Plena Revelación

QUERIDO LECTOR CONSTANTE:

Esta es una novela de baúl, ¿de acuerdo? Quiero que sepas esto mientras aún tienes en tu poder el ticket de compra y antes de que la ensucies con un poco de salsa o helado, lo que complicaría o haría imposible su devolución.[1] Es una novela de baúl revisada y actualizada, pero eso no cambia su concepción básica. El nombre de Bachman aparece en ella porque es la última novela del período 1966-1973, los años de mayor productividad de este caballero.

Durante aquellos años fui en realidad dos hombres. Stephen King fue quien escribió (y vendió) varias historias de terror para vulgares revistas eróticas como Cavalier o Adam,[2] pero Bachman fue quien escribió una serie de novelas que no se vendían en absoluto. Entre ellas se incluían Rabia,[3] La larga marcha, Carretera maldita y El fugitivo.[4] Las cuatro fueron, al final, publicadas directamente en formato de bolsillo.

Blaze es la última de esas novelas primerizas; el quinto fragmento, si lo quieres así. Quizá, si insistes, solo se trate de otra novela de baúl de un escritor conocido. Fue escrita entre finales de 1972 y comienzos de 1973. Pensaba que era genial mientras la escribía y una mierda cuando la releí. Lo que recuerdo es que no llegué a enviarla a ninguna editorial, ni siquiera a Doubleday, donde había encontrado a un buen amigo llamado William G. Thompson. Bill fue quien más tarde descubrió a John Grisham, y fue Bill quien adquirió los derechos del libro que siguió a Blaze, un cuento retorcido pero bastante entretenido sobre un baile de graduación en el centro de Maine.[5]

Olvidé Blaze durante años. Luego, después de que las otras obras de Bachman se publicaran, lo rescaté y examiné detenidamente. Cuando llevaba leídas las primeras veinte páginas, concluí que mi primera impresión había sido la correcta, y volví a colocarle el chador. Me parecía que la redacción estaba bien, pero la historia me recordaba lo que Oscar Wilde dijo una vez. Él apuntaba que era imposible leer Almacén de antigüedades de Dickens sin llorar de risa.[6] Por lo tanto, Blaze quedó olvidado pero nunca se llegó a extraviar. Solo permaneció relegado en un rincón de la Biblioteca Fogler de la Universidad de Maine con el resto del material de Stephen King/Richard Bachman.

Blaze terminó pasando los siguientes treinta años en la oscuridad.[7] Entonces publiqué un escueto libro de bolsillo titulado Colorado Kid en la editorial Hard Case Crime. Esta línea de libros (idea original de un fantástico colega muy inteligente llamado Charles Ardai) estaba dedicada a resucitar viejas novelas negras y publicar nuevas historias de crímenes en formato de bolsillo. Kid era decididamente indulgente, pero Charles decidió publicarla de todas formas, con una de esas geniales portadas antiguas.[8] El proyecto completo fue un gustazo, salvo por lo lentas que fueron las liquidaciones.[9]

Cerca de un año más tarde, pensé que me gustaría volver al redil de Hard Case, posiblemente con algo más fuerte. Mis pensamientos se volvieron hacia Blaze por primera vez durante años, pero siempre se me aparecía la maldita cita de Oscar Wilde sobre Almacén de antigüedades. El Blaze que recordaba no era una dura novela negra, sino un drama lacrimógeno. Aun así, resolví que no dolería echarle un vistazo. Siempre y cuando pudiera encontrar el libro. Recordaba la caja de cartón, y recordaba el característico tipo de letra del texto (el de la vieja máquina de escribir que mi esposa Tabitha poseía en la facultad, una invencible Olivetti portátil), pero no tenía ni idea de lo que había sido del manuscrito que supuestamente estaba dentro de esa caja de cartón. Por lo que yo sabía, se había perdido, baby, perdido.[10]

Pero no. Marsha, una de mis dos estimadas asistentes, lo encontró en la Biblioteca Fogler. Ella no me dejaría el manuscrito original (yo, bueno, pierdo las cosas), pero me hizo una fotocopia. Cuando redacté Blaze, en la máquina de escribir debí de utilizar una cinta cercana a la muerte, porque la copia era difícilmente legible, y las notas en los márgenes eran poco más que borrones. Aun así, me senté y empecé a leer, preparado para sufrir las punzadas de la vergüenza que solo la versión joven de uno mismo puede proporcionarte.

Pero me pareció bastante buena, claramente mejor que Carretera maldita, la cual, en su momento, había considerado la definitiva ficción americana. No era una novela negra. Era, más bien, un intento de escribir una novela naturalista con crímenes como las que escribieron M. Cain y Horace McCoy en los años treinta.[11] Pensaba que los flashbacks eran realmente mejor que las historias lineales. Me recordaban la trilogía Young Lonigan de James T. Farrell y la olvidada (pero sabrosa) Gas-House McGinty. Sin duda, contenía las tres P,[12] pero había sido escrita por un hombre joven (tenía veinticinco años) que estaba convencido de que ESCRIBÍA PARA LA ETERNIDAD.

Pensé que Blaze podía ser reescrita y publicada sin demasiado rubor, pero probablemente no sería idónea para Hard Case Crime. De ninguna manera podría pasar por una novela policíaca. Pensaba que si la reescritura era despiadada, llegaría a ser una tragedia, aunque menor, sobre la vida de un pobre desafortunado. Por eso adopté los tonos planos y secos que la mejor ficción negra suele utilizar, incluso usé un tipo de letra llamada American Typewriter para recordarme a mí mismo en qué estaba metido. Trabajé rápido, sin mirar nunca atrás o adelante; quería capturar la impetuosa energía de esos libros (estoy pensando más en Jim Thompson y Richard Stark que en Cain, McCoy o Farrell). Decidí hacer las correcciones al acabar, a lápiz en lugar de en el ordenador, como dicta la moda actual. Si el libro iba a ser una vuelta al estilo del pasado, prefería adoptar totalmente la manera de escribir de aquellos años. También decidí desnudar cualquier sentimiento que pudiera haber en la narración, quería que el libro terminado fuera tan austero como una casa vacía sin ni siquiera una alfombra en el suelo. Mi madre habría dicho: «Quiero verle la cara de frente y desnuda». Solo el lector podrá juzgar si tuve éxito.

Por si te interesa (no tiene por qué; lo que tú esperas es una buena historia, y yo espero poder ofrecértela), todos los royalties e ingresos subsidiarios generados por Blaze se destinarán a The Haven Foundation, creada para ayudar a los artistas independientes que no han tenido mucha suerte.[13]

Otra cosa, ahora que te tengo sujeto por la solapa. He intentado mantener el marco temporal de Blaze lo más ambiguo posible, de manera que no parezca demasiado anticuado.[14] No obstante, resultó imposible actualizar todo el material; algunas cosas eran importantes para la trama.[15] Si piensas que el marco temporal de esta historia es «América, No Hace Tanto Tiempo», creo que tienes razón.

¿Podría cerrar el círculo donde comencé? Esta es una novela vieja, pero creo que me equivoqué en mi afirmación inicial de que era una mala novela. Puedes no estar de acuerdo… aunque no respecto a Almacén de antigüedades. Como siempre, Lector Constante, te deseo lo mejor, agradezco que leas esta historia, y espero que la disfrutes. No te diré que quiero que llores un poco, pero…

Bueno, sí, lo diré. Siempre y cuando esas lágrimas no sean de risa.

STEPHEN KING (por Richard Bachman)

Sarasota, Florida

30 de enero de 2007

Capítulo 1

1

GEORGE ESTABA EN ALGÚN LUGAR en la oscuridad. Blaze no podía verle, pero la voz llegaba alta y clara, áspera y un poco afónica. George siempre parecía resfriado. Había sufrido un accidente cuando era niño. Nunca contó lo que le había ocurrido, pero tenía una singular cicatriz en la nuez.

—Ese no, bobo, tiene pegatinas por todas partes. Consigue un Chevy o un Ford. Azul oscuro o verde, de dos años. Ni uno más ni uno menos. Nadie los recuerda. Y nada de pegatinas.

Blaze dejó atrás el pequeño coche de las pegatinas y continuó caminando. Notaba el débil latido de un bajo incluso ahí, en el extremo más alejado del aparcamiento del edificio de la cerveza. Era sábado por la noche y el lugar estaba a tope. Hacía un frío de muerte. George le había embaucado para dar un paseo por la ciudad, pero llevaba unos cuarenta minutos al aire libre y tenía las orejas heladas. Había olvidado su gorro. Siempre se olvidaba de algo. Comenzó a sacar las manos de los bolsillos de su chaqueta para cubrirse las orejas, pero George se lo prohibió. Dijo que sus orejas podían congelarse pero no sus manos. No necesitas las orejas para hacer un puente a un coche. Estaban a tres grados bajo cero.

—Allí —dijo George—. A tu derecha.

Blaze miró y vio un Saab. Tenía una pegatina. No parecía en absoluto el coche adecuado.

—Esa es tu izquierda —dijo George—. A tu derecha, bobo. Hacia la mano con la que te hurgas la nariz.

—Lo siento, George.

Sí, estaba siendo un bobo otra vez. Podía hurgarse la nariz con ambas manos, pero sabía que la derecha era con la que escribía. Pensó en ella y miró hacia ese lado. Allí había un Ford verde oscuro.

Blaze caminó hacia el Ford de manera exageradamente despreocupada. Echó una mirada por encima del hombro. El edificio de la cerveza era un bar universitario llamado La Bolsa. Era un nombre estúpido, la bolsa y las pelotas eran lo mismo. Estaba calle abajo. Los viernes y los sábados por la noche actuaba una banda. Dentro estaría a tope, haría calor y habría un montón de chicas con minifalda bailando como locas. Estaría bien entrar, solo para echar un vistazo…

—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó George—. ¿Paseando por Commonwealth Avenue? No engañarías ni a la ciega de mi abuela. Manos a la obra, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, solo estaba…

—Sí, ya sé en qué estabas. Concéntrate en tu trabajo.

—De acuerdo.

—¿Qué eres, Blaze?

Bajó la cabeza y se sorbió los mocos.

—Soy un bobo.

George siempre le decía que no debía avergonzarse por ello, pero que ese era un hecho sabido y había que admitirlo. No se puede engañar a nadie pensando que eres inteligente. Te mirarían y sabrían la verdad: las luces estaban encendidas pero no había nadie en casa. Si eras un bobo, tenías que limitarte a cumplir tu trabajo y salir huyendo. Y si te atrapaban, lo confesarías todo salvo el nombre de quienes te acompañaban, porque al fin y al cabo ellos se librarían de ti. George decía que los bobos mentían fatal.

Blaze sacó las manos de los bolsillos y las flexionó un par de veces. Sus nudillos chasquearon en el aire gélido.

—¿Estás preparado, hombretón? —preguntó George.

—Sí.

—Entonces iré a tomar una cerveza. Ten cuidado.

Blaze sintió el comienzo del pánico. Las palabras se le agolparon en la garganta:

—Oye, no, nunca he hecho esto antes. Solo te he visto hacerlo a ti.

—Bueno, esta vez vas a hacer algo más que mirar.

—Pero…

Se detuvo. No sabía qué era lo que seguía a continuación, salvo que deseaba ponerse a gritar. Podía oír el duro crujido de la nieve compacta mientras George se dirigía hacia el edificio de la cerveza. Al poco, sus pisadas se perdieron en los latidos del bajo.

—Jesús —dijo Blaze—. Oh, Jesucristo.

Se le estaban congelando las manos. A esa temperatura solo podría tenerlas fuera de los bolsillos cinco minutos. Tal vez menos. Se colocó junto a la puerta del lado del conductor y pensó que estaría cerrada. Si lo estaba, el coche no sería el adecuado, pues él no tenía la varilla de acero, era George quien la tenía. Pero la puerta estaba abierta. La abrió, entró, encontró la palanca que buscaba y tiró de ella. Luego salió y se puso frente al coche, tanteó el seguro, lo encontró y levantó el capó.

Llevaba una pequeña linterna en el bolsillo. La sacó, la giró y enfocó el haz hacia el motor.

Encontrar el cable del contacto.

Pero aquello era una maraña. Cables de batería, manguitos, conectores de bujías, el cable del acelerador…

Se quedó allí parado, el sudor se deslizaba por su cara y se congelaba en sus mejillas. Aquello no era bueno. Aquello nunca había sido bueno. Pero para una vez que había tenido una idea… No era una idea muy buena, pero como no tenía muchas no era cuestión de desaprovecharlas. Regresó a la puerta del conductor y la abrió de nuevo. La luz se encendió, pero eso no le ayudaría. Si alguien lo veía trasteando, pensaría que tenía problemas para arrancar. Seguro. En una noche tan fría como aquella tenía sentido, ¿no? Ni siquiera George podría discutírselo. No mucho, al menos.

Bajó el parasol con la tonta esperanza de que cayera una llave de repuesto; a veces la gente las guardaba ahí, pero lo único que había era un viejo rascador para el hielo. Lo intentó en la guantera contigua. Estaba repleta de papeles. Se arrodilló en el asiento y, resoplando, arrastró los papeles hasta el suelo del coche. Había muchos, y también una caja de Junior Mints, pero ninguna llave.

—Eh, bobalicón —le oyó decir a George—, ¿ya estás satisfecho? ¿Estás preparado para intentar hacer un puente?

Supuso que lo estaba. Pensó que al menos podría arrancar un par de cables y unirlos como hacía George y ver qué ocurría. Cerró la puerta y caminó hacia la parte delantera del Ford con la cabeza agachada. Entonces se detuvo. Una nueva idea le había golpeado. Regresó, abrió la puerta, se inclinó, levantó la esterilla y allí estaba. En la llave no ponía FORD en ningún sitio, no ponía nada porque era una copia, pero tenía la típica cabeza cuadrada y todo eso.

Blaze la cogió y besó el frío metal.

El coche abierto —pensó, y luego—: El coche abierto y la llave debajo de la esterilla. —Entonces pensó—: Después de todo, no soy el tipo más bobo de la noche, George.

Se puso al volante, cerró la puerta, insertó la llave en el contacto —encajó bien—, y se dio cuenta de que no podía ver el aparcamiento porque el capó aún estaba levantado. Echó una rápida mirada alrededor, primero a un lado y luego al otro, asegurándose de que George no había decidido regresar para ayudarle. George nunca le habría permitido terminar el trabajo si hubiera visto el capó levantado. Pero George no estaba allí. No había nadie. El aparcamiento era la tundra llena de coches.

Blaze salió y cerró el capó. Luego regresó al interior y se detuvo mientras echaba mano a la llave del contacto. ¿Y George? ¿Debía entrar en aquella granja cervecera y avisarle? Blaze, con la cabeza gacha, frunció el ceño. La lámpara del interior irradiaba luz amarilla sobre sus grandes manos.

¿Sabes? —pensó, levantando por fin la cabeza—. Que le den.

—Que te den, George —dijo.

George le había hecho hacer autoestop solo para reunirse con él en aquel lugar, y luego lo había abandonado otra vez. Le había dejado el trabajo sucio, y solo por la más estúpida de las suertes Blaze había encontrado la llave. Así pues, George podía irse al infierno. Que regresara andando a tres grados bajo cero.

Blaze cerró la puerta, metió primera, y avanzó por el aparcamiento. Una vez en la carretera, aceleró bruscamente; el Ford dio un brinco y la parte trasera del automóvil coleteó sobre la nieve congelada. Pisó el freno de golpe, agarrotado por el pánico. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando? ¿Irse sin George? Lo atraparían antes de que hubiese recorrido ocho kilómetros. Probablemente lo atraparían en el primer semáforo. No podía marcharse sin George.

Pero George está muerto.

Eso era una tontería. George estaba allí. Había entrado a por una cerveza.

Está muerto.

—Oh, George —gimió Blaze. Estaba encorvado sobre el volante—. Oh, George, no estés muerto.

Se quedó ahí sentado durante un rato. El motor del Ford sonaba bastante bien. No traqueteaba ni nada, y eso a pesar del frío. La aguja de la gasolina marcaba tres cuartos de depósito lleno. El humo del tubo de escape ascendía en el retrovisor, blanco y helado.

George no salía del edificio de la cerveza. No podía salir porque no había entrado. George estaba muerto. Había ocurrido hacía tres meses. Blaze comenzó a temblar.

Al poco, recobró el control. Comenzó a conducir. Nadie lo detuvo en el primer semáforo, tampoco en el segundo. Nadie lo detuvo en todo el trayecto hacia las afueras de la ciudad. Cuando cruzó la línea fronteriza, ya circulaba a ochenta kilómetros por hora. A veces el coche patinaba un poco en las placas de hielo, pero eso no le preocupaba. Se limitaba a girar en la misma dirección. Había conducido por carreteras heladas desde que era joven.

Fuera de la ciudad, aceleró el Ford hasta cien kilómetros por hora y se dejó llevar. Los amplios haces de luz bañaban la carretera como dedos brillantes y rebotaban en los montones de nieve de los arcenes.

Pensó en la cara de sorpresa del universitario cuando regresara con su novia universitaria a la plaza de aparcamiento vacía. Ella lo miraría y le diría: «Eres un bobo, no voy contigo nunca más, ni aquí ni a ningún sitio».

—No iré —dijo Blaze—. Si es una universitaria, dirá «No iré».

Eso le hizo sonreír. La sonrisa le transformó todo el rostro. Encendió la radio. Estaba sintonizada en una emisora de rock. Blaze giró el dial hasta que encontró música country. Cuando llegó a su cabaña, cantaba a voz en grito junto a la radio y se había olvidado completamente de George.

Capítulo 2

2

PERO LO RECORDABA a la mañana siguiente.

Esa era la maldición de ser un bobo. La pena siempre te sorprendía porque no eras capaz de acordarte de las cosas importantes. Lo único que se te quedaba en la cabeza eran las chorradas. Como el poema que la señora Selig les hizo aprenderse en quinto curso: «Bajo un frondoso castaño, se alza la herrería del pueblo».[16] ¿Para qué servía eso? ¿Para qué servía cuando te veías a ti mismo pelando patatas para dos aun sabiendo perfectamente que ni siquiera necesitabas pelar dos patatas porque el otro tipo nunca se había comido ninguna?

Bueno, quizá no era pena. Tal vez esa no era la palabra correcta. No si eso significa llorar y golpearse la cabeza contra la pared. No hacías eso para agradar a George. Sino por la soledad. Y el miedo.

George diría: «Dios mío, ¿podrías cambiarte esos jodidos calzoncillos? Ya casi se tienen de pie. Dan asco».

George diría: «Vas a coger una infección, guarro».

George diría: «Anda, joder, date la vuelta y yo te los cambiaré. Como a un bebé».

Cuando se levantó a la mañana siguiente del robo del Ford, George estaba sentado en la otra habitación. Blaze no podía verlo pero sabía que estaba sentado en el viejo sillón, como siempre, con la cabeza tan ladeada que la barbilla casi le descansaba sobre el pecho. Lo primero que dijo fue:

—La cagaste de nuevo, Kong. Felicita-mierda-ciones.

Blaze sintió un escalofrío cuando sus pies pisaron el frío suelo. Luego se enfundó sus zapatillas. Estaba desnudo, salvo los pies; corrió a la ventana y se asomó. No había ningún coche. Suspiró con alivio. Resopló por lo que podría haber visto.

—No, no la cagué. Lo oculté en el cobertizo, como tú me dijiste.

—Pero no borraste las malditas huellas, ¿verdad? ¿Por qué no pones un cartel, Blaze? POR AQUÍ SE VA AL COCHE ROBADO. Podrías cobrar entrada. ¿Por qué no lo haces?

—Oh, George…

—Oh, George, oh, George. Sal y barre las huellas.

—De acuerdo. —Se dirigió hacia la puerta.

—¿Blaze?

—¿Qué?

—Primero ponte los jodidos pantalones, ¿vale?

Blaze sintió que se le incendiaba el rostro.

—Como un crío —dijo George con resignación—. Un crío que ya puede afeitarse.

George sabía muy bien cómo molestar a alguien. Solo que al final resultó que molestó al tipo equivocado y fue demasiado lejos durante demasiado tiempo. Así era como acababas muerto, sin nada inteligente que decir. Ahora George estaba muerto, y Blaze reproducía su voz en su cabeza, dándole las líneas de diálogo más importantes. George llevaba muerto desde aquella mierda de juego en el almacén.

Debo de estar loco si pretendo seguir adelante con esto —pensó Blaze—. Un bobo como yo.

Sin embargo, se puso los calzoncillos (comprobó primero si tenían manchas), luego una camiseta térmica, una camisa de franela y por último unos pesados pantalones de pana. Sus botas de trabajo Sears estaban debajo de la cama. Su parka del ejército colgaba del pomo de la puerta. Buscó sus manoplas y las encontró sobre la estantería del destartalado horno de la habitación que hacía las veces de salón y cocina. Recogió su raído gorro con orejeras y se lo puso, inclinando ligeramente la visera hacia la izquierda para la buena suerte. Luego salió y cogió la escoba que estaba apoyada contra la puerta.

Era una mañana despejada y gélida. La humedad bajo su nariz se heló inmediatamente. Hizo una mueca cuando una ráfaga de viento le azotó en la cara con una nieve tan fina como el azúcar glas. Todo eso era por culpa de las órdenes de George. Él estaba dentro bebiendo café junto al hornillo. Como la noche anterior, que se fue por una cerveza y dejó que Blaze se las apañara con el coche. Y aún seguiría allí si no hubiera tenido la puñetera suerte de encontrar las llaves en algún sitio, bajo la esterilla o dentro de la guantera, ya no se acordaba. A veces le parecía que George no era tan buen amigo.

Barrió las huellas con la escoba, pero antes se detuvo varios minutos y las admiró. La mayoría permanecían marcadas y formaban sombras, eran perfectas. Era curioso que algo tan pequeño pudiese ser tan perfecto y que nadie se diera cuenta. Las contempló hasta que se cansó de mirar (no porque George le dijera que se diera prisa) y luego barrió las huellas en el corto sendero que conectaba con la carretera. La máquina quitanieves había pasado por la noche y había apartado las dunas de nieve que el viento amontonaba en las carreteras comarcales, donde se extendían campos abiertos por todas partes, por lo que cualquier otra huella también habría desaparecido.

Blaze regresó a la cabaña. Entró. Dentro hacía calor. Al salir de la cama hacía frío, pero en ese momento hacía calor. Eso también era divertido, cómo tu percepción de las cosas podía cambiar. Se quitó el abrigo, las botas y la camisa de franela y se sentó a la mesa; llevaba la camiseta y los pantalones de pana. Encendió la radio y le sorprendió no oír la música rock que George solía escuchar sino aquella animada música country. Loretta Lynn cantaba que tu buena chica iba a volverse mala. George se reiría y diría algo como «De acuerdo, cariño, puedes volverte mala delante de mis narices». Y Blaze también se reiría, pero en el fondo esa canción siempre le hacía sentirse triste. Muchas canciones country lo hacían.

Cuando el café estuvo caliente, se levantó de un salto y sirvió dos tazas. Colmó una de ellas con nata y gritó:

—¡George! ¡Aquí tienes el café! ¡No dejes que se enfríe!

No hubo respuesta.

Bajó la mirada hasta el café con nata. Él siempre bebía el café solo, así que ¿qué iba hacer con esa taza? ¿Qué iba a hacer? Algo le subió por la garganta y a punto estuvo de lanzar la maldita taza de café con nata de George a la otra punta de la habitación, pero no lo hizo. La llevó al fregadero y la vació. A eso se le llamaba controlar el temperamento. Cuando eras un tipo grandote, o hacías eso o te metías en problemas.

Blaze estuvo rondando por la cabaña hasta después del almuerzo. Luego sacó el coche robado del cobertizo y se detuvo junto a la escalera de la cocina el tiempo justo para apearse y lanzar varias bolas de nieve a las matrículas. Eso era muy inteligente. Así sería difícil leerlas.

—Por Dios bendito, ¿qué estás haciendo? —preguntó George desde el interior del cobertizo.

—No importa —dijo Blaze—. De todas formas, solo estás en mi cabeza.

Volvió a meterse en el Ford y fue hasta la carretera.

—Eso no es muy brillante —dijo George. Ahora estaba en el asiento trasero—. Estás conduciendo un coche robado. No has cambiado la pintura, ni las matrículas, ni nada. ¿Adónde vas?

Blaze no dijo nada.

—No irás a Ocoma, ¿verdad?

Blaze no dijo nada.

—Oh, joder, sí, vas a Ocoma —dijo George—. Que me den. ¿No tuviste suficiente con la otra vez?

Blaze no dijo nada. Había enmudecido.

—Escúchame, Blaze. Da la vuelta. Lo has robado, salta a la vista. Está claro. Es una completa locura.

Blaze sabía que tenía razón, pero no regresaría. ¿Por qué George siempre tenía que darle órdenes? Incluso muerto, no podía parar de dar órdenes. Sí, se trataba del plan de George, ese gran golpe con el que sueña cualquier ladrón de poca monta. «Solo nosotros podríamos hacerlo realidad», decía, pero normalmente lo decía cuando estaba borracho o drogado, nunca parecía que creyera realmente en ello.

Habían dedicado la mayor parte de su tiempo a hacer pequeñas estafas, y George casi siempre parecía satisfecho, no importaba lo que decía cuando estaba borracho o fumado. Quizá para George el golpe en Ocoma Heights no fue más que un juego, o lo que llamaba masturbación mental cuando veía a tipos con traje discutiendo sobre política en la televisión. Blaze sabía que George era inteligente. De lo que nunca había estado seguro era de sus agallas.

Pero ahora que él estaba muerto, ¿tenía elección? Blaze no era bueno en solitario. La única vez que intentó llevar a cabo un golpe después de la muerte de George, tuvo que correr como un cabrón para que no lo atraparan. Consiguió el nombre de la señora en la columna de las necrológicas, como George había hecho antes; soltó el mismo rollo que George; mostró los formularios (había una bolsa repleta de ellos en la cabaña, y de los mejores establecimientos); le dijo a la señora lo apenado que se sentía por tener que aparecer en un momento tan triste, pero los negocios eran los negocios y estaba seguro de que ella lo comprendería. Ella dijo que lo comprendía. Le pidió que aguardara en el vestíbulo mientras iba por su billetera. En ningún momento sospechó que había llamado a la policía. Si ella no hubiera regresado apuntándole con un arma, probablemente aún seguiría ahí de pie esperando a que la policía apareciese. Su sentido del tiempo nunca había sido bueno.

Pero ella había regresado con una pistola y le apuntaba. Era una pistola plateada de señora, con pequeños dibujos a los lados y perlas en la culata.

—La policía está en camino —dijo—, pero antes de que llegue, quiero que me expliques algo. Quiero que me digas qué tipo de maleante es capaz de estafar a una mujer cuyo marido aún no se ha enfriado en su tumba.

A Blaze le traía sin cuidado lo que ella quería que le contase. Se volvió y corrió más allá de la puerta y cruzó el porche y bajó la escalera hasta la calle. Una vez que le cogía el ritmo, corría bastante rápido, pero ese día le estaba costando, el pánico le hacía ir mucho más despacio. Si ella hubiera apretado el gatillo, podría haberle metido una bala en la parte de atrás de su cabezota, haberle destrozado una oreja o haber fallado el tiro completamente. Con un arma de cañón tan corto como aquel, era imposible saberlo. Pero no disparó.

Cuando llegó a la cabaña, medio gemía de miedo y tenía el estómago revuelto. No temía ir al calabozo o a la cárcel, ni siquiera temía a la policía —aunque sabía que podrían confundirle con sus preguntas, siempre lo hacían—, lo que le había asustado era la facilidad con que la mujer lo había calado. Como lo más fácil del mundo. A George rara vez lo calaban, y cuando lo hacían, él siempre sabía lo que estaba pasando y se escabullía.

Y ahora esto. No iba a salir impune de todo aquello, lo sabía, y seguía adelante de todos modos. Quizá lo que él quería era regresar. Quizá eso no sería tan mala idea, ahora que George estaba tan desmejorado. Deja que otro haga los planes y proporcione la comida.

Quizá lo que pretendía era que lo atraparan en ese instante, mientras conducía el coche robado por el centro de Ocoma Heights. Dejó a la derecha la casa Gerard.

En el invierno helado de Nueva Inglaterra, parecía un palacio congelado. Ocoma Heights era un barrio aristocrático (eso era lo que decía George), y las casas eran auténticas mansiones. Durante el verano las rodeaban de grandes extensiones de césped, pero ahora solo había gélidos campos de hielo. Estaba siendo un invierno muy duro.

La casa Gerard era la mejor de todas. George la llamaba la Reciente Mierda Robada Americana, pero a Blaze le parecía bonita. George dijo que los Gerard hicieron dinero con el transporte marítimo, la Primera Guerra Mundial los hizo ricos y la Segunda Guerra Mundial los beatificó.

La nieve y el sol reflejaban un fuego helado en las numerosas ventanas. George dijo que debía de haber más de treinta habitaciones. Él había hecho el trabajo preliminar como lector de contadores para la Central Valley Power. Eso fue en septiembre. Blaze conducía la camioneta, en lugar de robarla la habían tomado prestada, pero supuso que si la policía los atrapaba lo denominaría robo. La gente jugaba al croquet en el césped. Había algunas chicas, universitarias o quizá colegialas, muy monas. Blaze las observó y empezó a sentirse cachondo. Cuando George volvió y le ordenó que avanzara, Blaze le habló de esas chicas tan monas que ya habían dejado atrás.

—Las he visto —dijo George—. Se creen mejor que los demás. Piensan que su mierda no apesta.

—Aun así, son guapas.

—¿Y a quién le importa un carajo? —preguntó George de mal humor al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho.

—¿No te ponen cachondo, George?

—¿Unas niñas como esas? Estás de broma. Ahora cállate y conduce.

Ahora, recordando aquello, Blaze sonrió. George era como la zorra que no podía alcanzar las uvas y le decía a todo el mundo que estaban verdes. La señorita Jolison les leyó esa historia en segundo curso.

Formaban una gran familia. Estaban los ancianos señor y señora Gerard; él tenía ochenta años y todavía era capaz de beberse una jarra de whisky al día…, eso era lo que decía George. Después estaban el señor y la señora Gerard de mediana edad. Y luego los jóvenes señor y señora Gerard. El joven señor Gerard se llamaba Joseph Gerard III, y era realmente joven, solo tenía veinticinco años. Su esposa procedía de Armenia. George dijo que era una latina de mierda. Blaze pensaba que solo los italianos podían ser latinos de mierda.

Giró al final de la calle y volvió a pasar por delante de la casa; se preguntó qué se sentiría estando casado con veintidós años. Continuó la marcha, rumbo a casa. Ya había sido suficiente.

Los adultos Gerard tenían otros hijos aparte de Joseph Gerard III, pero esos no importaban. Lo que importaba era el bebé. Joseph Gerard IV. Un gran nombre para un niño tan pequeño. Solo contaba dos meses cuando Blaze y George completaron la lectura del contador de la casa en septiembre. Eso significaba que tenía… mmm…, habían pasado uno, dos, tres, cuatro meses entre septiembre y enero. Tenía seis meses. Y era el único bisnieto del primer Joe.

—Si vas a raptar a alguien, que sea un bebé —dijo George—. Un bebé no puede identificarte, así que puedes salir vivo. Tampoco puede joderte intentando escapar o enviando notas o cualquier otra mierda. Lo único que puede hacer un bebé es estar ahí tumbado. Ni siquiera se dará cuenta de que lo has raptado.

Eso había sido en la cabaña, sentados frente al televisor y bebiendo cerveza.

—¿Cuánto piensas que estarían dispuestos a dar?

—Lo suficiente para no volver a pasar otro día de invierno con el culo helado mientras vendes suscripciones falsas de revistas o falsificas tarjetas Red Cross —dijo George—. ¿Cómo suena eso?

—Pero ¿cuánto pedirías?

—Dos millones —contestó George—. Uno para ti y otro para mí. ¿Para qué ser avariciosos?

—A los avariciosos los atrapan —dijo Blaze.

—A los avariciosos los atrapan —convino George—. Eso es lo que te enseñé. Pero ¿qué puede esperar un trabajador, Blazecito? ¿Qué te he enseñado sobre eso?

—Su salario —dijo Blaze.

—Exacto —contestó George, y dio un sorbo a su cerveza—. Lo que le importa a un trabajador es su jodido salario.

Así que ahí estaba, conduciendo de regreso a la miserable cabaña donde él y George habían vivido desde que arribaron desde el norte, de Boston, en realidad planeando llevar a cabo aquella tarea. Él pensaba que lo atraparían, pero… ¡dos millones de dólares! Podrías ir a cualquier sitio y no volver a pasar frío nunca más. ¿Y si te pillaban? Lo peor que podrían hacerte era encerrarte en una celda para el resto de tu vida.

Y si eso ocurría, nunca más volverías a pasar frío.

Cuando el Ford robado estuvo de nuevo en el cobertizo, se acordó de barrer las huellas. A George eso le alegraría.

Luego cocinó un par de hamburguesas para la comida.

—¿De veras vas a hacerlo? —preguntó George desde la otra habitación.

—¿Bromeas, George?

—No, no estoy tomándote el pelo. Te he hecho una pregunta.

—Voy a intentarlo. ¿Me ayudarás?

George suspiró.

—Supongo que no me queda otro remedio. Ahora tengo que cargar contigo. Pero, Blaze…

—¿Qué, George?

—Pide solo un millón. A los avariciosos los atrapan.

—Vale, solo un millón. ¿Quieres una hamburguesa?

No hubo respuesta. George estaba muerto otra vez.

Capítulo 3

3

ESTABA PREPARÁNDOSE para llevar a cabo el secuestro aquella noche, cuanto antes mejor. George lo contuvo.

—¿Qué haces, tonto del culo?

Blaze se disponía a ir a arrancar el Ford. Pero se detuvo.

—Estoy listo para hacerlo, George.

—Hacer ¿qué?

—Raptar al niño.

George se rió.

—¿De qué te ríes, George?

Como si no lo supiera, pensó.

—De ti.

—¿Por qué?

—¿Cómo vas a raptarlo? Cuéntamelo.

Blaze frunció el ceño. Su rostro, feo de por sí, se convirtió en el de un troll.

—Como lo planeamos, supongo. Lo sacaré de su habitación.

—¿De qué habitación?

—Bueno…

—¿Cómo entrarás?

Esa parte la recordaba.

—Por una de las ventanas del primer piso. Solo tenían aquellos pestillos tan simples. Tú los viste, George. Cuando fuimos como trabajadores de la compañía eléctrica, ¿te acuerdas?

—¿Te llevarás una escalera?

—Bueno…

—Cuando cojas al niño, ¿dónde lo meterás?

—En el coche, George.

—¡Ah, malditas palabras! —George solo decía eso cuando tocaba fondo y no era capaz de encontrar otra expresión.

—George…

—Ya sé que lo meterás en el puñetero coche, en ningún momento he pensado que te lo traerías a casa a cuestas. Me refiero a cuando regreses aquí. ¿Qué harás entonces? ¿Dónde lo meterás?

Blaze pensó en la cabaña. Miró alrededor.

—Bueno…

—¿Y los pañales? ¿Y los biberones? ¿Y la comida para bebé? ¿O crees que cenará una hamburguesa y una botella de cerveza?

—Bueno…

—¡Cállate! Como vuelvas a repetir eso vomitaré.

Blaze se sentó en una silla de la cocina con la cabeza gacha. El rostro le ardía.

—¡Y apaga esa mierda de música! ¡Esa mujer canta como si le saliera la voz del coño!

—De acuerdo, George.

Blaze apagó la radio. El televisor, un Jap viejo que George se agenció en un mercadillo, estaba estropeado.

—¿George?

No recibió respuesta.

—George, vamos, no te vayas. Lo siento. —Podía oír cuán asustado estaba. Casi temblaba.

—Vale —dijo George justo cuando Blaze estaba a punto de desistir—. Esto es lo que vas a hacer. Tendrás que marcarte un tanto. Ese supermercado en el que solíamos pararnos en la carretera 1 para comprar jabón probablemente estaría bien.

—¿Sí?

—¿Aún tienes la Colt?

—Debajo de la cama, en una caja de zapatos.

—Úsala. Y cúbrete la cara con una media. Si no, el tipo del turno de noche te reconocerá.

—Sí.

—Ve el sábado por la noche, a la hora de cerrar. Digamos, diez minutos antes. No aceptan cheques, así que conseguirás entre doscientos y trescientos dólares.

—¡Claro! ¡Es genial!

—Blaze, hay una cosa más.

—¿Qué, George?

—No lleves la pistola cargada, ¿vale?

—Claro, George, ya lo sé, así es como trabajamos.

—Así trabajamos, exacto. Golpea al tipo si tienes que hacerlo, pero asegúrate de que solo aparezca en la tercera página de los sucesos locales cuando salga en los periódicos.

—De acuerdo.

—Eres un gilipollas, Blaze. Lo sabes, ¿verdad? Nunca lo conseguirás. Tal vez lo mejor sería que te pillaran en un golpe pequeño.

—No me cogerán, George.

No hubo respuesta.

—¿George?

No hubo respuesta. Blaze se levantó y encendió la radio. Para la cena ya lo había olvidado y preparó dos platos.

Capítulo 4

4

CLAYTON BLAISDELL, JR., nació en Freeport, Maine. A su madre la atropelló un camión tres años más tarde mientras cruzaba Main Street con una bolsa de comestibles. Murió al instante. El conductor estaba borracho y conducía sin licencia. En su defensa arguyó que lo sentía. Lloró. Dijo que regresaría a Alcohólicos Anónimos. El juez lo multó y lo condenó a sesenta días. El pequeño Clay comenzó así su Vida con Papá, que sabía un montón del bebercio y nada acerca de Alcohólicos Anónimos. Clayton Senior trabajaba para Superior Mills en Topsham, donde se ocupaba de cargar y reponer artículos. Sus compañeros de trabajo decían que nunca lo habían visto hacer su trabajo sobrio.

Clay ya sabía leer cuando comenzó el primer curso, y captó el concepto de dos manzanas más tres manzanas sin problemas. Ya entonces era demasiado grande para su edad, y aunque Freeport era una ciudad peligrosa, no se metía en problemas en el patio de la escuela, a pesar de que rara vez se le veía sin un libro entre las manos o debajo del brazo. Su padre era más grande, por supuesto, y a los otros chicos siempre les parecía interesante ver qué zonas del cuerpo tenía vendadas y cuáles contusionadas cuando Clay Blaisdell acudía al colegio los lunes.

—Será un milagro si llega a la adolescencia sin que lo hiera gravemente o lo mate —declaró un día Sarah Jolison en la sala de profesores.

El milagro no sucedió. Un sábado de resaca por la mañana, cuando no había mucho que hacer, Clayton Senior salió tambaleándose de su habitación del segundo piso del apartamento que él y su hijo compartían. Clay, sentado en el suelo del salón con las piernas cruzadas, miraba dibujos animados y comía Apple Jacks.

—¿Cuántas veces te he dicho que no comas esa mierda aquí? —inquirió Senior a Junior, luego lo levantó y lo lanzó por la escalera. Clay aterrizó sobre su cabeza.

Su padre bajó, lo agarró, lo cargó escalera arriba y lo lanzó abajo de nuevo. La primera vez Clay permaneció consciente. La segunda, las luces se apagaron. Su padre volvió a bajar, lo agarró, cargó con él escalera arriba y le echó una ojeada.

—Jodido hijodeputa —dijo, y lo lanzó una vez más—. Eh —le dijo al indolente ovillo que yacía al pie de la escalera y en el que se había convertido su hijo comatoso—. Quizá te lo pienses dos veces antes de comer esa jodida mierda en el salón.

Por desgracia, a partir de entonces hubo un montón de cosas que Clay no pudo pensar por dos veces. Permaneció en coma durante tres semanas en el Hospital General de Portland. El médico a cargo de su caso afirmó que sería un vegetal humano hasta el día de su muerte. Pero el muchacho despertó. Lamentablemente, sufrió daños en la cabeza. Sus días de llevar libros debajo del brazo habían terminado.

Las autoridades no creyeron al padre de Clay cuando les dijo que el chico se había hecho todo aquello al caerse por la escalera. Tampoco le creyeron cuando dijo que las cuatro quemaduras de cigarrillos a medio cicatrizar que el muchacho tenía en el pecho eran el resultado de «algún tipo de enfermedad de la piel».

El chico nunca volvió a ver el segundo piso del apartamento. Quedó bajo la protección del estado, y fue directamente desde el hospital hasta una casa de acogida, donde comenzó su nueva vida de huérfano. En el patio, dos niños que corrían bamboleándose como un par de trolls golpeaban las muletas en las que se sostenía. Clay se levantaba por sí mismo y recuperaba las muletas. No lloraba.

Su padre elevó alguna protesta en la comisaría de policía de Freeport, y muchas más en los bares de la zona. Amenazaba con acudir a la justicia para recuperar la custodia de su hijo, pero nunca lo hizo. Clamaba que amaba a Clay, y tal vez le amara, un poquito, pero de ser así, su amor era de ese que muerde y arde. El muchacho estaba mejor fuera de su alcance.

Pero no mucho mejor. Hetton House, en South Freeport, era poco más que una pobre granja para niños, y Clay tuvo una adolescencia desgraciada, aunque mejoró un poco cuando su cuerpo sanó. Al menos entonces podía mantener alejados a los abusones en el patio de juegos; él y los pocos niños más pequeños que se pusieron bajo su protección. Los abusones lo llamaban Lunk y Troll y Kong, pero él no recordaba ninguno de esos nombres, y dejaba en paz a los otros niños si ellos lo dejaban en paz a él. La mayoría de ellos lo hizo, después de que le propinara una paliza al peor de los abusones. No era malo, pero si lo provocaban podía ser peligroso.

Los niños que no le tenían miedo lo llamaban Blaze, y así fue como llegó a pensar en sí mismo.

Una vez recibió una carta de su padre: «Querido Hijo —decía—. Bueno, ¿cómo estás Tú? Yo bien. Ahora estoy trabajando en Lincoln Rolling Lumber. Estaría bien si esos ca****es no robaran durante Todo el Tiempo, ¡JA! Voy a comprar un pequeño terreno y cuando lo haya hecho iré a buscarte. Bueno, escríbeme una Cartita y cuéntale a tu viejo Papá cómo va todo. Puedes enviarme una foto. —Iba firmado—: Con Amor, Clayton Blaisdell.»

Aunque Blaze no tenía ninguna foto para enviarle a su padre, le habría escrito —su profesor de música, que daba clase los martes, le habría ayudado, de eso estaba seguro—, pero no había ningún remitente en el sobre, solo tenía una sucia y simple dirección: Clayton Blaisdell, JR. «La Casa-Orfanato» en FREEPORT MAINE.

Blaze nunca supo nada más de él.

Durante su estancia en Hetton House estuvo instalado con diferentes familias, siempre durante el otoño. Lo mantenían lo suficiente para que les ayudara a recoger la leña y tuviera los suelos y patios impolutos. Luego, cuando llegaba la primavera, decidían que no era adecuado para ellos y lo enviaban de vuelta. A veces aquello era muy malo. Y otras veces —como con los Bowie y su horrible perro de granja— fue realmente malo.

Cuando él y HH se despidieron, Blaze se adentró en Nueva Inglaterra por su propio pie. A veces era feliz, pero no del modo en que quería serlo, no del modo en que veía a la gente ser feliz. Cuando finalmente se asentó en Boston (más o menos; nunca llegó a echar raíces), lo era porque en el campo podía estar solo. Cuando estaba en el campo, a veces dormía en un granero y se despertaba durante la noche y salía y miraba las estrellas, y había muchas, y sabía que estaban allí desde antes que él, y que seguirían allí después de él. Era al mismo tiempo tremendo y maravilloso. A veces, cuando hacía autoestop y noviembre se aproximaba, el viento soplaba a su alrededor, sus pantalones flameaban y él hacía muecas por algo que había perdido, como aquella carta que llegó sin remitente. A veces miraba al cielo y veía un pájaro, y aquello podía hacerle feliz, pero a menudo sentía algo dentro de él que se hacía cada vez más pequeño y estaba a punto de romperse.

Es malo sentirse así —pensaba—, y si así me siento, no debería observar a los pájaros. Pero a veces alzaba la vista al cielo de todas formas.

Boston estaba bien, pero de vez en cuando aún se asustaba. Había un millón de personas en la ciudad, tal vez más, pero nadie quería estrechar la mano de Clay Blaisdell. Si lo miraban, lo hacían solo porque era grande y tenía la frente hundida. A veces lo pasaba bien, pero otras veces solo tenía miedo. Estaba intentando pasarlo bien en Boston cuando conoció a George Rackley. Después de conocer a George, todo fue a mejor.