelia y Ciro Sarratore, los hijos más pequeños de Donato y Lidia.
LA FAMILIA SCANNO (LA FAMILIA DEL VERDULERO):
Nicola Scanno, verdulero.
Assunta Scanno, esposa de Nicola.
Enzo Scanno, hijo de Nicola y Assunta, también verdulero. Desde niña, Lila le tiene simpatía. Su relación comenzó cuando durante una competición escolar, Enzo demostró una insospechada habilidad para las matemáticas. Enzo está de novio con Carmen Peluso.
Otros hijos.
LA FAMILIA SOLARA (LA FAMILIA DEL PROPIETARIO DEL BAR-PASTELERÍA DEL MISMO NOMBRE):
Silvio Solara, dueño del bar-pastelería, monárquico-fascista, camorrista relacionado con los negocios ilegales del barrio. Obstaculizó la creación de la fábrica de zapatos Cerullo.
Manuela Solara, esposa de Silvio, usurera, su libro rojo es muy temido en el barrio.
Marcello y Michele Solara, hijos de Silvio y Manuela. Bravucones, prepotentes, todas las chicas del barrio los adoran, menos Lila, claro está. Marcello se enamora de Lila pero ella lo rechaza. Michele, apenas unos años menor que Marcello, es más frío, más inteligente, más violento. Está de novio con Gigliola, la hija del pastelero.
LA FAMILIA SPAGNUOLO (LA FAMILIA DEL PASTELERO):
El señor Spagnuolo, pastelero del bar-pastelería Solara.
Rosa Spagnuolo, esposa del pastelero.
Gigliola Spagnuolo, hija del pastelero, novia de Michele Solara.
Otros hijos.
LA FAMILIA AIROTA:
Airota, profesor de literatura griega.
Adele, su mujer.
Mariarosa Airota, su hija mayor, profesora de historia del arte en Milán.
Pietro Airota, estudiante.
LOS MAESTROS:
Ferraro, maestro y bibliotecario. Desde que Lila y Elena eran niñas, Ferraro las premió por su voracidad lectora.
La Oliviero, maestra. Fue la primera en darse cuenta del potencial de Lila y Elena. A los diez años, Lila escribió un cuento titulado El hada azul. A Elena le gustó mucho el cuento y se lo dio a la Oliviero para que lo leyese. Pero la maestra, enfadada porque los padres de Lila decidieron que su hija no cursara el bachillerato elemental, nunca dio su opinión sobre el cuento. Es más, dejó de ocuparse de Lila y se concentró únicamente en los resultados de Elena.
Gerace, profesor de bachillerato superior.
La Galiani, profesora del curso preuniversitario. Docente muy culta, comunista. No tarda en sentirse deslumbrada por la inteligencia de Elena. Le presta libros, la protege en su enfrentamiento con el profesor de religión.
OTROS PERSONAJES:
Gino, hijo del farmacéutico, primer novio de Elena.
Nella Incardo, prima de la maestra Oliviero. Vive en Barano, Ischia, hospedó a Elena durante unas vacaciones en la playa.
Armando, estudiante de medicina, hijo de la profesora Galiani.
Nadia, estudiante, hija de la profesora Galiani.
Bruno Soccavo, amigo de Nino Sarratore e hijo de un rico industrial de San Giovanni a Teduccio.
Franco Mari, estudiante.
Juventud
1
En la primavera de 1966, en un estado de gran agitación, Lila me confió una caja metálica con ocho cuadernos. Dijo que ya no podía tenerlos en su casa por temor a que su marido los leyera. Me llevé la caja sin más comentarios que alguna referencia irónica al exceso de bramante con que la había atado. Por aquella época nuestras relaciones eran pésimas, aunque al parecer yo era la única en considerarlas de ese modo. Las raras veces que nos veíamos, ella no mostraba incomodidad alguna; era afectuosa, jamás se le escapaba una palabra hostil.
Cuando me pidió que jurara que no abriría la caja bajo ningún concepto, se lo juré. Pero en cuanto me subí al tren, desaté el bramante, saqué los cuadernos y me puse a leer. No se trataba de un diario, pese a que en aquellos cuadernos figuraban informes detallados de los hechos de su vida desde que había terminado la primaria. Aquello parecía más bien el rastro de una tozuda autodisciplina de la escritura. Abundaban las descripciones: la rama de un árbol, los pantanos, una piedra, una hoja con nervaduras blancas, las cacerolas de su casa, las distintas piezas de la cafetera, el brasero, el carbón y el cisco, un mapa muy detallado del patio, la avenida, el armazón de hierro oxidado tirado más allá de los pantanos, los jardincillos y la iglesia, el corte de los arbustos al borde de las vías, los edificios nuevos, la casa de sus padres, las herramientas que usaban su padre y su hermano para remendar zapatos, sus movimientos cuando trabajaban, en especial los colores, los colores de todas las cosas en distintos momentos del día. No todo eran páginas descriptivas. Había palabras aisladas en dialecto y en italiano, a veces encerradas en un círculo, sin comentarios. Y ejercicios de traducción de latín y griego. Y párrafos enteros en inglés sobre las tiendas del barrio, la mercancía, el carrito abarrotado de frutas y verduras con el que Enzo Scanno recorría a diario las calles tirando del burro por el cabestro. Y muchas reflexiones sobre los libros que leía, las películas que veía en la sala del cura. Y muchas de las ideas que había defendido en sus discusiones con Pasquale, en las charlas que manteníamos ella y yo. Sin duda, la evolución era discontinua, pero todo aquello que Lila atrapaba en la escritura adquiría relieve, hasta el punto de que en las páginas escritas a los once o doce años no encontré una sola línea que sonara infantil.
Normalmente las frases eran de una gran precisión, la puntuación muy cuidada, la letra elegante como la que nos enseñó la maestra Oliviero. Aunque a veces, como si una droga le hubiese inundado las venas, Lila parecía incapaz de seguir el orden que se había impuesto. Entonces todo se volvía laborioso, las frases tomaban un ritmo sobreexcitado, la puntuación desaparecía. Por lo general, le bastaba poco para recuperar el ritmo distendido, claro está. Pero también había ocasiones en que se interrumpía de golpe y llenaba el resto de la página con dibujitos de árboles retorcidos, montañas gibosas y humeantes, caras torvas. Me cautivaron tanto el orden como el desorden, y cuanto más leía más engañada me sentía. Cuánto ejercicio había detrás de la carta que me había mandado años atrás a Ischia; con razón estaba tan bien escrita. Volví a meter todo dentro de la caja y me prometí no curiosear más.
No tardé en ceder; los cuadernos irradiaban la fuerza de seducción que Lila difundía a su paso desde pequeña. Había retratado con despiadada precisión el barrio, a sus familiares, a los Solara, Stefano, a cada persona o cosa. Por no hablar de la libertad que se había tomado conmigo, con lo que yo decía, con lo que pensaba, con las personas que amaba, hasta con mi aspecto físico. Había dejado grabados momentos decisivos para ella sin preocuparse por nada ni por nadie. Ahí estaba, descrito con gran nitidez, el placer que había sentido a los diez años cuando escribió su cuento El hada azul. Ahí estaba, expuesto con igual claridad, el sufrimiento porque nuestra maestra, la Oliviero, no se había dignado a decir una sola palabra sobre ese cuento, es más, lo había ignorado. Ahí estaban el dolor y la furia porque yo había ido al bachillerato elemental sin preocuparme por ella y la había abandonado. Ahí estaban el entusiasmo con el que había aprendido a hacer de zapatera, y la sensación de revancha que la impulsó a diseñar zapatos nuevos, y el placer de confeccionar el primer par con su hermano Rino. Ahí estaba el dolor, cuando Fernando, su padre, le había dicho que los zapatos no estaban bien hechos. Había de todo en aquellas páginas, pero especialmente, hablaba en ellas del odio que sentía por los hermanos Solara, de la feroz determinación con que había rechazado el amor de Marcello, el mayor, y del momento en que había decidido comprometerse con el apacible Stefano Carracci, el charcutero, que por amor quiso comprar el primer par de zapatos hecho por ella, y juró guardarlos para siempre. Ay, qué gran momento cuando, con quince años, se sintió una damita rica y elegante, del brazo de su novio que, movido solo por el amor que le tenía, había invertido un buen dinero en la fábrica de zapatos de su padre y su hermano, la fábrica Cerullo. Y qué grande fue su satisfacción: casi todos los zapatos ideados por ella hechos realidad, un piso en el barrio nuevo, casada a los dieciséis años. Y qué fastuoso el banquete de boda, qué feliz se había sentido. Pero Marcello Solara, acompañado de su hermano Michele, se había presentado en pleno festejo calzando ni más ni menos que los mismos zapatos que su marido tanto había dicho apreciar. Su marido. ¿Con qué clase de hombre se había casado? ¿Acaso ahora, que la suerte estaba echada, se arrancaría la máscara para mostrarle su verdadera y horrible cara? Preguntas, y los hechos de nuestra miseria expuestos sin artificios. Me dediqué mucho a aquellas páginas, durante días, semanas. Las estudié, acabé por aprenderme de memoria los párrafos que me gustaban, los que me exaltaban, los que me hipnotizaban, los que me humillaban. Sin duda, su naturalidad ocultaba un artificio, pero no supe descubrirlo.
En fin, una noche de noviembre, exasperada, salí con la caja a cuestas. Ya no soportaba sentir que llevaba a Lila encima y dentro de mí, incluso ahora que yo era muy apreciada, incluso ahora que tenía una vida fuera de Nápoles. Me detuve en el puente Solferino y contemplé las luces filtradas por una gélida neblina. Apoyé la caja en el parapeto, la empujé despacio, poco a poco, hasta que cayó al río, casi como si fuera ella, la propia Lila, la que se precipitaba con sus pensamientos, sus palabras, la maldad con la que devolvía golpe tras golpe a quien fuese, su manera de apropiarse de mí como hacía con todas las personas, las cosas, los hechos o los saberes que la tocaran de cerca: los libros y los zapatos, la dulzura y la violencia, el matrimonio y la noche de bodas, el regreso al barrio en su nuevo papel de señora Raffaella Carracci.
2
No conseguía creer que Stefano, tan amable, tan enamorado, le hubiese regalado a Marcello Solara el rastro de Lila niña, la marca de sus fatigas en los zapatos que ella había ideado.
Me olvidé de Alfonso y de Marisa que, sentados a la mesa, se hablaban con los ojos brillantes. Ya no hice caso de las carcajadas beodas de mi madre. Se desvanecieron la música, la voz del cantante, las parejas de bailarines, Antonio, que había salido a la terraza y, vencido por los celos, seguía al otro lado de la vidriera contemplando la ciudad violácea, el mar. Se desdibujó incluso la imagen de Nino, que acababa de abandonar el salón como un arcángel sin anunciaciones. Ahora yo solo veía a Lila que, fuera de sí, le hablaba a Stefano al oído, ella muy pálida con su traje de novia; él sin sonrisa, lucía una mancha blancuzca de malestar que, como una máscara de carnaval, le bajaba de la frente a los ojos sobre la cara encendida. ¿Qué estaba pasando, qué sucedería? Mi amiga tiraba del brazo de su marido con ambas manos. Lo hacía con fuerza, y yo que la conocía bien, sentía que, de haber podido, se lo habría arrancado del cuerpo para cruzar el salón enarbolándolo sobre la cabeza, mientras la sangre goteaba e iba dejando un reguero a su paso, y lo habría usado a modo de clava o de quijada de asno para partirle la cara a Marcello de un golpe certero. Sí, lo habría hecho, vaya si lo habría hecho, y de solo pensarlo el corazón me latía enfurecido, se me secaba la garganta. Después le habría sacado los ojos a los dos hombres, les habría arrancado la carne de los huesos de la cara, la habría emprendido con ellos a mordiscos. Sí, sí, sentí que eso quería, quería que ocurriera. Fin del amor y de aquella fiesta insoportable, nada de abrazos en una cama de Amalfi. Romperlo todo enseguida, las cosas y las personas del barrio, sembrar la destrucción, y huir Lila y yo, irnos a vivir lejos, bajando juntas con alegre derroche todos los peldaños de la abyección, solas, en ciudades desconocidas. Me pareció el broche adecuado para aquel día. Si nada podía salvarnos, ni el dinero, ni un cuerpo masculino, ni siquiera el estudio, más valía destruirlo todo sin demora. Creció dentro de mi pecho la rabia de ella, una fuerza mía y ajena que me llenó del placer de perderme. Deseé que aquella fuerza se desbordara. Pero me di cuenta de que al mismo tiempo me espantaba. Solo más tarde llegaría a comprender que sé cómo ser tranquilamente infeliz porque soy incapaz de reacciones violentas, las temo, prefiero permanecer inmóvil y cultivar el rencor. Lila no. Cuando dejó su sitio, se levantó con una decisión tal que hizo temblar la mesa, los cubiertos en los platos sucios. Se derramó una copa. Mientras Stefano se afanaba con movimientos mecánicos por contener el reguero de vino que se abría paso hacia el traje de la señora Solara, Lila salió a paso ligero por una puerta secundaria, tirando del traje de novia cada vez que se le enganchaba.
Pensé en correr tras ella, estrecharle una mano, susurrarle vámonos, vámonos de aquí. Pero no me moví. Tras un momento de incertidumbre, lo hizo Stefano, que la alcanzó pasando entre las parejas que bailaban.
Miré a mi alrededor. Todos se habían dado cuenta de que algo había contrariado a la novia. Pero Marcello seguía charlando con Rino, en tono cómplice, como si fuera normal que calzara aquellos zapatos. Siguieron los brindis cada vez más obscenos del comerciante de metales. Quienes se sentían relegados al final de la jerarquía de las mesas y de los invitados seguían esforzándose en poner a mal tiempo buena cara. En una palabra, nadie salvo yo parecía darse cuenta de que aquel matrimonio que acababa de celebrarse —y que probablemente duraría hasta la muerte de los cónyuges, rodeados de muchos hijos, muchísimos nietos, alegrías y dolores, bodas de plata, bodas de oro—, aunque su marido hiciera lo imposible por que lo perdonara, para Lila ya había terminado.
3
En aquel momento los hechos me decepcionaron. Me senté al lado de Alfonso y Marisa, sin prestar atención a sus conversaciones. Esperé señales de revuelta, pero no pasó nada. Como siempre, era difícil estar dentro de la cabeza de Lila: no la oí gritar, no la oí amenazar. Stefano reapareció media hora más tarde, muy cordial. Se había cambiado de traje, ya no llevaba la mancha blancuzca en la frente y alrededor de los ojos. Se paseó entre parientes y amigos esperando que llegara su esposa, y cuando ella regresó al salón, no vestida de novia, sino con un traje chaqueta de viaje en tono azul pastel, botones muy claros y un sombrerito azul oscuro, fue enseguida a su encuentro. Lila repartió los confites entre los niños, los cogía con una cuchara de plata de un recipiente de cristal, después pasó por las mesas y entregó las bomboneras, primero a sus parientes, luego a los parientes de Stefano. Hizo caso omiso de toda la familia Solara e incluso de su hermano Rino, que le preguntó con una sonrisita ansiosa: ¿Ya no me quieres? No le contestó, le entregó la bombonera a Pinuccia. Tenía la mirada ausente, los pómulos más marcados de lo habitual. Cuando llegó mi turno, distraída, sin siquiera dedicarme una sonrisa, me tendió la cestita de cerámica llena de confites y envuelta en un tul blanco.
Entretanto, los Solara se habían puesto nerviosos por la descortesía, pero Stefano lo remedió abrazándolos de uno en uno con una bonita expresión pacífica y murmurando:
—Está cansada, hay que tener paciencia.
Besó también a Rino en ambas mejillas; su cuñado hizo una mueca de disgusto y lo oí decir:
—No es cansancio, Ste’, esa nació torcida y lo lamento por ti.
—Las cosas torcidas se enderezan —contestó Stefano, serio.
Después lo vi correr detrás de su mujer, que ya estaba en la puerta, mientras la orquesta difundía sonidos beodos y todos se agolpaban para los últimos saludos.
De modo que nada de fracturas, nada de huir juntas por las calles del mundo. Me imaginé a los novios, hermosos, elegantes, subiendo al descapotable. Poco después llegarían a la costa amalfitana, a un hotel de lujo, y las ofensas imperdonables se transformarían en una cara de enfado fácil de borrar. Ningún cambio de idea. Lila se había separado definitivamente de mí, y de pronto tuve la sensación de que, de hecho, la distancia era mayor de lo que había imaginado. No se había casado y nada más, no iba a limitarse a dormir todas las noches con un hombre solo para someterse a los ritos conyugales. Algo que no había entendido me saltó a la vista en ese momento. Al someterse al dato objetivo de que con el esfuerzo de su niñez su marido y Marcello habían sellado vete a saber qué acuerdo de negocios, Lila había reconocido quererlo a él más que a cualquier otra persona o cosa. Si ya se había dado por vencida, si ya había digerido la afrenta, el vínculo con Stefano debía de ser realmente muy fuerte. Lo amaba, lo amaba como las muchachas de las fotonovelas. Se pasaría el resto de su vida sacrificando todas sus cualidades por él, y él ni siquiera se percataría del sacrificio, se vería rodeado de la riqueza de sentimientos, de la inteligencia y la imaginación que la caracterizaba sin saber qué hacer con ella, la desaprovecharía. Yo, pensé, soy incapaz de amar a nadie de ese modo, ni siquiera a Nino; lo único que sé hacer es pasarme todo el tiempo encima de los libros. Por una fracción de segundo me vi idéntica a un cuenco abollado en el que mi hermana Elisa había dado de comer a un gatito hasta que el animal desapareció y el cuenco se quedó vacío, juntando polvo en el rellano. En ese momento, con una gran sensación de angustia, me convencí de que había llegado demasiado lejos. Debo volver sobre mis pasos, me dije, debo hacer como Carmela, Ada, Gigliola, la propia Lila. Aceptar el barrio, deshacerme de la soberbia, castigar la presunción, dejar de humillar a quien me quiere. Cuando Alfonso y Marisa se fueron para llegar a tiempo a la cita con Nino, di un largo rodeo para evitar a mi madre y me reuní con mi novio en la terraza.
Yo llevaba un vestido muy ligero, el sol se había puesto, empezaba a refrescar. En cuanto me vio, Antonio encendió un cigarrillo, se dio media vuelta y fingió contemplar el mar.
—Vámonos —dije.
—Vete con el hijo de Sarratore.
—Quiero irme contigo.
—Eres una mentirosa.
—¿Por qué?
—Porque si ese te aceptara, me dejarías aquí plantado sin siquiera decirme adiós.
Era cierto, pero me dio rabia que lo dijera así, tan abiertamente, sin cuidar las palabras. Contesté entre dientes:
—Si no entiendes que estando aquí corro el riesgo de que en cualquier momento llegue mi madre y la emprenda conmigo a bofetadas por culpa tuya, entonces significa que solo piensas en ti y que yo no te importo nada.
No oyó notas dialectales en mi voz, reparó en lo largo de la frase, en los subjuntivos y perdió la calma. Lanzó el cigarrillo, me agarró de una muñeca con una fuerza cada vez menos controlada y me gritó —un grito que se le ahogó en la garganta— que él estaba allí por mí, solo por mí, y que había sido yo quien le había dicho que no se separara de mí en ningún momento, en la iglesia y en la fiesta, yo, sí, y me pediste que te lo jurara, jadeó, jura, dijiste, jura que nunca me dejarás sola, y por eso me hice confeccionar el traje, y ahora tengo un montón de deudas con la señora Solara, y por darte el gusto, por hacer lo que me pediste que hiciera, no he acompañado a mi madre y a mis hermanos ni un minuto siquiera, ¿y cómo me recompensas?, tratándome como a un imbécil, solo has hablado con el hijo del poeta y me has humillado delante de todos los amigos, has hecho que quede como la mierda, porque para ti yo no soy nadie, porque tú eres muy instruida y yo no, porque no entiendo las cosas que dices, y es verdad, una verdad como un templo que no las entiendo, pero me cago en diez, Lenù, mírame, mírame a la cara: tú crees que puedes mangonearme como a un pelele, crees que yo no soy capaz de decir basta, pues te equivocas; lo sabes todo, pero no sabes que si ahora sales conmigo por esa puerta, si ahora yo te digo que de acuerdo y nos vamos, y después me entero de que te ves en la escuela, y a saber adónde más, con ese desgraciado de Nino Sarratore, yo te mato, Lenù, te mato, así que piénsatelo bien, déjame aquí ahora mismo, se desesperó, déjame, que es mejor para ti, dijo mientras me miraba con los ojos enrojecidos y enormes, y pronunciaba las palabras abriendo mucho la boca, gritándomelas sin gritar, con las ventanas de la nariz dilatadas, negrísimas, y un dolor tan grande en la cara que pensé: Quizá se está haciendo daño por dentro, porque las frases así gritadas en la garganta, en el pecho, sin que estallen en el aire, son como pedazos de hierro afilado que le hieren los pulmones y la faringe.
Necesitaba de un modo confuso aquella agresión. La presión en la muñeca, el miedo a que me pegara, su río de palabras dolidas terminó por consolarme, me pareció que él al menos me tenía mucho cariño.
—Me estás haciendo daño —murmuré.
Él aflojó despacio la presión, pero se quedó mirándome fijamente con la boca abierta. Darle peso y autoridad, anclarme a él, la piel de la muñeca se me estaba poniendo morada.
—¿Qué decides? —me preguntó.
—Quiero estar contigo —contesté, enfurruñada.
Cerró la boca, los ojos se le llenaron de lágrimas, miró hacia el mar para darse tiempo de contenerlas.
Poco después estábamos en la calle. No esperamos a Pasquale, Enzo, las chicas, no nos despedimos de nadie. Lo más importante era que no nos viese mi madre, por eso nos marchamos a pie, ya estaba oscuro. Caminamos un trecho, uno al lado del otro, sin tocarnos; después, con ademán inseguro, Antonio me rodeó los hombros con el brazo. Quería darme a entender que esperaba ser perdonado, como si el culpable fuese él. Como me quería, había decidido considerar las horas que pasé con Nino delante de sus ojos, seductora y seducida, como un momento de alucinación.
—¿Te he hecho un morado? —preguntó, tratando de cogerme la muñeca.
No contesté. Me estrechó el hombro con la mano abierta, yo tuve un gesto de fastidio que, de inmediato, lo impulsó a aflojar la presión. Esperó, esperé. Cuando intentó otra vez lanzarme su señal de rendición, le pasé el brazo alrededor de la cintura.
4
Nos besamos sin parar, detrás de un árbol, en el portón de un edificio, por las callejuelas mal iluminadas. Después tomamos un autobús, y otro más, y llegamos a la estación. Fuimos andando hacia los pantanos, sin dejar de besarnos por la calle poco transitada que bordeaba la vía.
Me sentía acalorada aunque el vestido era ligero y el frío de la noche cortaba el calor de la piel con estremecimientos súbitos. De vez en cuando Antonio se pegaba a mí entre las sombras, me abrazaba con tanta fogosidad que me hacía daño. Sus labios quemaban, el calor de su boca me encendía los pensamientos y la imaginación. Lila y Stefano, me decía, habrán llegado al hotel. Estarán cenando. O quizá ya se habrán preparado para la noche. Ay, dormir apretada a un hombre, no tener más frío. Sentía la lengua de Antonio agitarse en mi boca y mientras me apretaba los pechos por encima de la tela del vestido, yo le rozaba el sexo a través de un bolsillo del pantalón.
El cielo negro estaba surcado de claras neblinas cuajadas de estrellas. El olor a musgo y a tierra podrida de los pantanos llegaba mezclado con los olores dulzones de la primavera. La hierba estaba mojada, el agua soltaba repentinos sollozos, como si en ella hubiese caído una bellota, una piedra, una rana. Recorrimos un sendero que conocíamos bien, llevaba a un grupo de árboles secos, de tronco fino y ramas mal quebradas. A pocos metros se encontraba la vieja fábrica de conservas, un edificio con el techo hundido, todo chapas y vigas de hierro. Se apoderó de mí una urgencia por gustar, algo que tiraba de mí desde dentro como una cinta de terciopelo bien tensada. Quería que el deseo encontrara una satisfacción muy violenta, capaz de hacer añicos aquella jornada entera. Notaba el restregamiento que acariciaba y pinchaba agradablemente en el fondo del vientre, más fuerte que las otras veces. Antonio me decía palabras de amor en dialecto, me las decía en la boca, en el cuello, acuciante. Yo callaba, siempre había callado durante aquellos encuentros, me limitaba a suspirar.
—Dime que me quieres —suplicó en un momento dado.
—Sí.
—Dímelo.
—Sí.
No añadí más. Lo abracé, lo estreché contra mí con todas mis fuerzas. Hubiera querido ser acariciada y besada en cada centímetro de mi cuerpo, sentía la necesidad de ser triturada, mordida, quería quedarme sin aliento. Él me apartó un poco y deslizó una mano dentro del sostén sin dejar de besarme. Pero no me bastó, esa noche era demasiado poco. Todos los contactos que habíamos tenido hasta ese momento, que él me había impuesto con cautela y que yo había aceptado con igual cautela, me parecían ahora insuficientes, incómodos, demasiado veloces. Sin embargo, no sabía cómo decirle que quería más, que no quería palabras. En cada uno de nuestros encuentros secretos celebrábamos un rito mudo, estación tras estación. Él me acariciaba los pechos, me subía la falda, me tocaba entre las piernas, al tiempo que, como una señal, me empujaba contra la agitación de piel tierna, cartílago, venas y sangre que vibraba en el interior de sus pantalones. Pero en esa ocasión tardé en liberarle el sexo, sabía que en cuanto lo hiciera él se olvidaría de mí, dejaría de tocarme. Mis pechos, mis caderas, mi trasero, mi pubis ya no lo mantendrían ocupado, se concentraría solamente en mi mano, más aún, enseguida la atraparía entre la suya para animarme a moverla al ritmo adecuado. Después sacaría el pañuelo para tenerlo preparado cuando llegara el momento en que de su boca saliera un leve jadeo y del pene su líquido peligroso. Entonces se apartaría un tanto aturdido, avergonzado quizá, y regresaríamos a casa. El final acostumbrado que una urgencia me impulsaba ahora, confusamente, a cambiar: me daba igual quedarme embarazada sin haberme casado, me daban igual el pecado, los guardianes divinos anidados en el cosmos sobre nuestras cabezas, me daba igual el Espíritu Santo o quien fuese, y Antonio lo notó y se sintió desorientado. Mientras me besaba cada vez más inquieto, intentó varias veces bajarme la mano, pero yo me resistí, empujé el pubis contra los dedos con los que me tocaba, empujé con fuerza, repetidas veces, con prolongados suspiros. Entonces él apartó la mano, intentó desabrocharse los pantalones.
—Espera —dije.
Lo arrastré hacia la fábrica de conservas en ruinas. Aquello estaba más oscuro, más reparado, pero lleno de ratas, oí sus cautos crujidos, sus carreras. El corazón empezó a latirme muy deprisa, tenía miedo de aquel lugar, de mí, de las ansias que me asaltaron de sustraerme a las formas y a la voz, tenía miedo de la sensación de extrañamiento que había descubierto dentro de mí horas antes. Quería hundirme otra vez en el barrio, ser como había sido. Quería deshacerme de los estudios, de los cuadernos repletos de ejercicios. Para qué ejercitarse, ya me dirás. Aquello en lo que podía convertirme fuera de la sombra de Lila ya no valía nada. ¿Qué era yo comparada con ella vestida de novia, con ella en el descapotable, con su sombrerito azul y el traje chaqueta pastel? ¿Qué era yo aquí, con Antonio, a escondidas, rodeada de chatarra oxidada y el crujido de las ratas, la falda enrollada en la cadera, las bragas bajadas, ávida, angustiada, sintiéndome culpable, mientras ella, desnuda, se entregaba con lánguida indiferencia, entre sábanas de lino, en un hotel con vistas al mar, y dejaba que Stefano la violara, la penetrara hasta el fondo, derramara su semen en ella, la dejara embarazada legítimamente y sin miedos? ¿Qué era yo mientras Antonio se afanaba con sus pantalones y me acomodaba entre las piernas, en contacto con su sexo desnudo, la carne henchida del macho, y me apretaba las nalgas restregándose contra mí, moviéndose adelante y atrás, jadeando? No lo sabía. Solo sabía que en ese momento yo no era lo que quería. No me bastaba con que me restregase. Quería ser penetrada, quería decirle a Lila a su regreso: yo también he dejado de ser virgen, lo que haces tú, yo también lo hago, no conseguirás dejarme atrás. Por eso me abracé al cuello de Antonio y lo besé, me puse de puntillas, con mi sexo busqué el suyo, se lo busqué sin decir palabra, a tientas. Él se dio cuenta y se ayudó con la mano, noté que asomaba apenas dentro de mí, me estremecí de curiosidad y de miedo. Pero también noté el esfuerzo que hacía por detenerse, por no seguir empujando con toda la violencia que había incubado a lo largo de la tarde y que, seguramente, seguía incubando ahora. Estaba a punto de echarse atrás, me di cuenta, y me apreté más a él para convencerlo de que siguiera. Pero Antonio lanzó un prolongado suspiro y me apartó de él diciendo en dialecto:
—No, Lenù, esto lo quiero hacer como se hace con una esposa, así no.
Me aferró la mano derecha, se la acercó al sexo con una especie de sollozo contenido, me resigné a masturbarlo.
Después, mientras salíamos de la zona de los pantanos, dijo, incómodo, que me respetaba y que no quería que hiciera algo de lo que luego me arrepintiera, no en ese lugar, no de esa manera sucia y sin cuidado. Lo dijo como si hubiese sido él quien había llegado demasiado lejos, o quizá creyera de verdad que así había sido. No pronuncié una sola palabra durante todo el trayecto, me despedí de él aliviada. Cuando llamé a la puerta de casa, me abrió mi madre; mis hermanos intentaron inútilmente contenerla, y, sin chillar, sin intentar siquiera lanzar el menor reproche, la emprendió conmigo a bofetadas. Las gafas salieron despedidas y cayeron al suelo, y enseguida me puse a gritarle con una alegría áspera, sin la menor sombra de dialecto:
—¿Ves lo que has hecho? Me has roto las gafas y ahora por tu culpa ya no podré estudiar, no iré más al colegio.
Mi madre se quedó paralizada, hasta la mano con la que me había pegado se detuvo en el aire como la hoja de un hacha. Elisa, mi hermana pequeña, recogió las gafas y dijo en voz baja:
—Toma, Lenù, no se te han roto.
5
Me entró tal agotamiento que no se me pasaba por más que intentase descansar. Por primera vez hice novillos. Calculo que falté unos quince días; a Antonio tampoco le dije que ya no podía con los estudios, que quería dejarlos. Salía de casa a la hora de siempre, me pasaba la mañana caminando sin rumbo por la ciudad. En esa época aprendí mucho de Nápoles. Hurgaba entre los libros usados de los puestos de Port’Alba, memorizaba sin proponérmelo títulos, nombres de autores, seguía en dirección a Toledo y el mar. O subía al Vomero por la via Salvator Rosa, llegaba a San Martino, regresaba bajando por il Petraio. O exploraba la Doganella, iba hasta el cementerio, paseaba sin rumbo por los senderos silenciosos, leía los nombres de los muertos. A veces unos jóvenes desempleados, viejos chochos, incluso distinguidos señores de mediana edad me abordaban con propuestas obscenas. Apuraba el paso con la vista baja, huía al oler el peligro, pero no desistía. Al contrario, cuantos más novillos hacía en aquellas largas mañanas de vagabundeo más se ensanchaba el agujero en la red de obligaciones escolares que me tenía presa desde los seis años. A la hora de siempre regresaba a casa y nadie sospechaba que yo, precisamente yo, hubiese faltado a clase. Me pasaba la tarde leyendo novelas, después corría a los pantanos a verme con Antonio, encantado con mi disponibilidad. Le habría gustado preguntarme si había visto al hijo de Sarratore. Le leía la pregunta en los ojos, pero no se atrevía a hacérmela, temía la pelea, temía que me enojara y le negara sus pocos minutos de placer. Me abrazaba para sentirme dócil contra su cuerpo y alejar así toda duda. En esos momentos descartaba que yo pudiera inferirle la ofensa de estar viendo también al otro.
Se equivocaba: en realidad, pese a sentirme culpable, no hacía otra cosa que pensar en Nino. Deseaba verlo, hablarle y, por otra parte, tenía miedo. Temía que me humillara con su superioridad. Temía que, de un modo u otro, sacara a relucir los motivos por los que no se había publicado el artículo sobre mi enfrentamiento con el profesor de religión. Temía que me refiriera las opiniones crueles del equipo de redacción. No lo habría soportado. Cuando daba vueltas sin rumbo por la ciudad, así como por la noche en la cama, cuando el sueño no venía y veía con nitidez mi insuficiencia, prefería creer que mi texto había ido a parar a la papelera pura y simplemente por falta de espacio. Atenuar, dejar que la cosa se diluyera. Sin embargo, era difícil. No había estado a la altura de la habilidad de Nino, de modo que no podía estar a su lado, conseguir que me escuchara, contarle mis pensamientos. Pero qué pensamientos, si no tenía ninguno. Era mejor excluirme yo solita, basta de libros, basta de notas, de sobresalientes. Confiaba en ir olvidándolo todo poco a poco: los conceptos que se me acumulaban en la cabeza, las lenguas vivas y muertas, el italiano mismo que afloraba espontáneo a los labios incluso en compañía de mis hermanos. Si he escogido este camino, pensaba, la culpa la tiene Lila, tengo que olvidarla también a ella: Lila siempre supo lo que quería y lo ha conseguido; yo no quiero nada, estoy hecha de aire. Confiaba en despertar por la mañana libre de deseos. Una vez vacía —planeaba—, el afecto de Antonio, mi afecto por él, bastarán.
Un buen día, al regresar a casa, me encontré con Pinuccia, la hermana de Stefano. Por ella me enteré de que Lila había regresado del viaje de novios y había organizado un banquete para celebrar el compromiso de la cuñada con su hermano.
—¿Rino y tú os habéis comprometido? —le pregunté haciéndome la sorprendida.
—Sí —contestó ella, radiante, y me enseñó el anillo que él le había regalado.
Recuerdo que mientras Pinuccia hablaba no tuve más que este pensamiento malicioso: Lila dio una fiesta en su nueva casa y no me invitó, pero mejor así, me alegro, basta ya de compararme con ella, no quiero volver a verla nunca más. Solo cuando terminamos de repasar hasta el último detalle de la fiesta de compromiso, pregunté cautelosamente por mi amiga. Pinuccia esbozó una sonrisita pérfida y contestó con una fórmula dialectal, si sta imparando, está espabilando. No pregunté en qué. Cuando llegué a casa, dormí toda la tarde.
Al día siguiente, como de costumbre, salí a las siete de la mañana para ir al colegio, o mejor dicho, para fingir que iba al colegio. Acababa de cruzar la avenida cuando vi a Lila bajarse del descapotable y meterse en nuestro patio sin siquiera volverse a saludar a Stefano, que estaba al volante. Iba vestida con esmero, llevaba grandes gafas oscuras aunque no había sol. Me llamó la atención un fular de gasa azul, lo llevaba anudado de manera que le cubría también los labios. Pensé con rencor que se trataba de un nuevo estilo suyo, ya no a lo Jacqueline Kennedy, sino más bien de señora tenebrosa, como imaginábamos desde niñas que seríamos. Seguí mi camino sin llamarla.
Tras unos cuantos pasos, retrocedí sin un plan claro, solo porque no pude resistirme. El corazón me latía con fuerza, mis sentimientos eran confusos. Tal vez quería pedirle que me dijera en la cara que nuestra amistad había terminado. Tal vez quería gritarle que había decidido dejar los estudios y casarme yo también, ir a vivir a la casa de Antonio con su madre y sus hermanos, fregar escaleras como Melina, la loca. Crucé el patio a paso ligero, la vi entrar por el portón donde vivía su suegra. Enfilé las escaleras, las mismas que de niñas habíamos subido juntas cuando fuimos a pedirle a don Achille que nos devolviera nuestras muñecas. La llamé, se volvió.
—Has regresado —dije.
—Sí.
—¿Y por qué no has venido a buscarme?
—No quería que me vieras.
—¿Los demás pueden verte y yo no?
—Los demás me dan igual, tú no.
La observé, indecisa. ¿Qué era lo que no debía ver? Subí los escalones que nos separaban y le aparté el fular con delicadeza, le subí las gafas.
6
Vuelvo a hacerlo ahora, con la imaginación, mientras empiezo a contar su viaje de novios, no solo como me lo refirió a mí allí, en el rellano, sino como lo leí después en sus cuadernos. Había sido injusta con ella, quise creer en una fácil rendición por su parte para poder degradarla como yo me había sentido degradada cuando Nino abandonó el salón del banquete, quise empequeñecerla para no sentir su pérdida. Y sin embargo, ahí estaba, al terminar la recepción, encerrada en el descapotable, el sombrerito azul, el traje chaqueta color pastel. Tenía los ojos encendidos por la rabia y en cuanto el coche se puso en marcha atacó a Stefano con las palabras y las frases más insoportables que se podían dirigir a un hombre de nuestro barrio.
Él encajó los insultos según su costumbre, con una sonrisa leve, sin decir palabra, y al final, ella se calló. Pero el silencio duró poco. Lila volvió a la carga con calma, apenas con un leve ahogo. Le dijo que no quería seguir en ese coche ni un minuto más, que le daba asco respirar el mismo aire que él, que quería bajarse enseguida. Stefano le vio el asco reflejado en la cara, pero siguió conduciendo sin decir nada, hasta que ella volvió a levantar la voz para exigirle que parara. Entonces él aparcó, pero cuando Lila hizo ademán de abrir la puerta, él la agarró del brazo con fuerza.
—Ahora escúchame bien —dijo en voz baja—, hay serios motivos para lo que ha pasado.
Le explicó con tranquilidad cómo había sido todo. Para evitar que la fábrica de zapatos cerrara incluso antes de haber abierto en serio las puertas, fue necesario formar sociedad con Silvio Solara y sus hijos, los únicos en condiciones de asegurar no solo que se colocaran los zapatos en las mejores tiendas de la ciudad, sino que se abriera antes del otoño nada menos que una tienda exclusiva de zapatos Cerullo en la piazza dei Martiri.
—A mí tus necesidades me resbalan —lo interrumpió Lila, soltándose.
—Mis necesidades son las tuyas, eres mi mujer.
—¿Yo? Yo ya no soy nada para ti, ni tú para mí. Suéltame el brazo.
Stefano le soltó el brazo.
—¿Y tu padre y tu hermano tampoco son nada?
—Cuando hables de ellos, lávate esa boca, no eres digno de nombrarlos siquiera.
Stefano los nombró, vaya si los nombró. Dijo que el acuerdo con Silvio Solara lo había querido Fernando en persona. Dijo que el mayor obstáculo había sido Marcello, enfadadísimo con Lila, con toda la familia Cerullo y, sobre todo, con Pasquale, Antonio, Enzo, que le habían destrozado el coche y lo habían molido a palos. Dijo que Rino se había encargado de aplacarlo, que hizo falta mucha paciencia, pero al final, cuando Marcello terminó diciendo: Entonces quiero los zapatos que hizo Lina; Rino le contestó: De acuerdo, quédate con los zapatos.
Fue un momento fatal, Lila notó una punzada en el pecho. Pero de todos modos gritó:
—¿Y tú qué hiciste?
Stefano dudó un instante.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Pelearme con tu hermano, arruinar a tu familia, dejar que comenzara una guerra contra tus amigos, perder todo el dinero que había invertido?
Cada palabra, por su tonalidad y contenido, parecía una admisión hipócrita de culpabilidad. Ni lo dejó terminar siquiera, comenzó a asestarle puñetazos en el hombro mientras gritaba:
—Así que tú también dijiste de acuerdo, fuiste a buscar los zapatos y se los diste.
Stefano la dejó hacer y solo cuando ella hizo otra vez ademán de abrir la puerta para huir, le dijo con frialdad: Cálmate. Lila se volvió de golpe: ¿calmarse después de que él le hubiera echado la culpa a su padre y a su hermano, calmarse cuando los tres la habían tratado como un trapo para fregar suelos, como un felpudo? No quiero calmarme, gritó, cabrón, llévame enseguida a mi casa, eso que acabas de decirme, tienes que repetirlo delante de esos otros dos hombres de mierda. Y solo cuando pronunció esa expresión en dialecto, uommen’e mmerd, se dio cuenta de que había roto la barrera de tonos mesurados de su marido. Un instante después, Stefano la golpeó en la cara con la mano robusta, una bofetada violentísima que le pareció una explosión de verdad. Ella dio un respingo por la sorpresa y el ardor doloroso en la mejilla. Lo miró incrédula mientras él volvía a poner el motor en marcha y decía, con una voz que, por primera vez desde que había comenzado a cortejarla, ya no era tranquila, al contrario, le temblaba:
—¿Ves lo que me obligas a hacer? ¿Te das cuenta de que exageras?
—Nos hemos equivocado en todo —murmuró ella.
Pero Stefano lo negó con decisión, como si no quisiera considerar siquiera esa posibilidad, y le soltó un largo discurso, algo amenazante, algo didáctico, algo patético. Grosso modo le dijo lo siguiente: «No nos hemos equivocado en nada, Lina, lo único que tenemos que hacer es aclarar unas cuantas cosas. Tú ya no te llamas Cerullo. Tú eres la señora Carracci y tienes que hacer lo que yo te diga. Ya lo sé, te falta experiencia, no sabes qué es el comercio, te crees que encuentro el dinero tirado en la calle. Pero no es así. El dinero me lo tengo que ganar a diario, debo colocarlo donde pueda aumentar. Diseñaste los zapatos, tu padre y tu hermano saben trabajar bien, pero vosotros tres no estáis en condiciones de hacer que el dinero aumente. Los Solara, sí, así que, y escúchame bien lo que te digo, me importa un carajo que ellos no te gusten. A mí también me da asco Marcello, y cuando te mira, aunque sea de reojo, cuando pienso en las cosas que dijo de ti, me entran ganas de hundirle un cuchillo en la panza. Pero si me sirve para conseguir que el dinero aumente, entonces se convierte en mi mejor amigo. ¿Y sabes por qué? Porque si el dinero no aumenta, podemos despedirnos de este coche, ya no podré comprarte ese traje, perderemos también la casa con todo lo que hay dentro, no podrás seguir viviendo como una señora, y nuestros hijos se criarán como los hijos de los pobres. Así que atrévete a repetirme las cosas que me has dicho esta noche y te destrozo esa linda carita de tal forma que no podrás volver a salir de casa. ¿Entendido? Contesta».
Lila amusgó los ojos. La mejilla se le había puesto violácea, por lo demás, estaba muy pálida. No le contestó.
7
Llegaron a Amalfi de noche. Ninguno de los dos había pisado un hotel en su vida, se mostraron muy cohibidos. A Stefano lo intimidó sobre todo el tono vagamente irónico del encargado de la recepción, y sin querer adoptó una actitud de subalterno. Cuando se dio cuenta, disimuló la vergüenza con modales bruscos, las orejas se le arrebolaron en cuanto le pidieron que enseñara los documentos. Entretanto apareció el mozo, un cincuentón, con fino bigote, pero él lo echó como si fuese un ladrón; después, tras pensárselo mejor, le tendió con desprecio una jugosa propina sin haber utilizado sus servicios. Lila lo siguió escaleras arriba, cargado de maletas y —según me contó— peldaño tras peldaño, por primera vez tuvo la impresión de haber perdido por el camino al muchacho con el que se había casado esa mañana, de estar al lado de un desconocido. ¿Stefano era realmente tan ancho, con las piernas tan cortas y rechonchas, los brazos largos, los nudillos blancos? ¿Con quién se había unido para siempre? La furia que la había poseído durante el viaje dejó paso a la ansiedad.
Una vez en la habitación, él se esforzó por volver a ser afectuoso, pero estaba cansado y seguía nervioso por la bofetada que había tenido que propinarle. Adoptó un tono artificial. Elogió la habitación, muy espaciosa, abrió la ventana, salió al balcón, le dijo ven, qué bien huele el aire, mira cómo brilla el mar. Pero ella estaba buscando la manera de salir de aquella trampa y con un gesto vago le dijo que no, que tenía frío. Stefano cerró enseguida la ventana, dejó caer que si quería dar un paseo y comer fuera era mejor que se pusieran más abrigo, dijo: Si acaso a mí tráeme un chaleco, como si llevaran años viviendo juntos y ella supiese hurgar con mano hábil en las maletas, encontrar un chaleco para él exactamente como habría encontrado una camiseta para sí misma. Lila pareció acceder, pero de hecho no abrió las maletas, no sacó ni jerséis ni chalecos. Salió de inmediato al pasillo, no quería estar ni un minuto más en la habitación. Él la siguió rezongando: Yo puedo ir como estoy, pero me preocupo por ti, te vas a resfriar.
Pasearon por Amalfi, fueron a la catedral, subieron la escalinata, bajaron hasta la fuente. Stefano se esforzaba ahora por divertirla, pero ser divertido nunca había sido su fuerte, le salían mejor los tonos patéticos, o las frases sentenciosas del hombre hecho y derecho que sabe lo que quiere. Lila apenas le contestaba y al final su marido se limitó a indicarle esto o aquello exclamando: Mira. Pero a ella, que en otros tiempos le hubiera dado importancia a cada piedra, ahora no le interesaban ni la belleza de las callejuelas ni los perfumes de los jardines ni el arte y la historia de Amalfi, y mucho menos la voz de él que, tediosa, no paraba de repetir: Qué bonito, ¿eh?
Poco después, Lila empezó a temblar, pero no porque hiciera demasiado frío, sino por los nervios. Él se dio cuenta y le propuso que volvieran al hotel, se atrevió incluso a lanzar una frase del estilo: Así nos abrazamos y estamos calentitos. Pero ella quiso seguir paseando más y más, hasta que, vencida por el cansancio, aunque no tenía ni pizca de hambre, entró sin consultarlo en un restaurante. Stefano la siguió con paciencia.
Pidieron de todo, no comieron casi nada, bebieron mucho vino. En un momento dado él ya no aguantó más y le preguntó si seguía enojada. Lila negó con la cabeza y era verdad. Al oír aquella pregunta, ella misma se asombró al no notar en su pecho ni un poco de rencor a los Solara, a su padre y su hermano, a Stefano. Todo le había cambiado velozmente en la cabeza. De repente, ya no le importaba nada la historia de los zapatos, es más, ni siquiera lograba entender por qué se había ofendido tanto al ver a Marcello calzado con ellos. Ahora la aterraba y la hacía sufrir la gruesa alianza que le brillaba en el anular. Incrédula, hizo un repaso de aquel día: la iglesia, el oficio religioso, la fiesta. Qué he hecho, pensó aturdida por el vino, qué es esta argolla de oro, este cero brillante dentro del que he metido el dedo. Stefano llevaba otro igual, le brillaba entre pelos muy negros, dedos vellosos, decían los libros. Se acordó de él en traje de baño, como lo había visto en la playa. Pecho ancho, rótulas grandes como cuencos puestos del revés. De él no quedaba ni un pequeño detalle que, tras evocarlo, le revelara algún encanto. Ahora era un ser con el que sentía que no podía compartir nada y, no obstante, ahí estaba, con chaqueta y corbata, moviendo los labios hinchados, rascándose una oreja de lóbulo carnoso, y, con frecuencia, pinchando algo con el tenedor en el plato de ella para probar. Tenía poco o nada que ver con el vendedor de embutidos que la había atraído, con el muchacho ambicioso, muy seguro de sí mismo pero de buenos modales, con el novio de esa mañana en la iglesia. Mostraba en las fauces unos dientes blanquísimos, una lengua roja en el agujero negro de la boca, algo en él y alrededor de él se había roto. En aquella mesa, en medio del trajín de camareros, cuanto la había llevado hasta allí, a Amalfi, le pareció carente de toda coherencia lógica y, sin embargo, insoportablemente real. Por ello, mientras a ese ser irreconocible se le encendía la mirada al pensar que la tormenta había pasado, que ella había entendido sus motivos, que los había aceptado, que por fin podría hablarle de sus grandes proyectos, se le pasó por la cabeza birlar un cuchillo de la mesa para clavárselo en la garganta cuando estuvieran en la habitación e intentara tocarla.
Al final no lo hizo. Porque en aquel restaurante, en aquella mesa, obnubilada por el vino, toda su boda, desde el vestido de novia a la alianza, se le reveló desprovista de sentido; tuvo también la sensación de que cualquier posible demanda sexual por parte de Stefano le habría parecido insensata ante todo a él. Por ello primero analizó la manera de llevarse el cuchillo (lo tapó con la servilleta que se quitó, depositó ambos sobre su regazo, se dispuso a coger el bolso para meter dentro el cuchillo y dejar otra vez la servilleta sobre la mesa), pero después desistió. Los tornillos que mantenían unidos su nueva condición de esposa, el restaurante, Amalfi, le parecieron tan poco ajustados que, al terminar la cena, la voz de Stefano ya no le llegaba, en los oídos solo tenía un clamor de cosas, seres vivos y pensamientos, sin definición alguna.
De vuelta en el hotel, él le habló otra vez de los aspectos positivos de los Solara. Conocían gente importante en el ayuntamiento, le dijo, tenían enchufe con la Estrella y la Corona, con los del Movimiento Social Italiano. Le gustaba hablar como si de verdad entendiera algo de las intrigas de los Solara, adoptó el tono del hombre experto, subrayó: la política es mala pero es importante para ganar dinero. A Lila le volvieron a la cabeza las conversaciones que había mantenido con Pasquale tiempo atrás, y las mantenidas con Stefano durante el noviazgo, el proyecto de apartarse del todo de sus padres, de los atropellos, las hipocresías y las crueldades del pasado. Decía que sí, pensó, decía que estaba de acuerdo, pero no me prestaba atención. Con quién hablé entonces. No conozco a esta persona, no sé quién es.
Sin embargo, cuando él la tomó de la mano y le dijo al oído que la quería, no se apartó. Tal vez planeaba hacerle creer que todo estaba en orden, que eran en realidad unos recién casados en viaje de novios, para herirlo más profundamente cuando le dijera con toda la repugnancia que sentía en el estómago: Meterme en la cama con el mozo del hotel o contigo —los dos tenéis los dedos amarillentos por el tabaco— para mí es igual de repulsivo. O tal vez —y en mi opinión esto es más probable— estaba demasiado asustada y tendía a postergar toda reacción.
En cuanto llegaron a la habitación, él trató de besarla, ella se apartó. Seria, abrió las maletas, sacó su camisón, le tendió el pijama a su marido, que le sonrió contento por la atención, y otra vez intentó aferrarla. Pero ella se encerró en el cuarto de baño.
Cuando estuvo a solas se enjuagó la cara durante un buen rato para quitarse el aturdimiento del vino, la impresión de mundo desenfocado. No lo consiguió, es más, le aumentó la sensación de que a sus gestos les faltaba coordinación. Qué hago, pensó. Me quedo aquí encerrada toda la noche. ¿Y después?
Se arrepintió de no haberse llevado el cuchillo; es más, por un instante creyó que lo había hecho, pero luego debió reconocer que no. Se sentó en el borde de la bañera; admirada, la comparó con la de la casa nueva, pensó que la suya era más bonita. Sus toallas también eran de mejor calidad. ¿Suya, sus? ¿A quién pertenecían, de hecho, las toallas, la bañera, todo? Sintió fastidio ante la idea de que la propiedad de las cosas bonitas y nuevas estuviese garantizada por el apellido del individuo ese que la esperaba fuera. Propiedad de los Carracci, ella era asimismo propiedad de los Carracci. Stefano llamó a la puerta.
—¿Qué haces, te encuentras bien?
No contestó.
Su marido esperó un poco y llamó otra vez. Como no obtuvo respuesta, movió el picaporte nerviosamente y con tono de fingida diversión, preguntó:
—¿Tengo que echar la puerta abajo?
Lila no dudó de que habría sido capaz, pues el extraño que la esperaba fuera era capaz de todo. Yo también soy capaz de todo, pensó. Se desnudó, se lavó, se puso el camisón y se despreció por el mimo con el que lo había escogido meses antes. Stefano —un mero nombre que ya no coincidía con las costumbres y los afectos de horas antes— estaba sentado en el borde de la cama, en pijama, y se levantó de un salto en cuanto ella apareció.
—Sí que te has tomado tu tiempo.
—El necesario.
—Estás preciosa.
—Estoy muy cansada, quiero dormir.
—Dormiremos después.
—Ahora. Tú en tu lado, yo en el mío.
—De acuerdo, ven.
—Hablo en serio.
—Yo también.
Stefano soltó una risita, intentó aferrarla de la mano. Ella se apartó, él se ensombreció.
—¿Qué te pasa?
—No te quiero.
Stefano negó con la cabeza, indeciso, como si las tres palabras estuviesen en una lengua extranjera. Murmuró que hacía mucho que esperaba ese momento, día y noche. Por favor, le dijo, cautivador, hizo un gesto casi de desaliento, se señaló los pantalones del pijama color vino, murmuró con una sonrisa oblicua: Mira lo que me pasa con solo verte. Ella miró sin querer, puso cara de disgusto y apartó enseguida la vista.
Stefano comprendió entonces que estaba a punto de encerrarse otra vez en el cuarto de baño, y en un impulso casi animal la agarró de la cintura, la levantó por los aires y la lanzó sobre la cama. Qué estaba pasando. Era evidente que él no quería entender. Creía que en el restaurante se habían reconciliado, se preguntaba: Por qué ahora Lina se comporta así, es demasiado niña. De hecho, se le echó encima riendo, intentó tranquilizarla.
—Es algo bonito —dijo—, no tengas miedo. Yo te quiero más que a mi madre, más que a mi hermana.
Pero nada, ella ya se estaba levantando para huir de él. Qué difícil es seguir a esta chica: dice que sí y es no, dice que no y es sí. Stefano murmuró: ahora basta de caprichos, y la inmovilizó otra vez, se puso encima de ella a horcajadas, le sujetó las muñecas contra el cubrecamas.
—Dijiste que debíamos esperar y esperamos —dijo—, aunque estar a tu lado sin tocarte me costó un triunfo y sufrí. Pero ahora estamos casados, pórtate bien, no te preocupes.
Se inclinó para besarla en la boca, pero ella se lo impidió volviendo la cara con fuerza a la derecha y la izquierda, forcejeando, retorciéndose, repitiendo:
—Déjame, no te quiero, no te quiero, no te quiero.
Entonces, casi contra su voluntad, la voz de Stefano subió de tono:
—Ahora sí que me estás tocando los cojones, Lina.
Repitió la frase dos o tres veces, cada vez más alto, como para asimilar bien una orden que le venía de muy lejos, tal vez incluso de antes de nacer. La orden era: debes comportarte como un hombre, Ste’; o la doblegas ahora o no la doblegarás nunca; es necesario que tu esposa aprenda enseguida que ella es una mujer y tú un hombre, y que por eso debe ser obediente. Y Lila, al oírlo —me estás tocando los cojones, me estás tocando los cojones, me estás tocando los cojones—, al verlo, ancho y pesado encima de su pelvis estilizada, el sexo empinado estirando la tela del pijama como el soporte de un toldo, se acordó de cuando años antes él había querido agarrarle la lengua con los dedos para pinchársela con un alfiler porque había osado humillar a Alfonso en las competiciones de la escuela. De pronto tuvo la sensación de descubrir que nunca había sido Stefano, que siempre había sido el hijo mayor de don Achille. Y ese pensamiento, automáticamente, como una regurgitación, devolvió a la cara joven de su marido los rasgos que hasta ese momento, por prudencia, se habían mantenido ocultos en la sangre, pero que estaban allí desde siempre, a la espera de que llegara su momento. Oh, sí, para gustar al barrio, para gustarle a ella, Stefano se había esforzado en ser otro: sus rasgos se habían suavizado con la cortesía, la mirada se había adaptado a la docilidad, la voz se había modelado adoptando los tonos de la mediación, los dedos, las manos, todo el cuerpo, habían aprendido a contener la fuerza. Pero ahora las líneas del contorno, que durante mucho tiempo él se había impuesto, estaban a punto de ceder y Lila fue presa de un terror infantil, más grande que cuando habíamos bajado al sótano a recuperar nuestras muñecas. Don Achille resurgía del cieno del barrio nutriéndose de la materia viva de su hijo. El padre le resquebrajaba la piel, modificaba su mirada, explotaba en su cuerpo. Y así fue, ahí estaba, le rasgó el camisón dejando los pechos al descubierto, se los apretó con ferocidad, se inclinó para mordisquearle los pezones. Y cuando ella, como sabía hacer desde siempre, reprimió el horror y trató de quitárselo de encima tirándole del pelo, buscando con la boca para morderlo hasta hacerlo sangrar, él se apartó, le agarró los brazos, se los sujetó bajo las gruesas piernas dobladas, le dijo con desprecio: Qué haces, quédate quieta, eres menos que una ramita, si quiero romperte, te rompo. Pero Lila no se calmó, volvió a morder el aire, se arqueó para librarse de su peso. Inútil. Él tenía ahora las manos libres, e inclinado encima de ella, le daba pequeñas bofetadas con la punta de los dedos y le repetía, apremiante: Quieres ver qué gorda la tengo, eh, di que sí, que sí, que sí, hasta que se sacó del pijama el sexo rechoncho que, asomado encima de ella, le pareció un muñeco sin brazos y sin piernas, congestionado por mudos vagidos, ansioso por arrancarse de aquel otro muñeco más grande que decía con voz ronca: Ahora te la dejo probar, Lina, mira qué linda es, una así no la tiene cualquiera. Y como ella seguía forcejeando, la abofeteó dos veces, primero con la palma y luego con el dorso, y fue tanta la fuerza que ella comprendió que si seguía resistiéndose seguramente la mataría —o al menos don Achille lo habría hecho; le daba miedo a todo el barrio porque se sabía que con su fuerza podía lanzarte contra una pared o contra un árbol— y se vació de toda la rebelión abandonándose a un terror sordo, mientras él retrocedía, le subía el camisón, le murmuraba al oído: No te das cuenta de cuánto te quiero, pero ya lo verás, y desde mañana mismo serás tú la que me pida que te quiera como ahora y más, me suplicarás de rodillas, y yo te diré que de acuerdo pero solo si eres obediente, y serás obediente.
Cuando al cabo de unos intentos desmañados le desgarró la carne con una brutalidad entusiástica, Lila estaba ausente. La noche, la habitación, la cama, los besos de él, las manos sobre su cuerpo, toda la sensibilidad, eran absorbidos por un único sentimiento: odiaba a Stefano Carracci, odiaba su fuerza, odiaba su peso sobre ella, odiaba su nombre y su apellido.
8
Regresaron al barrio cuatro días más tarde. Esa misma noche Stefano invitó a la nueva casa a sus suegros y al cuñado. Con un aire más humilde de lo habitual le pidió a Fernando que le dijera a Lila cómo habían ido las cosas con Silvio Solara. Fernando le confirmó a su hija, con frases entrecortadas llenas de descontento, la versión de Stefano. A Rino en cambio, Carracci le pidió poco después que explicara por qué, de común acuerdo pero con gran dolor, al final decidieron darle a Marcello los zapatos que pedía. Con el tono del hombre que se las sabe todas, Rino sentenció: Hay situaciones en que las elecciones te vienen impuestas, y siguió hablando del serio problema en el que se habían metido Pasquale, Antonio y Enzo al darle una paliza a los hermanos Solara y destrozar su coche.
—¿Sabes quién arriesgó más? —dijo, inclinándose hacia su hermana y levantando poco a poco la voz—. Ellos, tus amigos, los paladines de Francia. Marcello los reconoció y estaba convencido de que los habías enviado tú. ¿Cómo debíamos comportarnos Stefano y yo? ¿Querías que esos tres vagos recibieran el triple de palos que habían repartido? ¿Querías arruinarlos? ¿Y por qué? Por un par de zapatos del número cuarenta y tres, que tu marido no puede ponerse porque le aprietan y a la que caigan cuatro gotas se le llenarán de agua? Pusimos paz y como a Marcello le gustaban tanto esos zapatos, al final se los dimos.
Palabras, con ellas se hace y se deshace a voluntad. A Lila siempre se le habían dado bien las palabras, pero contrariamente a lo esperado, en esa ocasión no abrió la boca. Aliviado, Rino le recordó con tono travieso que desde niña había sido ella la que lo había azuzado con eso de que debían hacerse ricos. Entonces, dijo riendo, deja que nos hagamos ricos sin complicarnos la vida, que ya de por sí es bastante complicada.
En ese momento —una sorpresa para la dueña de casa, para los demás seguramente no— llamaron a la puerta y eran Pinuccia, Alfonso y su madre, Maria, con una bandeja repleta de pasteles recién hechos por Spagnuolo en persona, el pastelero de los Solara.
En un primer momento dio la impresión de que solo era una iniciativa para celebrar el regreso de los recién casados del viaje de novios, tanto es así que Stefano hizo circular las fotos de la boda que acababa de retirar del fotógrafo (para la película —aclaró— había que esperar un poco más). No tardó en quedar claro que la boda de Stefano y Lila ya era cosa del pasado, los pasteles eran para celebrar una nueva felicidad: el compromiso de Rino y Pinuccia. Todas las tensiones pasaron a un segundo plano. Rino cambió el tono violento de minutos antes por tiernas modulaciones dialectales, proposiciones amorosas fuera de tono, la idea de hacer enseguida, en la bonita casa de su hermana, la fiesta de compromiso. Después, con gestos teatrales, sacó del bolsillo un paquete; una vez desenvuelto, el paquete reveló un estuche abombado y oscuro; y al abrirlo, el estuche abombado y oscuro dejó ver un anillo de brillantes.
Lila notó que no era muy distinto del que ella llevaba en el dedo con la alianza y se preguntó de dónde habría sacado su hermano el dinero. Hubo besos y abrazos. Se habló mucho del futuro. Se avanzaron hipótesis sobre quién se ocuparía de la tienda de zapatos Cerullo en la piazza dei Martiri cuando los Solara la inauguraran en otoño. Rino sugirió que podría dirigirla Pinuccia, quizá sola, quizá con Gigliola Spagnuolo, oficialmente comprometida con Michele, y por ello planteaba exigencias. La reunión familiar se hizo más alegre, más llena de esperanzas.
Lila se quedó casi todo el rato de pie, sentarse le hacía daño. Nadie, ni siquiera su madre, que guardó silencio durante la visita, pareció notar que tenía la oreja derecha hinchada y negra, el labio inferior partido, moretones en los brazos.
9
Seguía en el mismo estado cuando en las escaleras que llevaban a la casa de su suegra le quité las gafas, le aparté el fular. La piel alrededor del ojo tenía un tono amarillento y el labio inferior era una mancha violeta con vetas rojo fuego.
Había dicho a parientes y amigos que, una hermosa mañana de sol se había caído en la escollera de Amalfi cuando ella y su marido iban en barca hasta una playa que había debajo de una pared amarilla. Durante la comida para celebrar el compromiso de su hermano con Pinuccia, contó aquella mentira con un tono irónico y todos, irónicamente, la creyeron, en especial las mujeres, que de toda la vida sabían lo que debían decir cuando los hombres que las querían y a quien ellas querían les pegaban una zurra. Para colmo, no había una sola persona en el barrio, en especial las de sexo femenino, que no pensara que a ella, desde hacía tiempo, le hacía falta una buena lección. Por eso los golpes no habían causado ningún escándalo, es más, Stefano vio crecer a su alrededor la simpatía y el respeto, este sí que sabía ser hombre.
A mí, en cambio, al verla tan maltrecha, se me hizo un nudo en la garganta y la abracé. Cuando dijo que no me había buscado porque no quería que la viera en ese estado, se me saltaron las lágrimas. El relato de su luna de miel, como la llamaban en las fotonovelas, aunque descarnado, casi gélido, me enfureció, me hizo sufrir. Me alegré de descubrir que ahora Lila necesitaba ayuda, tal vez protección, y me emocionó ese reconocimiento de su fragilidad, no ante el barrio, sino ante mí. Sentí que de forma inesperada las distancias habían vuelto a acortarse y sentí la tentación de decirle enseguida que había decidido no seguir estudiando, que estudiar era inútil, que no reunía las cualidades necesarias. Me pareció que esa noticia la consolaría.
Pero su suegra se asomó a la barandilla del último piso y la llamó. Lila concluyó su relato con unas cuantas frases apresuradas, dijo que Stefano la había engañado, que era clavadito a su padre.
—¿Te acuerdas de que en lugar de devolvernos las muñecas don Achille nos dio dinero? —me preguntó.
—Sí.
—No deberíamos haberlo aceptado.
—Nos compramos Mujercitas.
—Hicimos mal, a partir de ese momento, siempre lo he hecho todo mal.
No estaba inquieta, estaba triste. Se puso otra vez las gafas, se ató el fular. Me complació ese «nosotras» («nosotras no deberíamos haberlo aceptado», «nosotras hicimos mal»), pero me molestó el brusco paso al yo: «yo siempre lo he hecho todo mal». «Nosotras», me hubiera gustado corregirla, «siempre nosotras», pero no lo hice. Tuve la impresión de que trataba de asimilar su nueva condición, y que le urgía entender a qué podía aferrarse para hacerle frente. Antes de enfilar el tramo de escaleras, me preguntó:
—¿Quieres venir a estudiar a mi casa?
—¿Cuándo?
—Esta tarde, mañana, todos los días.
—Stefano se molestará.
—Si él es el dueño, yo soy la mujer del dueño.
—No lo sé, Lila.
—Te dejo una habitación y te encierras.
—¿Para qué?
Se encogió de hombros.
—Para saber que estás.
No le dije ni que sí ni que no. Me fui, caminé sin rumbo por la ciudad, como de costumbre. Lila estaba segura de que yo jamás dejaría de estudiar. Me había asignado esa figura de amiga granujienta y con gafas, siempre inclinada sobre los libros, alumna excelente, y no podía imaginar siquiera que yo pudiera cambiar. Pero quería salirme de ese papel. Debido a la humillación del artículo no publicado, me pareció haber comprendido toda mi ineptitud. A pesar de haber nacido y de haberse criado como Lila y yo dentro de los límites miserables del barrio, Nino sabía utilizar los estudios con inteligencia, yo no. De modo que basta de hacerse ilusiones, basta de esforzarse. Era preciso aceptar la suerte como habían hecho hacía tiempo Carmela, Ada, Gigliola, y, a su manera, la propia Lila. No fui a su casa ni esa tarde ni los días siguientes, y continué haciendo novillos y atormentándome.
Una mañana no me alejé demasiado del instituto, vagué por la via Veterinaria, detrás del Jardín Botánico. Pensaba en mis recientes conversaciones con Antonio: esperaba librarse del servicio militar por ser hijo de madre viuda, único sostén de la familia; quería pedir un aumento en el taller e ir ahorrando para conseguir la concesión de un surtidor de gasolina en la avenida; nos casaríamos y yo le echaría una mano con el surtidor. Una alternativa de vida sencilla, mi madre la habría aprobado. «No puedo contentar siempre a Lila», me dije. Pero qué difícil era borrarme de la cabeza las ambiciones inducidas por el estudio. A la hora en que terminaban las clases, casi sin quererlo, me acerqué por el colegio y di vueltas por ahí. Temía que me vieran los profesores; sin embargo, descubrí que deseaba que me vieran. Quería quedar marcada de forma irremediable como ex alumna modelo; o ser recuperada por el horario escolar, someterme a la obligación de volver a empezar.
Aparecieron los primeros grupos de alumnos. Oí que me llamaban, era Alfonso. Esperaba a Marisa, pero ella tardaba.
—¿Estáis juntos? —pregunté con recochineo.
—Qué va, es ella la que está obsesionada.
—Mentiroso.
—Mentirosa tú, que me mandaste decir que estabas enferma, y fíjate, estás la mar de bien. La Galiani pregunta siempre por ti, le he dicho que estabas con mucha fiebre.
—De hecho, tengo fiebre.
—Sí, sí, ya lo veo.
Llevaba bajo el brazo los libros sujetos con un elástico, tenía mala cara por la tensión de las horas de clase. ¿Acaso Alfonso, pese a su aspecto delicado, ocultaba también dentro del pecho a don Achille, su padre? ¿Será posible que los padres no mueran nunca, que los hijos los lleven dentro inevitablemente? De modo que, como un destino, ¿de mí saldrían mi madre y su cojera?
—¿Has visto lo que tu hermano le ha hecho a Lina? —le pregunté.
Alfonso se mostró incómodo.
—Sí.
—¿Y tú no le dices nada?
—Habría que ver lo que Lina le ha hecho a él.
—¿Serías capaz de comportarte igual con Marisa?
Soltó una risita tímida.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque te conozco, porque hablamos, porque vamos juntos a la escuela.
Al momento no entendí: qué significaba te conozco, qué significaba hablamos y vamos juntos a la escuela. Vi a Marisa al final de la calle, corría porque iba con retraso.
—Ahí viene tu novia —dije.
No se volvió, se encogió de hombros, y farfulló:
—Vuelve al colegio, por favor.
—Me encuentro mal —repetí, y me alejé.
No quería intercambiar ni un saludo con la hermana de Nino, toda señal que lo evocara me ponía nerviosa. Por el contrario, las palabras nebulosas de Alfonso me hicieron bien; durante el trayecto les di vueltas en la cabeza. Dijo que nunca impondría a golpes su autoridad a su futura esposa porque me conocía a mí, hablábamos, nos sentábamos en el mismo pupitre. Se expresó con una sinceridad indefensa, sin temor a atribuirme, aunque de un modo confuso, la capacidad de influir sobre él, un varón, y modificar sus comportamientos. Le agradecí ese mensaje embarullado que me consoló y en mi fuero interno dio inicio a una mediación. Una convicción de por sí frágil necesita muy poco para debilitarse hasta ceder. Al día siguiente falsifiqué la firma de mi madre y volví al colegio. A última hora de la tarde, en los pantanos, le prometí a Antonio, apretada a él para combatir el frío: Termino el curso y nos casamos.
10
Mi trabajo me costó recuperar el terreno perdido, especialmente en las asignaturas de ciencias, y conseguí a duras penas reducir los encuentros con Antonio para poder concentrarme en los libros. Las veces que faltaba a una cita porque debía estudiar, él se entristecía, me preguntaba alarmado:
—¿Pasa algo?
—Tengo muchos deberes.
—¿Cómo es que de repente los deberes han aumentado?
—Siempre he tenido muchos.
—Últimamente casi no tenías.
—Casualidad.
—¿Qué me ocultas, Lenù?
—Nada.
—¿Me sigues queriendo?
Lo tranquilizaba, pero entretanto el tiempo se nos pasaba rapidísimo y volvía a casa enfadada conmigo misma por lo mucho que me quedaba por estudiar.
La idea fija de Antonio era siempre la misma: el hijo de Sarratore. Temía que yo hablara con él, incluso que lo viera. Naturalmente, para no hacerlo sufrir, le ocultaba que me cruzaba con Nino a la entrada, a la salida, en los pasillos. No ocurría nada especial, como mucho nos saludábamos de lejos y cada cual seguía su camino; se lo habría contado sin problemas a mi novio, si él hubiese sido una persona razonable. Pero Antonio no era razonable y, en realidad, yo tampoco. A pesar de que Nino no me daba cuerda, el mero hecho de verlo me tenía con la cabeza en las nubes durante las clases. Su presencia en un aula cercana a la mía, real, vivo, más culto que los profesores, audaz y desobediente, vaciaba de sentido los comentarios de mis maestros, las líneas de los libros, los planes de matrimonio, el surtidor de gasolina en la avenida.
Tampoco en casa conseguía estudiar. A los pensamientos confusos sobre Antonio, Nino y el futuro se sumaba la neurastenia de mi madre, que me pedía a gritos que hiciera esto y lo otro; se sumaban mis hermanos, que venían a verme en procesión para enseñarme sus deberes. Aquella molestia permanente no era una novedad, siempre había estudiado en medio del desorden. Pero ahora parecía haberse agotado la antigua determinación que me permitía dar lo mejor incluso en esas condiciones, ya no sabía o no quería conciliar el colegio con las exigencias de todos. Por eso me pasaba la tarde ayudando a mi madre, ocupándome de los ejercicios de mis hermanos, estudiando poco o nada para mí. Y si alguna vez sacrificaba el sueño a los libros, entonces, como seguía sintiéndome exhausta y dormir me parecía una tregua, por la noche dejaba correr los deberes y me iba a la cama.
Comencé a ir a clase no solo distraída sino sin prepararme, vivía sumida en la angustia de que los profesores me tomaran la lección, algo que no tardó en ocurrir. Una vez, en el mismo día, saqué dos en química, cuatro en historia del arte, tres en filosofía, y me encontraba en tal estado de fragilidad nerviosa que cuando me pusieron la última mala nota, me eché a llorar delante de todo el mundo. Fue un momento terrible, experimenté el horror y el goce de perderme, el espanto y el orgullo del extravío.
A la salida del colegio, Alfonso me dijo que su cuñada le había rogado que me pidiera que fuera a verla. Ve, me animó, preocupado, allí seguro que estudiarás mejor que en tu casa. Esa misma tarde me decidí y me fui al barrio nuevo. Pero no fui a casa de Lila con el propósito de encontrar una solución a mis problemas en el colegio, daba por sentado que nos pasaríamos todo el rato charlando y que mi condición de ex alumna modelo se agravaría todavía más. Me dije más bien: Mejor extraviarme en charlas con Lila que en medio de los gritos de mi madre, las peticiones insistentes de mis hermanos, el desasosiego que me causaba el hijo de Sarratore, las recriminaciones de Antonio; al menos aprendería algo de la vida matrimonial que pronto —ya lo daba por decidido— me tocaría en suerte.
Lila me recibió con evidente gusto. El ojo se le había deshinchado, el labio se le estaba cicatrizando. Iba por el apartamento bien vestida, bien peinada, con los labios pintados, como si su casa le resultara extraña y ella misma se sintiera de visita. En el vestíbulo seguían amontonados los regalos de boda, en las habitaciones flotaba un olor a cal y a pintura fresca mezclado con el suave aroma alcohólico que despedían los muebles recién estrenados del comedor: la mesa, el aparador con espejo enmarcado en ramas y hojas de madera oscura, la vitrina repleta de objetos de plata, platos, copas y botellas con licores de colores.
Lila preparó café, me divirtió sentarme con ella en la cocina amplia y jugar a las dueñas de casa como cuando éramos niñas delante del respiradero del sótano. Es relajante, pensé, hice mal en no venir antes. Tenía una amiga de mi edad, con casa propia, llena de cosas ricas, ordenadas. Esa amiga, que no tenía nada que hacer en todo el día, parecía alegrarse con mi compañía. Aunque habíamos cambiado y los cambios seguían su curso, la calidez entre nosotras continuaba intacta. ¿Por qué entonces no dejarme llevar? Por primera vez desde el día en que se casó, conseguí sentirme a gusto.
—¿Qué tal con Stefano? —le pregunté.
—Bien.
—¿Os habéis aclarado?
Sonrió divertida.
—Sí, está todo claro.
—¿Y?
—Un asco.
—¿Igual que en Amalfi?
—Sí.
—¿Ha vuelto a pegarte?
Se tocó la cara.
—No, esto es de antes.
—¿Entonces?
—Es la humillación.
—¿Y tú?
—Hago lo que él quiere.
Pensé un momento, y pregunté, evocadora:
—¿Pero por lo menos cuando dormís juntos es algo bonito?
Hizo una mueca de incomodidad, se quedó seria. Se puso a hablar de su marido con una especie de aceptación repulsiva. No era hostilidad, no era necesidad de revancha, ni siquiera era disgusto, sino un desprecio tranquilo, un desprecio que arrasaba con toda la persona de Stefano como agua contaminada sobre la tierra.
La escuché, me enteré a medias. Tiempo atrás había amenazado a Marcello con una chaira únicamente porque se había atrevido a sujetarme de la muñeca y romperme el brazalete. A partir de aquel episodio me convencí de que si Marcello la hubiese rozado siquiera, ella lo habría matado. Pero ahora, con Stefano no daba ni una sola muestra de agresividad explícita. Claro, la explicación era sencilla: desde niñas habíamos visto a nuestros padres zurrar a nuestras madres. Nos habíamos criado pensando que un desconocido no debía rozarnos siquiera, pero que nuestro padre, nuestro novio y nuestro marido podían darnos bofetadas cuando quisieran, por amor, para educarnos, para reeducarnos. Por lo tanto, dado que Stefano no era el odioso Marcello sino el joven al que había dicho querer muchísimo, el joven con el que se había casado y con el que había decidido vivir para siempre, debía asumir hasta el fondo la responsabilidad de su elección. Sin embargo, no todo cuadraba. A mis ojos Lila era Lila, no una mujer cualquiera del barrio. Tras recibir un sopapo del marido, nuestras madres no adoptaban esa expresión de tranquilo desprecio que mostraba ella. Se desesperaban, lloraban, se enfrentaban a su hombre con cara de pocos amigos, lo criticaban a sus espaldas, y, pese a todo, quien más quien menos, seguían apreciándolo (mi madre, por ejemplo, admiraba sin medias tintas los tejemanejes marrulleros de mi padre). Pero Lila exhibía una sumisión sin respeto.
—Yo estoy a gusto con Antonio, aunque no lo quiero —le dije.
Siguiendo nuestras antiguas costumbres, esperé que supiera captar en esa afirmación una serie de preguntas ocultas. Aunque amo a Nino —le decía sin decírselo de manera explícita—, me siento agradablemente excitada con solo pensar en Antonio, en sus besos, en los abrazos y frotamientos en los pantanos. En mi caso, el amor no es indispensable para el placer, ni siquiera para el aprecio. ¿Es posible, pues, que el asco, la humillación empiecen después, cuando un hombre te doblega y te viola a su antojo por el solo hecho de que ya le perteneces, con o sin amor, con o sin aprecio? ¿Qué ocurre cuando estás en una cama, vencida por un hombre? Ella ya lo había experimentado y me habría gustado que me hablara de ello. Pero se limitó a decir irónica: Mejor para ti si estás a gusto, y me condujo hasta una pequeña habitación que daba a las vías del tren. Era un cuarto desnudo en el que solo había un escritorio, una silla, un catre, nada en las paredes.
—¿Te gusta aquí?
—Sí.
—Entonces estudia.
Salió y cerró la puerta.
La habitación olía a paredes húmedas, más que el resto de la casa. Me asomé a la ventana, habría preferido seguir charlando. Pero de inmediato me quedó claro que Alfonso le había contado que no iba a clase y quizá también que sacaba malas notas, y que ella quería devolverme, aun a costa de imponérmela, la sabiduría que siempre me había atribuido. Mejor así. La oí moverse por la casa, llamar por teléfono. Me sorprendió que no dijera «Diga, soy Lina» o, no sé, «Soy Lina Cerullo», sino «Diga, soy la señora Carracci». Me senté al escritorio, abrí el libro de historia y me obligué a estudiar.