El hombre del bastón apareció justo después de que el sacristán de St. Mark hubiese retirado diez centímetros de nieve de las aceras. Hacía sol, pero también soplaba un viento huracanado, con temperaturas que no superaban los cero grados. A pesar del frío, aquel hombre solo llevaba un pantalón de peto, una camisa de verano, unas botas de montaña muy gastadas y cazadora ligera que de poco le servía, pero no se le veía incómodo ni apresurado. Avanzaba, cojeando, algo inclinado hacia la izquierda, el lado del bastón. Arrastrando los pies por la acera junto a la iglesia, se paró ante la puerta lateral, donde ponía DESPACHO con pintura de color rojo oscuro. No llamó. No estaba cerrada con llave. Entró justo cuando otra ráfaga de viento chocaba contra su espalda.
La sala era un área de recepción con el desorden y el polvo que cabría esperar en una vieja iglesia. En la mesa del centro, una placa anunciaba la presencia de Charlotte Junger, sentada no muy lejos de su nombre.
—Buenos días —dijo ella con una sonrisa.
—Buenos días —respondió él. Una pausa—. Fuera hace mucho frío.
—Sí, mucho —convino ella al tiempo que lo examinaba rápidamente. Lo que más llamaba la atención era que no llevaba abrigo ni nada para cubrirse las manos y la cabeza.
—Supongo que es usted la señorita Junger —dijo él con los ojos clavados en su nombre.
—No, hoy la señorita Junger no ha podido venir. Tiene la gripe. Yo soy Dana Schroeder, la mujer del pastor, y he venido a suplirla. ¿En qué podemos ayudarle?
Había una silla vacía. El hombre la miró, esperanzado.
—¿Me permite?
—Claro que sí —respondió ella.
Él se sentó con precaución, como si tuviera que estudiar todos los movimientos.
—¿Está el pastor? —preguntó, mirando la gran puerta cerrada de la izquierda.
—Sí, pero está reunido.
Era una mujer menuda, de pecho prominente, y llevaba un jersey ceñido. De cintura para abajo la tapaba la mesa. Él siempre había preferido a las menudas. Guapa, de grandes ojos azules, pómulos marcados… Una chica mona y saludable, perfecta como mujercita del pastor.
Hacía tanto tiempo que no tocaba a una mujer…
—Necesito ver al reverendo Schroeder —dijo juntando devotamente las manos—. Ayer fui a la iglesia, oí su sermón y… necesito que me orienten, vaya.
—Hoy está muy ocupado —repuso ella con una sonrisa.
Unos dientes francamente bonitos.
—Estoy en una situación comprometida —reveló él.
Dana llevaba bastante tiempo casada con Keith Schroeder para saber que, con cita previa o sin ella, nadie había tenido que irse nunca del despacho con las manos vacías. Además, la mañana de aquel lunes estaba siendo glacial, y Keith tampoco estaba tan ocupado: hacer unas cuantas llamadas por teléfono, atender a una pareja joven que al final había decidido no casarse —en eso estaba, justamente—, y luego visitar hospitales, como siempre. Rebuscó un poco por la mesa hasta que encontró el sencillo formulario que buscaba.
—Bueno, tomaré nota de algunos datos básicos y a ver qué podemos hacer.
Tenía el bolígrafo a punto.
—Gracias —dijo él con una ligera reverencia.
—¿Nombre?
—Travis Boyette. —Se lo deletreó maquinalmente—. Fecha de nacimiento, 10 de octubre de 1963; lugar, Joplin, Missouri; edad, cuarenta y cuatro. Solo, divorciado, sin hijos. Dirección, ninguna. Lugar de trabajo, ninguno. Perspectivas, ninguna.
Dana asimiló aquella información a medida que su bolígrafo buscaba frenéticamente los espacios en blanco que había que cumplimentar. La respuesta generaba muchas más preguntas de las que cabían en aquel pequeño formulario.
—Bueno, veamos, la dirección —dijo sin dejar de escribir—. ¿Dónde se aloja en este momento?
—En este momento soy propiedad de la Dirección General de Prisiones del estado de Kansas. Me han asignado a una casa de reinserción de la calle Diecisiete, a pocas manzanas de aquí. Estoy en pleno proceso de excarcelación, o de «reinserción», como les gusta decir a ellos. Después de algunos meses en el centro, aquí en Topeka, seré un hombre libre, y lo único que me esperará será toda una vida en libertad condicional.
El bolígrafo dejó de moverse, pero Dana no apartó la vista de él. De pronto, su interés por las indagaciones había perdido fuerza. Vaciló en seguir preguntando, pero ya que había empezado el interrogatorio, se sintió obligada a continuar. ¿Qué más iban a hacer mientras esperaban al pastor?
—¿Le apetece un café? —preguntó, con la seguridad de que era una pregunta inofensiva.
La pausa fue excesivamente larga, como si él no se decidiese.
—Sí, gracias; solo, con un poco de azúcar.
Dana salió rápidamente de la habitación para ir a buscarlo. Él la miró sin perder ni un detalle: lo bien formado y redondo del trasero bajo los pantalones de sport, las piernas esbeltas, los hombros atléticos… Incluso la coleta. Uno sesenta, o uno sesenta y cinco, cincuenta kilos a lo sumo.
Dana no se dio prisa. A su regreso, se encontró a Travis Boyette donde lo había dejado, sentado como un monje, haciendo entrechocar suavemente las yemas de la mano derecha y las de la izquierda, con el bastón negro de madera atravesado en las piernas y la mirada perdida en la pared del fondo. Tenía la cabeza totalmente rapada, una cabeza pequeña y lustrosa, de una redondez perfecta. Al darle la taza, Dana se preguntó de manera frívola si se habría quedado calvo a temprana edad o simplemente prefería el look rapado. En el lado izquierdo de su cuello mostraba un siniestro tatuaje.
Él cogió el café y le dio las gracias. Dana volvió a su sitio, con la mesa entre ambos.
—¿Es usted luterano? —preguntó, tomando otra vez el bolígrafo.
—Lo dudo. La verdad es que no soy nada. Nunca he visto la necesidad de pertenecer a una Iglesia.
—Pero ayer estuvo aquí. ¿Por qué?
Boyette cogió la taza con las dos manos y se la acercó a la barbilla, como un ratón que mordisqueara algo. Si tardaba diez segundos en responder a una simple pregunta sobre café, el tema de las creencias religiosas podía llevarle toda una hora. Bebió un sorbo y se pasó la lengua por los labios.
—¿Cuánto tiempo cree que tardaré en poder ver al reverendo? —inquirió finalmente.
«Demasiado», pensó Dana, que ya no veía el momento de endosarle aquel asunto a su marido. Echó un vistazo al reloj de la pared.
—Estará al caer —dijo.
—¿Sería posible que esperásemos sentados en silencio? —preguntó él con toda la educación del mundo.
Una vez asimilado el desaire, Dana decidió rápidamente que el silencio no era mala idea. Después se le reavivó la curiosidad.
—Sí, claro; solo una pregunta más. —Miró el cuestionario como si realmente necesitase una pregunta más—. ¿Cuánto tiempo ha estado en la cárcel?
—Media vida —dijo Boyette sin vacilar, dando la impresión de que se lo preguntaban cinco veces al día.
Dana escribió algo. Después se concentró en el teclado del ordenador y empezó a teclear, como si de pronto se le hubiera presentado un asunto urgente. En su correo electrónico para Keith ponía: «Aquí tengo a un ex presidiario que dice que necesita verte. Hasta entonces no se irá. Parece agradable. Se está tomando un café. Ve acortando. Si no se irá».
Cinco minutos más tarde se abrió la puerta del pastor, y por ella se deslizó una chica; se secaba los ojos, seguida por su ex prometido, que lograba estar al mismo tiempo ceñudo y sonriente. Ninguno de los dos le dijo nada a Dana. Tampoco se fijaron en Travis Boyette. Desaparecieron.
—Un segundo —le dijo Dana a Boyette después del portazo.
Entró rápidamente en el despacho de su marido para darle un breve parte informativo.
El reverendo Keith Schroeder tenía treinta y cinco años, hacía diez que estaba felizmente casado con Dana y era padre de tres hijos, que se llevaban entre sí veinte meses. Hacía dos años que era pastor titular de St. Mark, tras haberlo sido de una iglesia en Kansas City. Su padre era pastor luterano jubilado, y Keith nunca había soñado con ninguna otra ocupación. Crecido en un pueblo cerca de St. Louis, y escolarizado en la misma zona, nunca había salido del Medio Oeste, a excepción de un viaje escolar a Nueva York y de su luna de miel en Florida. En general gozaba de la admiración de sus feligreses, no sin algún que otro altercado. El mayor enfrentamiento había estallado el invierno anterior, cuando abrió el sótano de la iglesia a unos vagabundos durante una nevada. Una vez derretida la nieve, algunos de ellos se habían resistido a irse. El ayuntamiento había mandado una notificación por uso no autorizado, y la prensa había publicado un artículo ligeramente embarazoso.
El tema de su sermón de la víspera había sido el perdón: el poder infinito y abrumador de Dios para perdonar nuestros pecados, por muy aborrecibles que hubieran podido ser. Los pecados de Travis Boyette eran atroces, inimaginables, horrendos. Sus crímenes contra la humanidad no podían condenarlo sino a la muerte y al sufrimiento eternos. A aquellas alturas de su triste vida, estaba convencido de que jamás podrían perdonarlo. Pero sentía curiosidad.
—Aquí han venido varios hombres de la casa de reinserción —explicó Keith—. Incluso he ido alguna vez a celebrar el oficio.
Estaban en un rincón de su despacho, apartados de la mesa: dos nuevos amigos charlando en sillas de lona hundidas. Cerca, en la falsa chimenea, ardían falsos troncos.
—No es mal sitio —dijo Boyette—. Mejor que la cárcel, eso seguro.
Era un hombre frágil, con la piel blanquecina de quienes tienen que vivir en lugares sin luz. Sus rodillas huesudas se tocaban, y entre ellas descansaba el bastón negro.
—¿Y en qué cárcel ha estado? —Keith tenía en sus manos un tazón de té muy caliente.
—En varias. Los últimos seis años en Lansing.
—¿Por qué lo condenaron? —preguntó el pastor, ansioso por saber los delitos para conocer mucho mejor al hombre.
¿Violencia? ¿Drogas? Probablemente. Claro que Travis también podía ser culpable de malversación o de evasión fiscal… En todo caso, no parecía de esos que hacen daño a los demás.
—Muchas cosas malas, pastor. No me acuerdo de todas.
Prefería evitar el contacto visual. Su atención se centraba en la alfombra. Keith bebía el té a sorbitos, observando atentamente a su invitado, hasta que reparó en el tic. Cada pocos segundos, Boyette torcía un poco la cabeza hacia la izquierda. Era como un gesto rápido de asentimiento, seguido por una sacudida correctora más radical que la ponía de nuevo en su sitio.
—¿De qué quiere que hablemos, Travis? —dijo Keith tras un momento de silencio absoluto.
—Tengo un tumor cerebral, pastor; maligno, mortal y básicamente incurable. Si tuviera dinero podría combatirlo (radio, quimio, lo típico), y ganar diez meses o un año, pero es un glioblastoma de grado cuatro, o sea que soy hombre muerto. Medio año, un año… La verdad es que da lo mismo. Dentro de unos meses ya no existiré.
Justo entonces, oportunamente, el tumor dio señales de vida: Boyette hizo una mueca, se inclinó y empezó a frotarse las sienes. Su respiración era difícil y pesada. Parecía que le dolía todo el cuerpo.
—Lo siento mucho —dijo Keith, muy consciente de la futilidad de sus palabras.
—Malditos dolores de cabeza —farfulló Boyette sin dejar de apretar los párpados.
Luchó unos minutos contra el dolor, sin que ninguno de los dos dijera nada. Keith lo miró, impotente, mordiéndose la lengua para no soltar ninguna tontería como «¿Le traigo un Tylenol?». Luego el dolor menguó, y Boyette se relajó.
—Perdone —dijo.
—¿Cuándo se lo diagnosticaron? —preguntó Keith.
—No sé, hace un mes. Me empezó a doler la cabeza en Lansing, en verano. Ya se imaginará la calidad de la asistencia sanitaria… Total, que no me hicieron nada. Después de soltarme y de mandarme aquí, me llevaron al hospital St. Francis, me hicieron pruebas y escáneres y me encontraron un señor huevecito en medio de la cabeza, justo entre las orejas, a demasiada profundidad para operarlo.
Respiró hondo, espiró y consiguió sonreír por primera vez. Le faltaba un diente en la parte superior izquierda. El hueco se notaba mucho. Keith sospechó que en la cárcel los cuidados dentales dejaban mucho que desear.
—Supongo que ya habrá visto a gente como yo —dijo Boyette—, gente que va a morir.
—De vez en cuando. Son gajes del oficio.
—Y supongo que tienden a tomarse muy en serio a Dios, el cielo, el infierno y todo eso.
—La verdad es que sí, mucho. Es la condición humana. Cuando nos vemos frente a frente con nuestra mortalidad, pensamos en el más allá. ¿Y usted, Travis? ¿Cree en Dios?
—Algunos días sí, y otros no; pero soy bastante escéptico, incluso cuando creo. En su caso es fácil creer en Dios, porque ha tenido una vida fácil. Lo mío ya es otra historia.
—¿Quiere contarme su historia?
—La verdad es que no.
—Entonces, ¿para qué ha venido, Travis?
El tic. Cuando su cabeza dejó de moverse, Boyette miró a todas partes y acabó fijando la vista en los ojos del pastor. Se observaron durante un buen rato, sin que ninguno de los dos parpadease.
—Pastor —dijo al final Boyette—, yo he hecho algunas cosas malas; he hecho daño a algunos inocentes, y no estoy seguro de querer llevármelo todo a la tumba.
«Ya estamos en el buen camino», pensó Keith. El peso del pecado sin confesar. La vergüenza de la culpa oculta.
—No estaría de más que me explicase todas esas cosas malas. El mejor punto de partida es la confesión.
—¿Es confidencial?
—Sí, en general sí, aunque hay excepciones.
—¿Qué excepciones?
—Si me confiesa algo, y yo estimo que se pone en peligro a usted mismo o a terceros, la confidencialidad ya no rige. Puedo tomar medidas razonables para protegerlo a usted o a la otra persona. Puedo pedir ayuda, por decirlo de otra manera.
—Parece complicado.
—No tanto.
—Mire, pastor, yo he hecho cosas horribles, pero esta ya hace muchos años que no me deja vivir. Necesito urgentemente hablar con alguien, y no tengo ningún otro sitio adonde ir. Si le cuento un crimen horrible que cometí hace años, ¿se lo diría a alguien?
Dana entró directamente en la web de la Dirección General de Prisiones del estado de Kansas, y en cuestión de segundos se zambulló en la mísera vida de Travis Dale Boyette. Condenado a diez años en 2001 por intento de agresión sexual. Estado actual: preso.
—Su estado actual es el despacho de mi marido —masculló, mientras seguía tecleando.
Condenado a doce años en 1991 por agresión sexual con circunstancias agravantes en Oklahoma. Libertad condicional en 1998.
Condenado a ocho años en 1987 por intento de agresión sexual en Missouri. Libertad condicional en 1990.
Condenado a veinte años en 1979 por agresión sexual con circunstancias agravantes en Arkansas. Libertad condicional en 1985.
Boyette constaba como culpable de delitos sexuales en Kansas, Missouri, Arkansas y Oklahoma.
«Un monstruo», se dijo Dana.
La foto de la ficha policial correspondía a un hombre mucho más joven y corpulento, con el pelo oscuro y entradas. Dana resumió con presteza los antecedentes, y mandó un correo electrónico al ordenador de Keith. No temía por la integridad de su esposo, pero quería que aquel personaje repulsivo abandonara el edificio.
Tras media hora de conversación tirante, en la que apenas se registraron avances, Keith se empezó a cansar de la entrevista. Boyette no mostraba ningún interés por Dios, y dado que la especialidad de Keith era esa, no parecía poder hacer gran cosa. Él no era neurocirujano, ni tenía trabajo que ofrecer a nadie.
Llegó a su ordenador un mensaje, anunciado suavemente por un timbre de los de antes. Si sonaba dos veces, podía ser cualquiera; tres, en cambio, indicaba un mensaje de la recepción. Fingió ignorarlo.
—¿Y el bastón? —preguntó amablemente.
—La cárcel es muy dura —dijo Boyette—. Me metí en más peleas de la cuenta. Una herida en la cabeza. Probablemente fuera la causa del tumor.
Le pareció gracioso. Se rió de su propio chiste.
Tras una risita cortés, Keith se levantó y se acercó a su escritorio.
—Mire —dijo—, le voy a dar una tarjeta. Puede llamarme cuando quiera. Aquí siempre será bienvenido, Travis.
Al coger la tarjeta, miró de reojo el monitor. Cuatro, ni más ni menos que cuatro condenas, todas vinculadas a agresiones sexuales. Volvió a la silla, le dio a Travis la tarjeta y se sentó.
—La cárcel es especialmente dura para los violadores, ¿verdad, Travis?
Te vas a otra ciudad, y tienes que ir corriendo a la comisaría o al juzgado para inscribirte como agresor sexual. Después de veinte años de lo mismo, ya das por supuesto que lo sabe todo el mundo. Todo el mundo te mira. Boyette no parecía muy sorprendido.
—Muy dura —convino—. Ya no llevo la cuenta de las veces que me han atacado.
—Mire, Travis, no es un tema del que tenga muchas ganas de hablar. Estoy citado con varias personas. Si quiere venir a verme otra vez, por mí perfecto, pero en todo caso llame antes. También vuelvo a invitarlo a que asista a nuestro oficio religioso este domingo.
Keith no estaba seguro de decirlo en serio, pero su tono era sincero.
Boyette sacó un papel doblado de un bolsillo de su cazadora.
—¿Le suena el caso de Donté Drumm? —preguntó al tendérselo a Keith.
—No.
—Un chico negro de una pequeña ciudad del este de Texas, condenado por asesinato en 1999. Dijeron que había matado a una animadora de instituto, blanca. El cadáver no lo han encontrado nunca.
Keith desdobló el papel. Era una copia de un breve artículo del periódico de Topeka, con fecha del domingo anterior. Tras una rápida lectura, miró la foto policial de Donté Drumm. La noticia no tenía nada de especial: otra ejecución rutinaria en Texas, con otro acusado que proclamaba su inocencia.
—La ejecución está prevista para este jueves —dijo al levantar la vista.
—Voy a decirle una cosa, pastor: se equivocaron de hombre. Ese chico no tuvo nada que ver con el asesinato.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—No hay pruebas. Ni una sola. Los polis decidieron que lo había hecho él, lo hicieron confesar a golpes, y ahora lo van a matar. No está bien, pastor, nada bien.
—¿Cómo sabe todo eso?
Boyette se inclinó un poco más, como si fuera a susurrarle algo que jamás había dicho. El pulso de Keith se aceleraba por segundos. Sin embargo, no dijo ni una palabra. Otra larga pausa, durante la cual se miraron fijamente.
—Aquí pone que no encontraron el cadáver —dijo Keith. «Hazle hablar», pensó.
—Exacto. Todo este disparate de que el chico pilló a la chica, la violó, la estranguló y tiró su cadáver al Red River desde un puente se lo inventaron ellos. Todo mentira.
—¿O sea que usted sabe dónde está el cadáver?
Boyette se irguió con los brazos cruzados, y empezó a asentir. El tic. Luego otro. Bajo presión se repetían con mayor frecuencia.
—¿La mató usted, Travis? —preguntó Keith, sorprendiéndose a sí mismo.
Menos de cinco minutos antes, repasaba mentalmente la lista de todos los feligreses a quienes tenía que ir a visitar al hospital, y buscaba la manera de sacar a Travis del edificio por las buenas. Ahora estaban hablando de un asesinato y de un cadáver oculto.
—No sé qué hacer —dijo Boyette, sintiendo otra punzada de dolor. Se encogió como si fuera a vomitar. Después se empezó a presionar la cabeza con las palmas—. Me estoy muriendo, ¿sabe? Dentro de unos meses me habré muerto. ¿Por qué tiene que morir también ese chico, si no ha hecho nada?
Tenía los ojos húmedos y la cara crispada.
Keith percibió cómo temblaba. Le dio un kleenex, y vio que se lo pasaba por la cara.
—El tumor está creciendo —afirmó Boyette—. Cada día presiona más el cráneo.
—¿Toma alguna medicación?
—Sí, pero no sirve de nada. Tengo que irme.
—Creo que no hemos acabado.
—Yo creo que sí.
—¿Dónde está el cadáver, Travis?
—Eso a usted no le interesa.
—Sí que me interesa. Quizá podamos impedir la ejecución.
Boyette se rió.
—Ah, ¿sí? ¿En Texas? Un poco difícil. —Se levantó despacio y dio unos golpes en la alfombra con el bastón—. Gracias, pastor.
Keith no dijo nada. Se limitó a mirar cómo Boyette salía a toda prisa de su despacho arrastrando los pies.
Dana miraba fijamente la puerta, negándose a sonreír.
—Adiós —logró contestar con pocas fuerzas al «gracias» de Boyette.
Luego desapareció. Volvió a la calle, sin abrigo ni guantes, cosa que a ella, la verdad, le daba igual.
Su esposo no se había movido. Seguía apoltronado en la silla, estupefacto, con la mirada extraviada en una pared y la copia del artículo en la mano.
—¿Estás bien? —preguntó Dana.
Keith le dio el artículo. Dana lo leyó.
—No acabo de entenderlo —dijo al acabar.
—Travis Boyette sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo sabe porque la mató él.
—¿Ha admitido haberlo hecho?
—Casi. Dice que tiene un tumor cerebral que no se puede operar, y que dentro de unos meses se habrá muerto. Según él, Donté Drumm no tiene nada que ver con el asesinato, y ha insinuado claramente que sabe dónde está el cadáver.
Dana se dejó caer en el sofá, hundiéndose entre cojines y mantas.
—¿Y tú lo crees?
—Me parece que sí.
—¿Cómo puedes creerlo? ¿Por qué?
—Está sufriendo, Dana; y no solo por el tumor. Sabe algo del asesinato y del cadáver; algo no, mucho, y le incomoda sinceramente que haya un inocente esperando a que lo ejecuten.
Como era una persona que pasaba gran parte de su tiempo escuchando problemas delicados de otras personas, y dando consejos y opiniones merecedores de su confianza, Keith se había convertido en un observador astuto y perspicaz, que rara vez se equivocaba. Dana, en cambio, reaccionaba con mayor rapidez; le era mucho más fácil criticar y juzgar, y también equivocarse.
—¿Qué piensas, pastor? —preguntó.
—Vamos a tomarnos una hora solo para investigar. Vamos a comprobar dos cosas: ¿es verdad que está en libertad condicional? Y si lo está, ¿quién es su supervisor? ¿Es paciente de St. Francis? ¿Tiene un tumor cerebral? Y si lo tiene, ¿es terminal?
—Será imposible conseguir el historial médico sin su consentimiento.
—Ya, pero a ver qué podemos confirmar. Llama al doctor Herzlich. ¿Estuvo ayer en la iglesia?
—Sí.
—Ya me lo parecía. Llámalo e indaga un poco. En principio, mañana le toca guardia en St. Francis. Llama a la comisión de libertad condicional, a ver qué averiguas.
—¿Y se puede saber qué harás tú, mientras yo les saco humo a los teléfonos?
—Navegar por internet, tratando de encontrar algo sobre el asesinato, el juicio, el acusado y todo lo demás.
Se levantaron. Ahora tenían prisa.
—¿Y si todo es verdad, Keith? —preguntó Dana—. ¿Y si nos convencemos de que ese mal bicho dice la verdad?
—Pues algo tendremos que hacer.
—¿Como qué?
—No tengo ni la más remota idea.
El padre de Robbie Flak compró la antigua estación ferroviaria del centro de Slone en 1972, cuando Robbie aún iba al instituto, justo antes de que el ayuntamiento la derribase. El señor Flak padre había ganado algo de dinero demandando a empresas prospectoras, y necesitaba gastar una parte. Él y sus socios reformaron la estación y se establecieron allí durante veinte años francamente prósperos. No es que fueran ricos, al menos según criterios texanos, pero eran abogados de éxito, y el pequeño bufete tenía buena reputación en la ciudad.
Entonces llegó Robbie. Empezó a trabajar en el bufete antes de cumplir los veinte años, y los demás abogados no tardaron mucho tiempo en descubrir que era distinto. Mostraba poco interés por los beneficios, pero le consumía la injusticia social. Instaba a su padre a aceptar casos de derechos civiles, de discriminación por edad o sexo, de especulación inmobiliaria, de brutalidad policial… El tipo de trabajo que en una ciudad pequeña del Sur puede condenar al ostracismo. De gran inteligencia y desparpajo, Robbie se graduó en tres años, en el Norte, y sus estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas en Austin fueron un paseo. No hizo una sola entrevista de trabajo; ni una sola vez pensó en trabajar en otro sitio que en la estación ferroviaria del centro de Slone, donde había tanta gente a quien quería demandar, tantos clientes maltratados y humillados que lo necesitaban…
Con su padre todo fueron peleas desde el primer día. Los demás abogados, o bien se jubilaron o cambiaron de bufete. En 1990, a los treinta y cinco años, Robbie demandó al ayuntamiento de Tyler, Texas, por discriminación inmobiliaria. El juicio, celebrado en Tyler, duró un mes, y en un momento dado Robbie no tuvo más remedio que contratar guardaespaldas, porque las amenazas de muerte se habían vuelto demasiado verosímiles. El veredicto del jurado —noventa millones de dólares— convirtió a Robbie Flak en una leyenda, un hombre rico y un abogado radical sin cortapisas, que ahora tenía dinero para armar más ruido del que pudiera haberse imaginado. Su padre, para no ser un estorbo, se retiró y se dedicó a jugar al golf. La primera mujer de Robbie no vio la hora de volver a St. Paul con un pellizco del pastel.
El bufete de abogados Flak se convirtió en el principal destino de quienes, en mayor o menor medida, se consideraban desairados por la sociedad. Insultados, acusados, maltratados, heridos: todos acababan recurriendo al señor Flak. Para seleccionar los casos, Robbie contrató a montones de abogados jóvenes y a técnicos legales. Inspeccionaba a diario las redes, cogía las buenas piezas y el resto lo echaba al mar. Primero el bufete creció, y después sufrió una implosión. Volvió a crecer, y el núcleo se le fundió otra vez. El desfile de abogados era constante. Robbie los demandaba, y ellos a él. El dinero se evaporó, hasta que Robbie ganó una fortuna con otro caso importante. El punto más bajo de su pintoresca trayectoria fue cuando pilló a su contable en un desfalco, y lo golpeó con un maletín. Se salvó de una condena seria negociando una sentencia de treinta días de cárcel por un delito menor. La noticia salió en primera plana, y Slone la siguió hasta el menor detalle. A Robbie, ansioso —cómo no— de publicidad, le preocupó más la mala prensa que ir a la cárcel. El colegio de abogados de su estado hizo pública una reconvención y lo suspendió noventa días del ejercicio de su profesión. Era su tercer rifirrafe con el comité de ética, y se prometió que no sería el último. Su segunda esposa acabó marchándose con un buen cheque.
Su vida era tan caótica y escandalosa como su personalidad, en conflicto constante consigo mismo y con su entorno, pero nunca aburrida. A sus espaldas se le llamaba a menudo «Robbie Flake»,* y cuando empezó a beber más de la cuenta pasó a ser «Robbie Flask».** Sin embargo, a pesar de su vida tumultuosa, las resacas, mujeres locas, socios hostiles, economía precaria, causas perdidas y burlas de los poderosos, Robbie Flak llegaba cada mañana a primera hora a la estación con la férrea determinación de pasarse el día luchando por la gente corriente. Y no siempre esperaba a que lo buscaran. Si llegaba a sus oídos alguna injusticia, a menudo cogía el coche y salía en su busca. Este celo infatigable lo llevó al proceso judicial que más dio que hablar en toda su trayectoria.
En 1998, Slone quedó traumatizado por el crimen más sonado de su historia. Una alumna de último curso de instituto, Nicole Yarber, desapareció a los diecisiete años y no volvió a ser vista viva ni muerta. Durante dos semanas, la ciudad quedó en suspenso, mientras miles de voluntarios peinaban callejones, campos, zanjas y edificios abandonados. La búsqueda fue en vano.
Nicole era una chica popular, una alumna con buenas calificaciones, miembro de los clubes habituales y asidua al oficio religioso dominical de la Primera Iglesia Baptista, en cuyo coro juvenil cantaba a veces. Sin embargo, su máximo logro era ser animadora en el instituto de Slone. En último curso la habían nombrado capitana del equipo, tal vez el puesto más envidiado de todo el colegio, al menos para las chicas. Salía de modo intermitente con un chico, un jugador de fútbol americano que tenía grandes sueños pero un talento limitado. La noche de su desaparición acababa de hablar por el móvil con su madre, y le había prometido llegar a casa antes de las doce. Era un viernes de principios de diciembre. Los Slone Warriors no tenían más partidos por delante, y la vida había vuelto a la normalidad. Más tarde, la madre de Nicole declaró —y el registro telefónico así lo confirmó— que ella y Nicole hablaban como mínimo seis veces al día por el móvil. También se mandaban un promedio de cuatro mensajes de texto. Siempre estaban en contacto, y la idea de que Nicole se escapara sin decirle nada a su madre era inconcebible.
Nicole no tenía antecedentes de problemas emocionales, trastornos alimentarios, conducta desordenada, atención psiquiátrica o consumo de drogas. Sencillamente, desapareció. Sin testigos. Sin explicaciones. Nada. Se sucedieron las vigilias de oración en las iglesias y colegios. Se instauró una línea telefónica especial que tuvo gran afluencia de llamadas, aunque ninguna de ellas resultó ser creíble. También se creó una página web para supervisar la búsqueda y filtrar rumores. Llegaron a la ciudad una serie de expertos, reales y falsos, para dar consejo. Sin que nadie lo llamara apareció un médium, pero se marchó al ver que no conseguía dinero. A medida que se alargaba la búsqueda, la ciudad se convirtió en un hervidero de chismes, y apenas se hablaba de otra cosa. Frente a la casa de Nicole había un coche patrulla las veinticuatro horas del día, al parecer como consuelo para la familia. La única cadena de televisión de Slone contrató a otro reportero novato para que llegara al fondo del asunto. Los voluntarios buscaban debajo de las piedras, mientras la investigación se ampliaba a todo el entorno rural. Se instalaron cerrojos en puertas y ventanas. Los padres dormían con sus armas de fuego en la mesilla de noche. Los niños pequeños eran objeto de una estrecha vigilancia por parte de padres y canguros. Los predicadores reescribían sus sermones para subrayar su oposición al mal. Durante la primera semana, la policía daba partes diarios, pero al advertir que no había ninguna novedad empezó a hacerlo en días alternos. Aguardaban expectantes, a la espera de una pista: una llamada inesperada por teléfono, un delator en busca de la recompensa… Se rezaba por que hubiera alguna novedad.
Y llegó, dieciséis días después de la desaparición de Nicole. A las 4.33 de la madrugada sonó dos veces el teléfono del detective Drew Kerber, que al final lo cogió. Aunque estaba agotado, no había dormido bien. Apretó instintivamente un botón para grabar la llamada. He aquí la grabación, reproducida mil veces desde entonces:
Kerber: ¿Diga?
Voz: ¿Es el detective Kerber?
Kerber: Sí. ¿De parte?
Voz: No tiene importancia. Lo importante es que sé quién la mató.
Kerber: Necesito su nombre.
Voz: De eso nada, Kerber. ¿Quiere que hablemos de la chica?
Kerber: Adelante.
Voz: Salía con Donté Drumm. Un gran secreto. Ella intentaba romper, pero él no la dejaba.
Kerber: ¿Quién es Donté Drumm?
Voz: Vamos, detective, que a Drumm lo conoce todo el mundo. Es el asesino. La pilló a la salida del centro comercial y la tiró por el puente de la carretera 244. Está en el fondo del Red River.
La llamada se cortó. Siguieron su rastro hasta una cabina de una tienda abierta las veinticuatro horas de Slone, donde acababa la pista.
El detective Kerber ya conocía los rumores sordos de que Nicole salía con un jugador negro de fútbol americano, pero nadie había podido verificarlos. El novio de Nicole lo desmentía rotundamente. Según él, llevaban un año saliendo de modo intermitente, y estaba seguro de que Nicole aún no era sexualmente activa. Sin embargo, como tantos rumores demasiado soeces para no escucharlos, aquel no desapareció. Era tan repugnante, y con tanto potencial explosivo, que hasta entonces Kerber no había querido comentárselo a los padres de Nicole.
Kerber se quedó mirando el teléfono. Luego sacó la cinta, fue en coche a la comisaría de Slone, se preparó una cafetera y volvió a escuchar la grabación. Estaba eufórico, impaciente por dar la noticia a su equipo de investigación. Ahora encajaba todo: los amores adolescentes e interraciales —lo cual seguía siendo tabú en el este de Texas—, la tentativa de ruptura por parte de Nicole y la reacción violenta de su amante despechado. Tenía toda la lógica del mundo.
Ya tenían al culpable.
Dos días más tarde, Donté Drumm fue detenido y acusado del secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato de Nicole Yarber. Confesó, y reconoció haber arrojado el cadáver al Red River.
Robbie Flak y el detective Kerber tenían a sus espaldas una relación rayana en lo violento. A lo largo de los años habían chocado varias veces en casos criminales. El odio de Kerber al abogado era el mismo que sentía por todos los sinvergüenzas que representaban a criminales. Flak, por su parte, consideraba a Kerber un matón, un policía sin escrúpulos y un hombre peligroso con placa y pistola, dispuesto a todo con tal de lograr una condena. Una vez, durante una declaración memorable ante un jurado, Flak pilló a Kerber mintiendo descaradamente, y para subrayar lo evidente le gritó al testigo:
—Usted es un mentiroso de mierda, ¿no, Kerber?
El resultado fue una amonestación, una acusación de desacato, la exigencia de que pidiera disculpas a Kerber y a los miembros del jurado y una multa de quinientos dólares, pero su cliente fue absuelto, que era lo único importante. En toda la historia del Colegio de Abogados del condado de Chester, ninguno de sus miembros había sido acusado tan a menudo de desacato como Robbie Flak, récord del que se enorgullecía claramente.
En cuanto oyó la noticia de la detención de Donté Drumm, empezó a llamar como un loco por teléfono, y salió para el barrio negro de Slone, que conocía bien. Lo acompañaba Aaron Rey, un antiguo pandillero que había estado en la cárcel por distribución de droga y que ahora tenía un trabajo remunerado para el bufete Flak como guardaespaldas, recadero, chófer, investigador y todo lo que Robbie pudiera necesitar. Rey llevaba como mínimo dos pistolas encima, y otras dos en una cartera; todas legales, ya que Flak le había devuelto sus derechos civiles, y ahora podía incluso votar. Si de algo andaba escaso Robbie Flak en Slone no era precisamente de enemigos, aunque todos ellos conocían a Aaron Rey.
La madre de Drumm trabajaba en el hospital. Su padre era camionero para una serrería del sur de la localidad. El matrimonio y sus cuatro hijos vivían en una casita de madera blanca con luces navideñas en torno a las ventanas y una guirnalda en la puerta. El pastor de la familia llegó poco después de Robbie. Estuvieron varias horas hablando. Los padres estaban desorientados, destrozados, furiosos y con un miedo cerval; también agradecidos por la visita del señor Flak. No sabían qué hacer.
—Puedo intentar que pongan el caso en mis manos —dijo Robbie.
Accedieron.
Nueve años más tarde seguía en las mismas manos.
El lunes 5 de noviembre, Robbie llegó temprano a la estación. Había trabajado el sábado y el domingo, y no se sentía nada descansado a causa del fin de semana. Estaba de un humor taciturno, por no decir de perros. Le esperaban cuatro días de puro caos, una vorágine de acontecimientos, algunos previstos, otros en absoluto. El jueves a las seis de la tarde, pasado el temporal, vio que probablemente tendría que ir a la cárcel de Huntsville y, en una sala de testigos llena a rebosar, cogerle a Roberta Drumm la mano mientras el estado de Texas le inyectaba a su hijo sustancias químicas en cantidad suficiente como para matar a un caballo.
Sería su segunda visita a Huntsville.
Apagó el motor de su BMW, pero no conseguía desabrocharse el cinturón. Con el volante en las dos manos, miraba sin ver por el retrovisor.
Llevaba nueve años peleándose por Donté Drumm. Jamás había librado una guerra tan feroz. Durante el absurdo juicio en el que habían declarado culpable del asesinato a Donté, Robbie había luchado como un loco. Había insultado a los tribunales de apelación, eludido la ética y esquivado la ley; había afirmado la inocencia de su cliente en artículos enervantes, y pagado a expertos para que pergeñasen novedosas teorías que no convencían a nadie. Había importunado al gobernador hasta el punto de que ya no le devolvía nadie sus llamadas, ni siquiera los últimos del escalafón. Había presionado a políticos, grupos pro inocencia,* asociaciones religiosas, colegios de abogados, defensores de los derechos civiles, la ACLU,** Amnistía Internacional, abolicionistas de la pena de muerte y todo aquel que pudiese hacer algo para salvar a su cliente, por remota que fuera la posibilidad; y ni por esas se paraba el reloj, sino que cada día era más fuerte su tictac.
Durante ese tiempo, Robbie Flak se había gastado todo su dinero, quemado todos los puentes e indispuesto con casi todos sus amigos, y estaba al borde del agotamiento y a punto de zozobrar. Llevaba tanto tiempo desgañitándose que ya no lo escuchaba nadie. Para la mayoría de los observadores solo era otro abogado gritón que pregonaba a los cuatro vientos la inocencia de su cliente, lo cual no era precisamente nada raro.
El caso lo había puesto al límite, y cuando se acabase, cuando el estado de Texas lograse al fin ejecutar a Donté, Robbie tenía serias dudas de poder seguir. Sus planes eran irse a vivir a otro lugar, vender sus fincas, jubilarse, mandar a la mierda a Slone y a Texas e instalarse en las montañas, por ejemplo en Vermont, donde en verano hacía fresco y donde estaba abolida la pena de muerte.
Se encendieron las luces de la sala de reuniones. Ya había alguien dentro, haciendo los preparativos para aquella semana infernal. Finalmente, Robbie bajó del coche y entró. Habló con Carlos, uno de sus técnicos legales de toda la vida, y estuvieron unos minutos tomando café. El tema de conversación pasó rápidamente al fútbol americano.
—¿Viste a los Cowboys? —preguntó Carlos.
—No, no pude. He oído que Preston tuvo el día.
—Más de doscientos metros. Tres touchdown.
—Yo ya no soy de los Cowboys.
—Yo tampoco.
Un mes antes, Rahmad Preston había estado en la sala de reuniones, firmando autógrafos y posando para las fotos. Primo lejano de un preso ejecutado en Georgia diez años atrás, había adoptado la causa de Donté Drumm y tenía grandes planes de enrolar a otros pesos pesados de los Cowboys y de la Liga Nacional de Fútbol (la NFL) que apoyasen la causa. Pensaba hablar con el gobernador, con la comisión de libertad condicional, con peces gordos del mundo empresarial, con políticos, con un par de raperos a quienes decía conocer bien y tal vez con gente de Hollywood. Encabezaría tal desfile que el estado no tendría más remedio que cambiar de postura. Al final, sin embargo, lo de Rahmad había resultado ser mera palabrería. Enmudeció de golpe; estaba «recluido», al decir de su agente, que lo atribuyó a que la causa distraería demasiado al gran jugador. Robbie, que veía conspiraciones por todas partes, sospechaba que la dirección de los Cowboys y su red de empresas patrocinadoras habían ejercido algún tipo de presión sobre Rahmad.
A las ocho y media toda la plantilla ya estaba en la sala, y Robbie dio por empezada la reunión. En aquel momento no tenía socios —el último se había ido por diferencias que aún estaban dirimiéndose en los tribunales—, pero sí a dos abogados a sueldo, dos técnicos legales, tres secretarias y Aaron Rey, que nunca se apartaba de su lado y que tras quince años con Robbie sabía más de derecho que la mayoría de los técnicos curtidos. También estaba en la reunión un abogado de Amnesty Now, un grupo pro derechos humanos con sede en Londres que había dedicado miles de horas de personal cualificado a las apelaciones del caso Drumm. Desde Austin participaba por teleconferencia un abogado, un letrado experto en apelaciones proporcionado por el Texas Capital Defender Group, el grupo texano de defensa de los condenados a muerte.
Robbie expuso sus planes para la semana. Quedaron definidos los deberes, distribuidas las tareas y aclaradas las responsabilidades. Intentó parecer optimista, esperanzado y confiado en la inminencia de un milagro.
El milagro se fraguaba lentamente a unos seis mil quinientos kilómetros al norte, en Topeka, Kansas.
Algunos datos fueron fáciles de confirmar. Llamando por teléfono desde St. Mark, sin desviarse de su cometido —el seguimiento de quienes tenían la bondad de visitar su iglesia—, Dana conversó con el supervisor de Anchor House, la casa de reinserción, que dijo que Boyette llevaba tres semanas con ellos. La duración prevista de su «estancia» era de noventa días. Después, si nada se torcía, sería un hombre libre, sujeto, eso sí, a una serie de requisitos bastante rigurosos que establecía la libertad condicional. En esos momentos el centro alojaba a veintidós inquilinos, exclusivamente varones, y estaba bajo la jurisdicción de la Dirección General de Prisiones. A Boyette se le pedía lo mismo que a todos: que saliera cada mañana a las ocho y volviera cada tarde a las seis, para cenar. Estaba bien visto que buscasen trabajo. El supervisor solía tenerlos ocupados en el mantenimiento de la casa, y en trabajos esporádicos a tiempo parcial. Boyette trabajaba cuatro horas al día (a siete dólares por hora) mirando cámaras de seguridad en el sótano de un edificio del gobierno. Era responsable, pulcro, hablaba poco y de momento no había dado ningún problema. Por lo general todos se portaban muy bien, ya que cualquier infracción de una regla, o cualquier incidente desagradable, podía devolverlos a la cárcel. Veían, palpaban y olían la libertad, y no tenían ganas de fastidiarla.
Sobre el bastón, el supervisor sabía poco. Boyette ya lo llevaba el primer día, al llegar. Sin embargo, dentro de un grupo de delincuentes aburridos hay poca intimidad, pero cotilleos a raudales; concretamente, circulaba el de que Boyette había recibido una tremenda paliza en la cárcel. En cuanto a su repulsiva trayectoria, la conocían todos, y no se acercaban demasiado a él. Era un hombre raro, reservado, que dormía solo en un cuartito, detrás de la cocina, mientras el resto lo hacía en las literas de la sala principal.
—Aunque aquí tenemos de todo —dijo el supervisor—, desde asesinos hasta carteristas, y no hacemos muchas preguntas.
Dando algún que otro rodeo, o tal vez muchos, Dana aludió de pasada a un problema médico anotado por Boyette en la tarjeta de visita que había tenido la amabilidad de rellenar (una solicitud de oración). En realidad, no había tal tarjeta. Dana pidió rápidamente perdón al Todopoderoso, justificando su mentira (pequeña e inofensiva) por lo que estaba en juego. El supervisor dijo que sí, que al ver que no paraba de hablar de sus migrañas se lo habían llevado al hospital. A aquellos tipos les encantaba la atención médica. En St. Francis le habían hecho un montón de pruebas, pero el supervisor no sabía nada más. El que Boyette tuviera unas cuantas recetas ya era algo personal, un tema médico que no les competía a ellos.
Dana le dio las gracias y le recordó que St. Mark estaba abierto a todo el mundo, incluidos los hombres de Anchor House.
A continuación llamó al doctor Herzlich, cirujano del tórax en St. Francis y feligrés de St. Mark desde hacía mucho tiempo. Dana no tenía la menor intención de indagar en el estado de salud de Travis Boyette; habría sido pasarse de la raya, y un entrometimiento que seguro que no llevaría a buen puerto. Dejaría que su marido charlase con el doctor a puerta cerrada; tal vez así, con sus voces discretas y profesionales, consiguieran hallar un terreno común. Saltó directamente el contestador, y dejó el recado de que Herzlich telefonease a su marido.
Mientras Dana llamaba por teléfono, Keith estaba pegado al ordenador, enfrascado en el caso de Donté Drumm. La página web era muy completa. Hacer clic aquí para un resumen de diez páginas con los principales datos. Hacer clic allá para una transcripción completa del juicio (mil ochocientas treinta páginas). Hacer clic más allá para los expedientes de apelación, con pruebas y testimonios (otras mil seiscientas páginas, más o menos). Había un historial judicial de trescientas cuarenta páginas, con los veredictos de los tribunales de apelación. También había un anexo sobre la pena de muerte en Texas, y otros para la galería fotográfica de Donté, Donté en el corredor de la muerte, el Fondo de Defensa de Donté Drumm, cómo ayudar, artículos de prensa y editoriales, y condenas y confesiones erróneas. El último correspondía a Robbie Flak, abogado.
Keith empezó por el resumen de los datos. Rezaba así:
En otros tiempos, la localidad texana de Slone, de cuarenta mil habitantes, estallaba en aplausos cada vez que Donté Drumm corría por el campo como intrépido linebacker, pero ahora aguarda nerviosa su ejecución.
Nacido en Marshall, Texas, en 1980, Donté Drumm fue el tercer hijo de Roberta y Riley Drumm. El cuarto nació cuatro años más tarde, poco después de que la familia se instalase en Slone, donde Riley encontró trabajo para una constructora de desagües. Los Drumm se incorporaron a la Iglesia Metodista Africana Bethel, en la que siguen participando activamente. Aquí en esta iglesia Donté fue bautizado a los ocho años. Estudió en los colegios públicos de Slone, y a los doce años destacó como deportista. De buena talla física y una velocidad excepcional, se convirtió en todo un fenómeno en el campo. A los catorce años entró como linebacker del primer equipo del instituto de Slone, donde cursaba el primer año. Fue titular tanto en segundo como en tercer curso, y ya tenía apalabrado jugar para la Universidad Estatal del Norte de Texas cuando, durante el primer cuarto del primer partido de su último año de instituto, una lesión grave de tobillo puso fin a su trayectoria deportiva. La operación salió bien, pero ya era demasiado tarde. Le retiraron la oferta de beca. La cárcel le impidió acabar los estudios. Su padre, Riley, murió de una enfermedad cardíaca en 2002, mientras Donté esperaba la ejecución.
A los quince años fue detenido y acusado de agresión. Supuestamente, él y otros dos amigos negros le habían pegado una paliza a otro chico negro detrás del gimnasio del instituto. Un tribunal de menores dirimió el caso. Al final Donté se confesó culpable, y fue puesto en libertad condicional. A los dieciséis años lo detuvieron por simple posesión de marihuana. Para entonces ya era linebacker titular, y lo conocía todo Slone. Más tarde se desestimó la acusación.
En 1999, a los diecinueve años, Donté fue hallado culpable de secuestrar, violar y asesinar a una animadora del instituto, Nicole Yarber. Ambos eran alumnos de último curso en el instituto de Slone. Los ligaba la amistad, y el haber crecido juntos en Slone, aunque Nicole (o «Nikki», como la llamaba mucha gente) lo hubiera hecho en las afueras, mientras que Donté vivía en Hazel Park, un barrio más antiguo donde predomina la clase media negra. Un tercio de la población de Slone es negra, y aunque no haya segregación en los colegios, sí existe en las iglesias y las asociaciones.
Nacida en Slone en 1981, Nicole Yarber era hija única de Reeva y Cliff Yarber, que se divorciaron cuando ella tenía dos años. Reeva volvió a casarse, y a Nicole la criaron su madre y su padrastro, Wallis Pike. El matrimonio Pike tuvo dos hijos más. Al margen del divorcio, la infancia de Nicole fue de lo más normal. Cursó la educación elemental y primaria en colegios públicos, y en 1995 entró en el instituto de Slone. (La ciudad tiene uno solo y, aparte de los típicos parvularios vinculados a la Iglesia, carece de escuelas privadas.) Al parecer Nicole, una alumna que tenía una media de notable, frustraba a sus profesores, que la veían desmotivada. Según varios boletines, debería haber sacado sobresalientes. Era una chica que caía bien, con muchos amigos, extravertida y sin antecedentes de mal comportamiento o problemas con la ley. Participaba activamente en la Primera Iglesia Baptista de Slone. Aficionada al yoga, al esquí acuático y a la música country, solicitó plaza en dos universidades: Baylor, en Waco, y Trinity, en San Antonio (Texas).
Tras el divorcio, su padre, Cliff Yarber, se fue de Slone para instalarse en Dallas, donde hizo fortuna con pequeños centros comerciales. Al parecer, trató de compensar su ausencia como padre con regalos caros. Al cumplir dieciséis años, Nicole recibió un BMW Roadster descapotable de color rojo intenso, sin duda alguna el coche más bonito del aparcamiento del instituto de Slone. Los regalos eran fuente de fricciones entre los padres divorciados. El padrastro, Wallis Pike, tenía una tienda de piensos y material agrícola, y le iba bien, pero no podía competir con Cliff Yarber.
Desde un año antes de su desaparición, aproximadamente, Nicole salió con un compañero de clase, Joey Gamble, uno de los chicos más conocidos del instituto. De hecho, en los últimos dos cursos Nicole y Joey fueron votados como los dos alumnos más populares, y posaron juntos para el anuario del centro. Joey era uno de los tres capitanes del equipo de fútbol americano. Más tarde pasó fugazmente por un equipo universitario, y acabó siendo uno de los testigos clave del juicio contra Donté Drumm.
Desde la desaparición, y el juicio subsiguiente, se han hecho muchas conjeturas sobre la relación entre Nicole Yarber y Donté Drumm, sin que se haya averiguado ni confirmado nada con claridad. Donté siempre ha dicho que eran simples conocidos, dos jóvenes que crecieron en la misma ciudad, miembros de una promoción de más de quinientos alumnos. Durante el juicio negó bajo juramento haber mantenido relaciones sexuales con Nicole, y lo ha seguido negando desde entonces; algo de lo que, por otro lado, sus amistades no han dudado nunca. Sin embargo, hay escépticos que han señalado que sería absurdo admitir una relación íntima con la mujer a quien supuestamente había asesinado. Al parecer, más de un amigo de Donté dijo que en el momento de la desaparición los dos llevaban poco tiempo saliendo juntos. Gran parte de las conjeturas se centran en los actos de Joey Gamble. Durante el juicio, este último declaró haber visto que una camioneta Ford verde se movía lenta y «sospechosamente» por el aparcamiento donde estaba el BMW de Nicole en el momento de su desaparición; una camioneta como la de los padres de Donté Drumm, que la conducía a menudo. Durante el juicio, el testimonio de Gamble fue puesto en duda, y debería haber sido recusado. La teoría es que Gamble estaba al corriente de la relación entre Nicole y Donté, y que se enfadó tanto al ser dejado al margen que ayudó a la policía a inventar sus acusaciones contra Donté Drumm.
Tres años después del juicio, un experto en análisis de voces contratado por la defensa determinó que la voz anónima que llamó al detective Kerber para darle el chivatazo de que el asesino era Donté correspondía efectivamente a la de Joey Gamble, aunque este lo niega vehementemente. En caso de ser cierto, Gamble tendría un papel considerable en la detención, acusación y condena de Donté Drumm.
Le sobresaltó una voz de otro mundo.
—Keith, es el doctor Herzlich —dijo Dana por el interfono.
—Gracias —contestó Keith.
Tras una pausa para despejarse, cogió el teléfono. Empezó por las fórmulas de cortesía habituales, pero, sabiendo que el doctor era un hombre ocupado, fue rápidamente al grano.
—Mire, doctor Herzlich, necesitaría que me hiciera un pequeño favor. Si es demasiado difícil, me lo dice y punto. Durante el oficio de ayer tuvimos un invitado, un preso que ha salido en libertad condicional y está pasando algunos meses en una casa de reinserción. Su alma está realmente atormentada. Ha venido por aquí esta mañana; de hecho se acaba de ir, y dice sufrir problemas médicos bastante graves. Lo han atendido en St. Francis.
—¿De qué favor se trata, Keith? —preguntó el doctor Herzlich, como si no tuviera mucho tiempo.
—Si tiene prisa, hablamos más tarde.
—No, siga.
—Bueno, pues resulta que dice que le han diagnosticado un tumor cerebral maligno, un glioblastoma. Dice que es mortal, y que no le queda mucho tiempo de vida. Quería saber hasta qué punto podría usted comprobarlo. No le estoy pidiendo un informe confidencial, entiéndame; ya sé que no es paciente suyo, y no quiero infringir ninguna norma. No es lo que le pido. Ya me conoce.
—¿Por qué duda de él? ¿Qué sentido tiene decir que se sufre un tumor cerebral y que eso no sea cierto?
—Es un criminal profesional, doctor; se ha pasado toda la vida entre barrotes, y probablemente no diferencie muy bien entre la verdad y la mentira. Además, yo no he dicho que dude de él. En mi despacho ha tenido dos episodios de dolor de cabeza intenso, y la verdad es que dolía solo de verlo. Lo único que quiero es confirmar lo que me ha dicho. Nada más.
Se produjo una pausa, como si el doctor estuviera comprobando que no hubiera oídos indiscretos.
—No puedo meterme muy a fondo, Keith. ¿Sabe quién es el médico?
—No.
—Bueno, pues dígame un nombre.
—Travis Boyette.
—Me lo apunto. Deme un par de horas.
—Gracias, doctor.
Keith colgó rápidamente y volvió a la historia de Texas. Siguió leyendo el resumen de los hechos:
Nicole desapareció el viernes 4 de diciembre de 1998 por la noche. Pasó la tarde con unas amigas, en el cine del único centro comercial de Slone. Después de la película, las cuatro cenaron una pizza en un restaurante del propio centro. Al entrar en el restaurante conversaron un rato con dos chicos, uno de los cuales era Joey Gamble. Mientras se comían la pizza, decidieron ir a casa de Ashley Verica para ver la tele hasta tarde. En el momento en que salían las cuatro chicas del local, Nicole dijo que se iba al servicio. Sus tres amigas no la vieron nunca más. Nicole llamó a su madre y le prometió que estaría en casa a las doce, que era su toque de queda. Luego se esfumó. Una hora más tarde llamaron sus amigas, preocupadas. Al cabo de dos horas se halló su BMW rojo en el aparcamiento del centro comercial, donde lo había dejado. Seguía cerrado con llave, sin indicios de forcejeo ni de nada extraño; tampoco de Nicole. En su familia, y entre sus amigos, cundió el pánico, y empezó la búsqueda.
Sospechando de buenas a primeras algo raro, la policía puso en marcha un gran dispositivo para encontrar a Nicole. Hubo miles de voluntarios, y durante varios días y semanas la ciudad y el condado fueron registrados más a fondo que en toda su historia, pero no se encontró nada. Las cámaras de vigilancia del centro comercial no fueron de ninguna ayuda, porque estaban demasiado lejos y les faltaba definición. Nadie comunicó haber visto salir a Nicole del centro comercial y acercarse a su coche. Cliff Yarber ofreció cien mil dólares de recompensa a cambio de cualquier información. En vista de que esa suma resultó ineficaz, la elevó a doscientos cincuenta mil.
El primer avance en la investigación se produjo el 16 de diciembre, a los doce días de la desaparición de Nicole. Dos hermanos estaban pescando en un banco de arena de Red River, cerca de un embarcadero que recibía el nombre de Rush Point, cuando uno de los dos pisó un trozo de plástico. Era el carnet del gimnasio de Nicole. Al remover el barro y la arena, encontraron otro: el del instituto de Slone, que la acreditaba como alumna. Uno de los hermanos reconoció el nombre. Fueron directamente en coche a la comisaría de Slone.
Rush Point queda a algo más de sesenta kilómetros al norte del límite municipal.
Los investigadores de la policía, con el detective Drew Kerber al mando, tomaron la decisión de reservarse la noticia de los carnets del gimnasio y del instituto, con el argumento de que la mejor estrategia era encontrar el cadáver en primer lugar. Su búsqueda del río hasta varios kilómetros al este y al oeste de Rush Point fue tan exhaustiva como inútil. La policía del estado aportó varios equipos de buzos, pero no apareció nada más. Se puso sobre aviso a las autoridades, hasta casi doscientos kilómetros río abajo, con la petición de que estuvieran alertas.
—Keith, el auditor. Línea dos —anunció Dana por el interfono.
Keith echó un vistazo a su reloj: las once menos diez de la mañana. Sacudió la cabeza. En un momento así, a quien menos ganas tenía de oír era al auditor de la iglesia.
—¿Hay papel en la impresora? —preguntó.
—No lo sé —replicó Dana—. Voy a mirarlo.
—Cárgala, por favor.
—A sus órdenes.
Keith pulsó a regañadientes la línea dos e inició una conversación anodina pero no muy extensa sobre las finanzas de la iglesia a fecha de 31 de octubre. Escuchaba las cifras a la vez que tecleaba, imprimiendo las diez páginas de resumen de los hechos, las treinta de artículos y editoriales de prensa, un resumen de la práctica de la pena de muerte en Texas y el testimonio de Donté sobre la vida en el corredor de la muerte. Ante el aviso de que faltaba papel en la impresora, pulsó sobre la galería fotográfica de Donté y miró las imágenes. Donté de niño, con sus padres, dos hermanos mayores y una hermana pequeña; varias instantáneas de Donté como linebacker; una foto policial en primera plana del Slone Daily News; Donté esposado, al entrar en el juzgado; más fotos del juicio; y, por último, las fotos anuales de la cárcel, desde la mirada chulesca de la de 1999 hasta el rostro enjuto y ya envejecido a los veintisiete años de la de 2007.
Al acabar de hablar con el auditor, Keith salió del despacho y se sentó delante de su esposa, que ordenaba los papeles de la impresora, mirándolos por encima.
—¿Has leído esto? —preguntó Dana, enseñándole un fajo de papel.
—¿El qué? Hay cientos de páginas.
—Escucha. —Empezó a leer—: «El hecho de que no se haya encontrado el cadáver de Nicole Yarber podría haber entorpecido el proceso en algunas jurisdicciones, pero no en Texas. De hecho, Texas es uno de los estados donde rige una jurisprudencia bien definida según la cual la acusación de un homicidio puede seguir adelante aunque no existan pruebas claras de que se haya producido el delito en cuestión. No siempre es necesario un cadáver».
—No, no he llegado tan lejos —dijo Keith.
—¿A que parece increíble?
—No sé qué decir.
Sonó el teléfono. Lo cogió Dana, que informó bruscamente a su interlocutor de que el pastor no se podía poner.
—Bueno, pastor —dijo al colgar—, ¿cuál es el plan?
—Ninguno. El paso siguiente, el único que se me ocurre ahora mismo, es volver a hablar con Travis Boyette. Si admite que sabe dónde está o estaba el cadáver, lo presionaré para que reconozca que es el asesino.
—¿Y si lo reconoce?
—No tengo ni idea.
El investigador siguió a Joey Gamble durante tres días antes de establecer contacto con él. Gamble ni se escondía ni fue difícil de localizar. Trabajaba como subdirector en un enorme almacén de repuestos de coche a buen precio en Mission Bend, un barrio de las afueras de Houston. Era su tercer trabajo en cuatro años. Tenía a sus espaldas un divorcio, y tal vez otro en el horizonte. Ya no vivía con su segunda mujer; se habían retirado a terreno neutral, donde los abogados permanecían a la espera. No había mucho que disputarse, al menos en términos de bienes. Tenían un solo hijo, un niño pequeño con autismo cuya custodia, en el fondo, no deseaban ni el padre ni la madre, así que de todos modos se peleaban.
La ficha de Gamble era tan antigua como el caso mismo. El investigador se la sabía de memoria. Al salir del instituto jugó durante un año en un equipo universitario de fútbol americano, y luego dejó los estudios. Estuvo unos años en Slone, trabajando en varias cosas y pasando casi todo el tiempo libre en el gimnasio, donde tomaba esteroides y se iba convirtiendo en un coloso. Presumía de querer dedicarse profesionalmente al culturismo, pero al final, cansado del esfuerzo, se casó con una chica de la zona, se divorció, se fue a vivir a Dallas y la vida lo llevó hasta Houston. Según el anuario del instituto de la promoción de 1999, si no le salía bien lo de la NFL pensaba dedicarse a explotar un rancho ganadero.
Ninguna de las dos posibilidades le había salido bien. Cuando el investigador se dio a conocer, Joey tenía un sujetapapeles en la mano, y miraba ceñudo un muestrario de limpiaparabrisas. En el largo pasillo no había nadie. Era lunes, casi mediodía, y la tienda estaba prácticamente vacía.
—¿Tú eres Joey? —preguntó el investigador, con una sonrisa forzada bajo el poblado bigote.
Joey miró la tarjeta de plástico que tenía sobre el bolsillo de la camisa.
—Servidor.
Trató de corresponder a la sonrisa. A fin de cuentas era una tienda, y había que adorar al cliente; claro que aquel tipo no parecía un cliente.
—Me llamo Fred Pryor. —La mano derecha salió disparada como la de un boxeador buscando la barriga del adversario—. Soy investigador privado. —Joey la cogió casi por instinto de autodefensa. Se las estrecharon durante unos segundos incómodos—. Encantado.
—Mucho gusto —dijo Joey, con el radar a pleno funcionamiento.
Pryor era un individuo de unos cincuenta años, pecho fornido y una cara redonda de hombre duro, cuyo pelo gris requería cuidados matinales. Llevaba una americana azul corriente, pantalones marrones de poliéster de cintura demasiado estrecha y, cómo no, botas en punta, bien abrillantadas.
—¿Investigador de qué tipo? —preguntó Joey.
—No soy poli, Joey; soy investigador privado, debidamente acreditado por el estado de Texas.
—¿Lleva pistola?
—Sí. —Pryor se abrió la americana, dejando a la vista una Glock de nueve milímetros sujeta con arnés bajo la axila izquierda—. ¿Quieres ver el permiso? —preguntó.
—No. ¿Para quién trabaja?
—Para la defensa de Donté Drumm.
Los hombros se le encorvaron un poco, los ojos se le pusieron en blanco, y expulsó aire en un rápido suspiro de contrariedad, como diciendo: «Otra vez no». Pryor, sin embargo, que se lo esperaba, intervino rápidamente.
—Te invito a comer, Joey. Así hablamos. Hay un mexicano a la vuelta de la esquina. Quedamos dentro de media hora, ¿de acuerdo? Es lo único que pido. Comes gratis, y a cambio me dedicas algo de tiempo. Es probable que después nunca vuelvas a verme.
La oferta del día era bufet libre de quesadillas por seis dólares cincuenta. El médico le había aconsejado adelgazar, pero a Joey le podía la comida mexicana, sobre todo en su versión americana, con doble de grasa y frito exprés.
—¿Qué quiere? —preguntó.
Pryor miró a su alrededor, como si le escuchase alguien.
—Media hora. Mira, Joey, no soy poli; no tengo autoridad, orden judicial ni derecho a pedirte nada, pero tú conoces mejor que yo la historia.
Más tarde, Pryor informó a Robbie Flak que en ese instante el chico se desinfló, dejó de sonreír y se le cerraron los ojos a medias, adoptando un aire de sumisión y tristeza. Era como si fuera consciente de que tarde o temprano llegaría aquel día. Entonces Pryor tuvo la certeza de que se les presentaría una oportunidad.
Joey miró su reloj.
—Llegaré en veinte minutos —dijo—. Pídeme un cóctel margarita de la casa.
—Hecho.
Pryor pensó que quizá fuera problemático beber alcohol con la comida (al menos para Joey), aunque también podía ayudar.
Servían la margarita de la casa en una especie de jarra transparente redondeada, con capacidad para dar de beber a varios hombres sedientos. Al ir pasando los minutos se formó condensación en el cristal, y el hielo empezó a derretirse. Entre sorbitos de té helado con limón, Pryor mandó un mensaje a Flak: «He quedado a comer con JG. Hasta luego».
Joey, puntual, logró embutir sus nada desdeñables proporciones entre la mesa y el banco. Se acercó el vaso, cogió la caña y aspiró una cantidad impresionante de bebida alcohólica. Pryor habló de cualquier cosa, hasta que la camarera tomó nota y se fue. Entonces se le acercó y fue al grano.
—El jueves ejecutan a Donté. ¿Lo sabías?
Joey asintió lentamente. Afirmativo.
—Lo vi en el periódico. Además, ayer por la noche hablé con mi madre y me dijo que el pueblo está que arde.
La madre de Joey seguía en Slone. Su padre vivía en Oklahoma. Quizá estuvieran separados. También había un hermano mayor, en Slone, y una hermana pequeña que se había ido a vivir a California.
—Estamos tratando de impedir la ejecución, Joey, y necesitamos que nos ayudes.
—¿Quiénes?
—Trabajo para Robbie Flak.
Joey estuvo a punto de escupir.
—¿Todavía anda por ahí aquel loco?
—Pues claro que sí. En eso no cambiará. Ha representado a Donté desde el primer día, y estoy seguro de que el jueves por la noche estará en Huntsville, a las duras y a las maduras. Eso si no conseguimos impedir la ejecución.
—En el periódico ponía que se han acabado los recursos. Ya no hay nada que hacer.
—Es posible, pero no hay que dar nada por perdido. ¿Cómo vamos a darlo por perdido, habiendo una vida humana en juego?
Dio otra chupada a la caña. Pryor tuvo la esperanza de que fuera un borracho pasivo, de los que beben y es como si se fundieran con el mobiliario, en contraste con los conflictivos, los que se echan dos copas entre pecho y espalda y espantan a la clientela.
Joey hizo ruido con los labios.
—Supongo que tú estás convencido de que es inocente, ¿no? —dijo.
—Pues sí, siempre lo he estado.
—¿Basándote en qué?
—Basándome en la falta total de pruebas físicas, y en que Donté tuviera una coartada y estuviera en otro sitio; basándome en que su confesión es más falsa que un billete de tres dólares; basándome en que ha superado al menos cuatro pruebas del polígrafo; y basándome en que siempre ha negado cualquier implicación. Y ya que ha salido el tema, Joey, basándome en que tu declaración en el juicio no había quien se la creyese. Tú no viste ninguna camioneta verde en el aparcamiento, cerca del coche de Nicole. Era imposible. Saliste del centro comercial por la entrada del cine. Ella había aparcado en el lado oeste, en la otra punta del centro. Te inventaste el testimonio para ayudar a la poli a pillar al sospechoso.
No hubo explosión, ni rabia. Joey lo encajó bien, como un niño a quien pillan in fraganti con una moneda robada y es incapaz de decir nada.
—Sigue —dijo.
—¿Quieres oírlo?
—Seguro que ya lo he oído.
—¡Ya lo creo que sí! Lo oíste hace ocho años en el juicio. Se lo explicó el señor Flak al jurado. Tú estabas colado por Nicole, pero ella por ti no. El típico drama de instituto. Salíais muy de tarde en tarde, pero nada de sexo; una relación bastante tormentosa. En un momento dado, sospechaste que salía con otro. Resultó ser Donté Drumm, lo cual, en Slone y en muchos otros pueblos, podía crear problemas de los gordos. Nadie estaba seguro, pero los rumores corrían como la pólvora. Es posible que ella buscara algo con él, aunque él lo niega; de hecho, lo niega todo. Luego ella desapareció, y tú viste la oportunidad de cargarte al tío. Y vaya si te lo cargaste: lo mandaste al corredor de la muerte, y ahora estás a punto de ser culpable de que lo maten.
—¿O sea que toda la culpa la tengo yo?
—Pues sí. Tu testimonio lo situaba en el lugar del crimen; al menos el jurado lo interpretó así. Casi era cómico, de tan incoherente, pero el jurado se moría de ganas de creerlo. Tú no viste ninguna camioneta verde. Era mentira. Te lo inventaste. También fuiste tú quien llamó al detective Kerber por teléfono y le dio el falso chivatazo. El resto ya es historia.
—Yo no llamé a Kerber.
—Claro que sí. Lo han demostrado los expertos. Ni siquiera intentaste cambiar la voz. Según nuestros análisis, habías bebido, pero no estabas borracho. Se te atropellaron algunas palabras. ¿Quieres ver el informe?
—No. El tribunal no lo admitió a juicio.
—Eso fue porque no nos enteramos de tu llamada hasta después del juicio, y porque lo escondieron la poli y la acusación, lo cual debería haber bastado para que anulasen el juicio; pero claro, eso aquí en Texas no suele pasar.
Llegó la camarera con una bandeja de quesadillas muy calientes, todas para Joey. Pryor cogió su ensalada de tacos y pidió más té.
—Entonces, ¿quién la mató? —dijo Joey tras algunos mordiscos generosos.
—¡Quién sabe! Ni siquiera hay pruebas de que esté muerta.
—Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto.
—Ya, pero el cadáver no. Que sepamos, podría estar viva.
—Eso tú no lo crees.
Un trago de margarita, para deshacer el nudo.
—No, la verdad es que no. Yo estoy seguro de que está muerta, aunque ahora mismo da igual. Se nos echa el tiempo encima, Joey, y necesitamos que nos ayudes.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Retractarte, retractarte y rectractarte. Firmar una declaración con la verdad. Decirnos qué viste realmente aquella noche, o sea: nada.
—Vi una camioneta verde.
—Tu amigo no vio ninguna camioneta verde, a pesar de que salisteis juntos del centro comercial. A él no le comentaste nada. De hecho, no le comentaste nada a nadie durante más de dos semanas, hasta que oíste el rumor de que habían encontrado los carnets del gimnasio y del instituto en el río. Fue cuando inventaste tu historia, Joey; cuando tomaste la decisión de cargarte a Donté. Te indignaba que Nicole prefiriera a un negro. Le diste a Kerber el chivatazo anónimo por teléfono, y se armó la gorda. La poli estaba desesperada, y fue tan estúpida que no vio el momento de seguir con tu ficción. Funcionó perfectamente. Le arrancaron a golpes una confesión. Solo tardaron quince horas. Y luego, ¡bingo! En primera plana: «Donté Drumm confiesa». A partir de ese momento, tu memoria hizo milagros. De repente te acordabas de haber visto una camioneta verde, idéntica a la de los Drumm, que aquella noche se movía sospechosamente por el centro comercial. ¿Cuándo le dijiste a la poli lo de la camioneta, Joey? ¿Al cabo de tres semanas?
—Sí que vi una camioneta verde.
—¿Era una Ford, Joey, o solo decidiste que lo era porque los Drumm tenían una Ford? ¿Viste de verdad que la conducía un negro, o solo fueron imaginaciones tuyas?
Para no contestar, Joey se embutió en la boca media quesadilla y la masticó despacio. Al mismo tiempo observó a los demás clientes, que no podían o no querían mirarlo a los ojos. Pryor comió un poco y siguió. Pronto se le acabaría la media hora.
—Mira, Joey —dijo, suavizando mucho el tono—, podríamos pasarnos varias horas discutiendo sobre el caso, pero no he venido a eso. He venido a hablar de Donté. Erais amigos. Crecisteis juntos, y estuvisteis… ¿cuánto, cinco años en el mismo equipo? Pasasteis muchas horas juntos en el campo. Ganasteis juntos y perdisteis juntos. ¡Si el último año fuistes capitanes, caray! Piensa en su familia, en su madre, en sus hermanos; piensa en el pueblo, Joey; piensa en lo mal que acabará todo si lo ejecutan. Tienes que ayudarnos, Joey. Donté no ha matado a nadie. Ha sido una condena injusta desde el primer día.
—No era yo consciente de ser tan poderoso.
—Ya. La cosa está difícil. A los tribunales de apelación no les gustan mucho los testigos que cambian de postura de la noche a la mañana varios años después del juicio y horas antes de la ejecución. Tú nos das la declaración jurada y nosotros corremos a los tribunales y gritamos todo lo que podamos, pero tenemos las de perder. De todos modos, hay que intentarlo. A estas alturas lo intentaremos todo.
Joey removió la margarita con la caña y bebió un poco. Después se limpió la boca con una servilleta de papel.
—¿Sabes que no es la primera vez que tengo esta conversación? —dijo—. Hace unos años me llamó el señor Flak y me pidió que pasara por su despacho. Fue mucho después del juicio. Creo que estaba preparando los recursos. Me suplicó que cambiara mi versión y que contase su versión de lo ocurrido. Yo le dije que se fuera a freír espárragos.
—Ya lo sé. Llevo mucho tiempo trabajando en el caso.
Tras haberse zampado la mitad de las quesadillas, Joey perdió bruscamente su interés por la comida, apartó la bandeja y se puso la margarita delante. La removió despacio, viendo cómo el líquido daba vueltas en el vaso.
—Ahora es muy diferente, Joey —dijo Pryor con suavidad, pero ejerciendo una cierta presión—. Falta poco para que termine el primer cuarto, y a Donté casi se le ha acabado el partido.
La gruesa pluma de color marrón prendida al bolsillo de la camisa de Pryor era en realidad un micrófono. Junto a la pluma, completamente visible, había un bolígrafo de verdad, con su tinta y su bola, por si acaso tenía que escribir algo. Entre el bolsillo de la camisa y el bolsillo izquierdo de delante de los pantalones, donde llevaba el móvil, se ocultaba un fino cable.
A trescientos kilómetros, Robbie era todo oídos. Estaba solo en un despacho, encerrado con llave, escuchando a través de un «manos libres» que al mismo tiempo lo estaba grabando todo.
—¿Tú lo has visto jugar? —preguntó Joey.
—No —contestó Pryor.
Sus voces eran nítidas.
—Era un fenómeno. Corría por el campo como Lawrence Taylor, deprisa y sin miedo, y podía cargarse él solo toda una ofensiva. En segundo y tercer año ganamos diez partidos, pero con los Marshall nunca pudimos.
—¿Por qué no lo reclutaron los colegios importantes? —preguntó Pryor.
«Tú déjalo hablar», se dijo Robbie.
—Por la altura. A partir de primero de instituto ya no creció más, y no conseguía pasar de los cien kilos de peso, que es demasiado poco para los Longhorns.
—Pues tendrías que verlo ahora —dijo Pryor, sin perder comba—. Pesa menos de setenta kilos, está flaco y demacrado, se rapa la cabeza y se pasa veintitrés horas al día encerrado en una celda diminuta. Yo creo que se le ha ido la chaveta.
—Me escribió algunas cartas. ¿Lo sabías?
—No.
Robbie se acercó al manos libres. Era la primera vez que lo oía.
—Poco después de que se lo llevasen, cuando yo aún vivía en Slone, me escribió; dos o tres cartas, largas. Hablaba del corredor de la muerte, y de lo horrible que es: la comida, el ruido, el calor, el aislamiento y todo eso. Juraba que nunca había tocado a Nikki, y que entre ellos dos nunca había habido nada. Juraba que en el momento de su desaparición él estaba lejos del centro comercial. Me rogaba que dijera la verdad, para ayudarlo a ganar el recurso y salir de la cárcel. Yo no le contesté.
—¿Aún tienes las cartas? —preguntó Pryor.
Joey sacudió la cabeza.
—No, es que he vivido en muchos sitios.
Apareció la camarera, que se llevó la bandeja.
—¿Otra margarita? —preguntó.
Joey le hizo señas de que se fuera. Pryor se apoyó en los codos, hasta que su cara estuvo a unos cincuenta centímetros de la de Joey.
—Mira, Joey —empezó a decir—, llevo años trabajando en este caso; le he dedicado miles de horas, no solo de trabajo, sino pensando, intentando entender qué había pasado, y te voy a explicar mi teoría. Tú estabas colado por Nikki. ¿Por qué no? Era monísima, popular y sexy, el tipo de chica que dan ganas de llevarse para siempre a casa. Sin embargo, te rompió el corazón, y para un chico de diecisiete años no hay nada más doloroso. Estabas hecho polvo, destrozado. Luego desapareció. Fue una conmoción para toda la ciudad, pero a ti, y a los que la queríais, os horrorizó especialmente. Todos querían encontrarla. Todos querían ayudar. ¿Cómo podía haberse esfumado así, sin más? ¿Quién la había raptado? ¿Quién podía hacerle daño a Nikki? Quizá creyeras que Donté tenía algo que ver, o quizá no; en todo caso, estabas emocionalmente por los suelos, y fue entonces cuando decidiste intervenir. Llamaste al detective Kerber para darle el chivatazo anónimo, y a partir de ahí todo se convirtió en una bola de nieve. Fue el momento en que la investigación tomó un derrotero equivocado, y no hubo manera de pararla. Al enterarte de que había confesado, supusiste que habías hecho lo correcto, y que era el verdadero culpable; luego tuviste ganas de meter cuchara, inventaste lo de la camioneta verde y de repente eras el testigo estrella. Te convertiste en el héroe de toda esa gente estupenda que quería y adoraba a Nicole Yarber. Saliste a declarar durante el juicio, levantaste la mano derecha, y lo que dijiste no era toda la verdad, pero qué más daba; ahí estabas, ayudando a tu amada Nikki. A Donté se lo llevaron esposado, directamente al corredor de la muerte. Tal vez entendieses que algún día lo ejecutarían, o tal vez no. Yo sospecho que en aquella época, siendo aún adolescente, no podías darte cuenta de la gravedad de lo que está pasando ahora.
—Confesó.
—Sí, y su confesión sería tan de fiar como tu testimonio. Hay muchos motivos por los que se dicen cosas que no son ciertas, ¿verdad, Joey?
Hubo un largo paréntesis en la conversación, mientras los dos pensaban qué decir.
En Slone, Robbie esperó pacientemente, aunque no era un hombre que destacase por su paciencia, ni por tomarse momentos de reflexión silenciosa.
A continuación habló Joey.
—¿Qué pone en la declaración?
—La verdad. Declaras bajo juramento que tu testimonio en el juicio fue inexacto, y tal y cual. Lo preparará nuestro bufete. Podemos tenerla lista en menos de una hora.
—No corras tanto. ¿O sea que estaría diciendo que mentí en el juicio?
—Podríamos adornarlo, pero lo esencial es eso. También nos gustaría dejar zanjado lo del chivatazo anónimo.
—¿Y se presentaría la declaración en los tribunales? ¿Acabaría saliendo en el periódico?
—Claro. La prensa sigue el caso. Cualquier moción de último minuto, cualquier recurso, será noticia.
—Vaya, que mi madre leerá en el periódico que ahora digo que mentí en el juicio. Estaré reconociendo que soy un mentiroso, ¿no?
—Sí, Joey, pero ¿qué es más importante, tu reputación o la vida de Donté?
—Pero has dicho que la cosa está difícil, ¿no? Así que lo más probable es que yo reconozca ser un mentiroso y que a él le pongan la inyección de todos modos. Entonces, ¿quién sale ganando?
—Hombre, él no, seguro.
—Me parece que paso. Bueno, tengo que volver a trabajar.
—Venga, Joey…
—Gracias por invitarme. Ha sido un placer.
Salió del reservado y se fue del restaurante a toda prisa.
Pryor respiró hondo, fijando en la mesa una mirada de incredulidad. Justo cuando estaban hablando de la declaración, la charla se cortaba de golpe. Sacó lentamente el móvil y llamó a su jefe.
—¿Lo has grabado todo?
—Sí, palabra por palabra —dijo Robbie.
—¿Se puede usar algo?
—No, nada. Ni de lejos.
—Ya me lo parecía. Lo siento, Robbie. He creído que estaba a punto de ceder.
—Más no podías hacer, Fred. Te felicito. Tiene tu tarjeta, ¿verdad?
—Sí.
—Pues llámalo después de trabajar, salúdalo y recuérdale que puede hablar contigo cuando quiera.
—Intentaré quedar para tomar una copa. Me huelo que tiende a pasarse de la raya. A ver si consigo emborracharlo para que diga algo.
—Asegúrate de grabarlo.
—De acuerdo.