Este libro está dedicado a:

Los que no le temen al amor y los que le temen con todas sus fuerzas;

Los que se sienten fuertes y los que aún no han reconocido su fuerza;

Los que se sienten diferentes y los que aman sentirse así;

Los que hemos amado a alguien con un amor infinito,

pero ese “alguien” se nos ha ido;

Los que quieren cambiar el mundo;

Las mujeres que son y serán sus propias heroínas;

Los padres a quienes muchas veces los hijos no hemos sabido entender, cuando ellos no han sabido entendernos;

A nuestras versiones del pasado,

que no tuvieron una historia como esta para sentirse acompañadas,

y a nuestras versiones del presente,

para nunca olvidarla.

Ti.

¿Qué se siente que te dediquen un libro?





El amor aparece siempre en lugares insospechados. Como un conjuro de magia, se materializa en aquella persona que conociste una vez en una fiesta, cuyo rostro te pareció antipático. O tal vez en la chica a la que llevas siguiendo una pequeña eternidad a través de internet, pero a la que nunca le hablaste porque la idea de tomarle la mano se presentaba solamente en el plano de lo irreal. O en el chico que se sentaba en la parte de atrás de la ruta del bus. O en el mejor amigo de tu mejor amiga. O en tu mejor amiga (como sucede en este libro).

Alguna vez yo también me enamoré de mi mejor amiga, pero no se lo dije jamás.

Alguna vez yo también amé por primera vez, lloré por primera vez, sentí miedo de desear a la persona incorrecta por primera vez. Y como suele pasar en las primeras veces: me sentí sola, desorientada, actuando siempre desde la sospecha y la intuición. Y al mismo tiempo: me sentí embriagada, con los sentidos saturados, con las ganas tatuadas sobre la piel y el corazón hinchado, lleno de certezas. Así que eso era amar. Ese miedo, esas náuseas, toda esa vida, toda esa abundancia, toda esa posibilidad de jugar con lo infinito entre los dedos.

Hace mucho pasé por ahí y, sin embargo, al leer este libro me descubro habitando ese espacio de nuevo. Siento nubes grises en la garganta. Me dan ganas de soñar, de escribir veinte veces el nombre de alguien en la parte de atrás de un cuaderno. Y esta vez me dan ganas de hacerlo sin aprensión, sin recelo.

Quisiera viajar en el tiempo y dejar de ser la adolescente que gastaba todo su recreo mirando fijamente la boca de su mejor amiga, para pasar a ser la adolescente que gastaba todo su recreo diciéndole a su mejor amiga que la amaba y que eso no estaba mal. Que no existe un lazo más profundo que el se forja entre dos mujeres o entre dos amigas. Que el amor siempre está dirigido a otro cuerpo y que está bien que ese cuerpo sea igual al mío.

Así que pienso en este libro como una máquina para viajar en el tiempo. Una en la que me reconozco, me acepto y me permito reescribir mi historia sin miedo.

Amalia Andrade

Escritora e ilustradora

Autora de los libros best sellers:

Uno siempre cambia al amor de su vida

(por otro amor o por otra vida),

Cosas que piensas cuando te muerdes las uñas y

Tarot magicomístico de estrellas (pop)

Cacher





¿AUTOSABOTAJE?



En este momento creo que “nuestro secreto” arruinó nuestro futuro y que no hay vuelta atrás. O, quien sabe, quizá nunca tuvimos uno.

Estábamos decididas a decirles la verdad, pero no así. Jamás lo habríamos hecho así. Teníamos planes y esto… esto no estaba dentro de ellos. Y quizás ya no tenemos nada. Quizás esa foto sea lo último que se vea de nosotras.

Pero M, no es tu culpa.

Es la mía.

Me prometí tantas veces que yo sí sería capaz de reprogramar tu seguridad, que yo sí podría hacer que asimilaras que el amor no es una amenaza, que yo sí podría comprobarte que naciste con capacidad de amar. Me prometí y te prometí tantas cosas, que terminamos por creerlas.

Hoy me duele mucho escribir esto porque mi vida la quiero contigo. Me dijiste que estabas estropeada y que necesitabas un arreglo. Que estabas cansada de ser un obstáculo para ti misma. Que ya no querías convertirte más en tu principal impedimento cuando se trata de salir de tu zona de confort emocional. M, discúlpame tú a mí. Yo pensé que podía arreglar tus miedos. Yo pensé que podría amarte de tal forma que no quisieras huir. Yo pensé que era la cura.

Ahora lo sé, fui demasiado ambiciosa. Pero pensé, te lo juro que pensé que podía. Yo no te hubiera prometido algo tan grande si hubiera dudado por un solo segundo de lo que fuimos, de lo que éramos y de lo que no sé si seguimos siendo.

Me enamoré… Y me enamoré tanto que a veces miro a las personas a mi alrededor y les hago el favor de desearles que algún día puedan sentir lo que siento yo contigo. Y te enamoraste… Te enamoraste tanto que creíste mis promesas.

Me han roto el corazón antes, pero no me ha importado darte los pedazos para que lo reconstruyas a tu antojo. En tu caso, me diste el tuyo, pero parece que no puedes evitar quitármelo de mis manos y, con los ojos llorando porque no lo quieres, romper tu propio corazón en pedacitos.

Sé que no fuiste tú, M, quien hizo lo que hizo.

Sospecho de tu miedo. El miedo que siempre te ha obligado a cometer autosabotaje.

Sé que si mi sospecha es real, no lo hizo para lastimarme.

Fue para lastimarte a ti.

El problema es que no calculó y el daño colateral fue el que nos lastimó a ambas. Qué impotencia ser testigo de ese mecanismo de defensa cuando te aleja del amor pensando que así te hará (y harás) menos daño. Qué impotencia saber que esta mañana éramos todo y que ahorita no podemos ser. Quiero despertar y que esta parte de nuestra historia no haya sucedido nunca.

Quiero que no hayas sido tú… no pudiste haber sido tú.

LO QUE FUIMOS

La vuelta al tiempo en un solo día


Si la escritura de mi ensayo no me hubiera dejado tan agotada, escribiría un cuento sobre mi día. El cuento tendría una estructura clásica: inicio, nudo y desenlace y sería una mezcla entre suspenso (por los momentos tensionantes que convierten el estómago y el alma en un nudo) y de ciencia ficción (porque la protagonista, yo, sería una viajera en el tiempo que primero va al pasado y después al futuro).

La historia iría más o menos así:

Inicio


Estoy en mi casa, sentada en el comedor con mi hermanita y mi papá. Es temprano, muy temprano, y desayunamos. Mientras le sirvo a Alana un plato de cereal y me hago un té inglés con leche y azúcar (como le gustaba a mamá), mi papá comienza a hablar sobre lo importantes que son la universidad, las buenas notas y las clases. En fin, sermonea sobre el futuro y cómo el estudio es la manera más probable de alcanzarlo. Parece que nos habla a las dos, pero sé que se dirige a mí: está preocupado por mi desempeño académico, y yo también debería estarlo.

Le cuento (por decirle cualquier cosa) que tengo que ver un clásico del cine para poder escribir mi último ensayo para la clase de Cine y Literatura. Parece que ha atrapado el anzuelo: deja el sermón, sonríe y me recomienda un teatro al que solía ir con mi mamá cuando eran novios. Asiento con la cabeza y le respondo frases genéricas: “Claro que sí, visitaré el cine”, “Lo prometo”.

Él parece feliz y puedo concentrarme en lo que realmente me importa: que Alana se coma hasta la última cucharada del desayuno.

Nudo


Cuarenta minutos más tarde, me bajo del taxi y llego al teatro del que me habló mi papá. Me doy cuenta de que viajé en el tiempo (aquí empieza la ciencia ficción). Parece que estoy en los años setenta: el edificio es inmenso y sus paredes grises, con grafitis que parecen cicatrices viejas. Un letrero, grande y luminoso, con letras negras y brillantes dice Casablanca. Voy hasta la taquilla y solo hay otra persona esperando, una chica muy alta y bien vestida. El vendedor se demora un buen rato en atendernos y, cuando por fin nos da nuestros boletos, entramos a la sala. Los asientos de terciopelo rojo parecen manchas de sangre bajo la luz de la proyección (empieza el suspenso). Solo estamos ella y yo. El resto: una multitud de asientos vacíos en medio de la semioscuridad que muerde el espacio. Ella se sienta al fondo, yo un poco más adelante, casi en la mitad.

Justo antes de que empiece la película, después de los cortos, hay una falla eléctrica en el teatro y nos quedamos completamente a oscuras. Siento terror (por la repentina oscuridad total y por perderme la película que necesitaba para escribir mi último ensayo del semestre) hasta que empieza a brillar una luz. Era ella, seis filas atrás de la mía, alumbrando el espacio con la linterna del celular.

Desenlace


Entre risitas de complicidad, salimos del teatro, pero las sonrisas se me acaban cuando veo que no tengo cómo devolverme para mi casa. La chica se da cuenta y se ofrece a llevarme en su carro con chofer. Cuando nos recogen, le cuento que si no veo Casablanca ese mismo día perderé mi primer semestre de universidad. Ella me dice que, coincidencialmente, tiene el DVD de la película en su casa, que si quiero me lo puede prestar. Cambiamos de ruta.

Primera parada: su casa y entrega del DVD. Cuando llegamos a donde vive me doy cuenta de que viajé otra vez en el tiempo. Esta vez al futuro: su casa parece sacada de una revista de arquitectura de épocas más avanzadas. La chica se baja del carro, entra a su vivienda futurista, recoge el DVD, me lo entrega y nos despedimos. Segunda parada: mi casa. El chofer me trae, veo la película con mi hermana, escribo mi ensayo en tiempo récord.

FIN.

Nota 1: El cuento real tendría muchos más detalles que este, que es solo un borrador.

Nota 2: La verdad no tengo ni idea de cómo se llama la chica que conocí hoy en el teatro, pero estoy casi segura de que su nombre empieza por “D” o al menos eso creo haber visto en los mensajes que le llegaban a su celular.

Nota 3: D (vamos a llamarla así) no soltó el celular ni un segundo y me recordó lo horrible y maleducado que es ese hábito. Es como si yo estuviera con un libro en la mano en todas partes y no fuera capaz de soltarlo y no dejara nunca de leer. ¿Qué tal que yo leyera en la mesa, en el cine y en clase mientras habla el profesor? Eso no estaría bien visto por nadie (y no estaría bien visto por mi mamá, que siempre me regañaba por vivir leyendo en vez de “socializar”).

Nota 4: Aunque no me gustó que estuviera pegada siempre al celular, le agradezco que haya sido tan generosa. Poca gente es tan amable con alguien que acaba de conocer y gracias a ella pude cumplirle la promesa a mi papá. Le dije a D que cuando quiera puede ir al café-librería en el que trabajo por un macchiato de cortesía.

Nota 5: Ahora que recuerdo, nunca le dije cómo se llama el café…

Qué estupidez. Debí haberle dicho: “Te invito a un macchiato de cortesía en Mocca, el café-librería en donde trabajo y en donde, además, es posible tomar libros prestados como en las bibliotecas públicas”.

Qué más da, me quedaré con el DVD…

Nota 6: Me gustó mucho Casablanca y a mi hermanita también. Creo que le sirvió para distraerse y se comió la mitad de las crispetas.

Hoy, casi tres años después de haber escrito por primera vez sobre ella en mi diario, me doy cuenta de que dejé por fuera del relato los detalles imprescindibles. Y aunque valoro los detalles por encima de cualquier otra cosa (algo característico de mí), entiendo que es normal: los diarios no son algo que uno escribe pensando en el futuro. Son, más bien, un registro de las preocupaciones que uno tiene en el presente, en el ahora. Y en ese entonces yo estaba muy preocupada por:

1) No perder el semestre (y no lo perdí).

2) La alimentación de Alana (que había perdido el apetito después de la muerte de mamá).

3) La escritura de cuentos (que desde ese día empecé a perfeccionar, influenciada por las historias de Raymond Carver y Cortázar).

Además, usaba mi diario para contarme a mí misma la historia de mi propia vida. Ahora lo uso para contar la historia de nosotras.

El día en que nos conocimos fue más o menos así:

Era miércoles y la película empezaba a las once de la mañana en el teatro más viejo de toda la ciudad. Llegué diez minutos tarde y la vi parada en frente de la taquilla, estaba en uno de esos ordenadores de fila (dos lazos recubiertos de terciopelo rojo) mirando su celular. Me paré detrás de ella y nos convertimos en el principio y el fin de la fila más corta del mundo: o todos habían entrado, o nadie más iba a entrar. Tenía susto de que la película ya hubiera comenzado porque sabía lo que eso significaba para mi semestre: una tragedia. Ella (en esos momentos era simplemente “ella”) era mucho más alta que yo y sus aretes largos y brillantes llamaron mi atención.

—¿Ves a alguien ahí? —le pregunté, impaciente y sin saludar, movida por la angustia de haber llegado tarde.

—No —me respondió, señalando con el dedo un letrero café oscuro pegado en la esquina superior del vidrio y que decía en letra casi ilegible: “Estoy en el baño, ya regreso”. Las dos nos reímos.

—Perdón —respondí—. Es que no traje mis gafas y no alcanzo a leer bien de lejos. ¿Estarán demorados?

Según la información de la página web del teatro, no había proyección de películas clásicas después de la función de matiné. Esta era mi última oportunidad de ver Casablanca y no quería perderme el principio de la película. “¿Qué diablos es una matiné?”, le pregunté a mi papá esa mañana, mientras hablábamos de mis entregas pendientes para la universidad. Y fue así, a regañadientes y mientras le servía una taza de cereal a mi hermanita, que conocí la historia del primer beso que se dieron mis papás. Tenían más o menos mi edad y en vez de irse al colegio se iban a la matiné a “ver una película”: el nombre clave que le daban a lo que en realidad era darse unos besos a escondidas de todos. Y aquí aprovecho para hacer una confesión que no hice en mi diario: mientras mi papá me contaba su historia, no podía evitar imaginarme que los que estaban dándose besos en el teatro vacío éramos Lucca y yo. (Luego hablaré más sobre él).

—¿Por qué no averiguamos? —me dijo mi papá con una emoción que solo despiertan los recuerdos que hemos dado por perdidos—. Es posible que todavía exista el teatro.

—¿Ir a un teatro en la mañana? —respondí, tras una risa irónica—. Tú sabes que nunca voy al cine, prefiero bajar las películas y verlas en casa, pa.

Aunque ambas cosas eran ciertas, preferí ocultarle que 1) no había encontrado la película en internet y 2) que si no entregaba el ensayo “Casablanca y la novela romántica” antes de la medianoche de ese día, iba a perder mi primer semestre de universidad. Pero como sabía que mi papá no se iba a parar de la mesa hasta que yo le asegurara que iba a ir su dichoso teatro, no tuve más remedio que prometérselo.

Después de la muerte de mi mamá, me convertí en una experta para incumplir promesas. Ese defecto se convirtió en una costumbre. Así lo quisiera (y la verdad era que no lo quería), no podía cambiar mi actitud, ni me esforzaba por ser más sociable, ni les daba prioridad a las cosas académicas. “¿Me lo prometes?” era la pregunta favorita de mi papá, como si con ella se aferrara a la posibilidad de que yo un día fuera otra vez merecedora de su confianza. Como cuando por fin, tras muchos esfuerzos y notas mediocres, pude graduarme del colegio y él trató de convencerme para que estudiara Literatura. Lo logró, confiado de que mi pasión por los libros sería más fuerte que mi tristeza. Estaba equivocado, como

siempre respecto a mí. En ese punto de mi vida yo seguía convencida de que nada nunca sería más grande que mi depresión y, a pesar de mi gusto por la lectura y la escritura, era irresponsable con todo lo relacionado con mi carrera. Pero esa mañana, después de la historia de los besos y el discurso sobre la matiné, decidí hacer un esfuerzo. Por él. Y a la larga, también por mí.

—Usualmente son muy puntuales —dijo la chica, a­lar­gan­do el cuello como si quisiera verificar que el vendedor no estuviera escondido en la taquilla—. No sé qué les pasó hoy.

—¿Usualmente? ¿Vienes mucho a las matinés? —pregunté sorprendida.

—Sí, este es mi teatro favorito.

La miré con curiosidad mientras me hablaba. De frente sus aretes no se veían tan escandalosos y aunque estaba sonriendo, parecía triste. Su pelo (café oscuro, como un espresso) estaba recogido en una cola alta y su cuello era largo y fino como ella.

Al verme tan curiosa, agregó:

—Venía con mi abuela cuando yo era más pequeña y desde entonces no he parado de venir. Además, tienen las mejores películas de amor.

Era obvio que para ella era una costumbre viajar en el tiempo: pasaba del futuro (su casa) al pasado (el teatro polvoroso que visitaba a menudo). Parecía un ser ajeno a esa realidad, parada allí en la taquilla, sola, perfectamente vestida, con su celular de última generación en la mano. A veces las apariencias engañan. Si la hubiera visto caminando por la calle, mis prejuicios me habrían llevado a imaginarla rumbo a un cine lujoso, en algún centro comercial de moda, en vez de al único teatro de la ciudad que parecía estancado en el tiempo.

—¿Y tú? ¿Cómo llegaste aquí? —me preguntó.

—Hoy mi papá me contó que cuando era novio de mi mamá se escondían aquí por las mañanas para no ir al colegio —respondí.

Sus ojos se iluminaron. El puntito de tristeza de pronto desapareció y sonrió, pero esta vez con todo el rostro.

—Qué inteligentes —dijo—. Si a mí se me hubiera ocurrido lo mismo, habría faltado todos los días al colegio.

A las dos nos dio risa su comentario, pero no alcancé a responderle nada porque en ese instante llegó el vendedor de las boletas a la taquilla. La chica se acercó a hablarle. No podía escuchar lo que decían. Miré el reloj, con miedo de que definitivamente me hubiera perdido Casablanca. Vi que sacó su billetera y pagó.

—La película todavía no ha empezado —me dijo mostrándome una boleta.

Empezó a guardar su billetera para retirarse de la taquilla. Era mi turno.

—¡Qué bueno! —Suspiré con alivio y metí mi mano en el bolsillo para sacar el dinero.

Ella se quedó mirándome.

—A mí me sobra una entrada, por si la quieres usar —dijo mostrándome en la mano la segunda boleta.

—Me da mucha pena —contesté—. Yo compro la mía, pero gracias.

—Es que si no la uso hoy no me sirve después —respondió, con un poquito de impaciencia en su voz.

—¿Segura? —le dije y ella sonrió—. Siendo así… —res­pondí y caminé apenada tras ella.

Por dentro el teatro era tan viejo como por fuera. Me pareció sorprendente que no lo hubieran remodelado para que se viera más moderno. No me refiero a un look vintage, porque ese no era el estilo del lugar. Era, a falta de una mejor palabra, viejo. Pensé que solo le faltaban las telarañas y los fantasmas para que fuera el set perfecto de una película de terror. También me sorprendió que el mostrador de las golosinas estuviera vacío y que las máquinas de crispetas estuvieran apagadas. Me sentí indignada e hice una nota mental: “Que no se me olvide decirle a mi papá que en su teatro fantasmagórico las películas empiezan tarde y no venden crispetas”. Por andar haciendo estas reflexiones casi pierdo de vista a D, pero alcancé a ver la puerta por donde había pasado.

Al entrar, vi que ella se había sentado en la última fila. No había nadie más en la sala. “¿Será que me siento a su lado?”, pensé, pero rápidamente decidí que mejor no, porque: 1) solo habíamos cruzado un par de palabras, o sea, éramos desconocidas 2) no me esperó para entrar a la sala y 3) yo había dejado mis gafas en casa y si me hacía en la última fila, no iba a ver nada. Me senté entonces seis filas por debajo de la de ella, mucho más cerca de la pantalla. Las sillas de la sala estaban forradas con el mismo terciopelo rojo que los lazos de la entrada y eran mucho más cómodas de lo que aparentaban. Puse mis pies encima de la silla que tenía al frente y pensé que, tal como había sospechado desde el inicio, nadie venía a las matinés. También pensé que tal vez no volvería, porque no me gusta ver películas sin crispetas.

Unos minutos después empezaron a rodar los cortos de las películas que iban a dar durante las mañanas de ese mes. Por primera vez me sentí encantada de estar en ese teatro viejo. Me dejaron de importar la falta de crispetas, el aspecto lúgubre, la tardanza en los horarios, y me imaginé regresando a la próxima matiné. Y a la próxima y a la próxima y a la próxima y así, hasta el infinito, envuelta en un sinfín de películas clásicas semana tras semana. Y fue justo entonces, cuando mi corazón estalló de alegría ante los cortos de La ventana indiscreta, que se fue la luz y todo quedó sumergido en una especie de baba espesa hecha de silencio y oscuridad. La chica prendió la linterna de su celular, podía escucharla haciendo sonidos que evidenciaban su nerviosismo, y casi de inmediato el señor de la taquilla entró a la sala iluminando todo con una linterna.

—Lo siento —nos dijo con voz perezosa y pausada—. Tuvimos una falla eléctrica y no vamos a poder proyectar la película.

Salimos en silencio de la sala y no hablamos hasta estar afuera. La chica no quitaba los ojos de su celular y yo no quitaba los míos de la calle, esperando que pasara un taxi. Entonces oí su voz diciendo: “Antonio, ya estoy afuera, ¿estás cerca?”. Al colgar, cruzamos miradas.

—¿Por aquí no pasan taxis? —pregunté, intentando sonar lo menos desesperada posible y sin intención de que ella me respondiera.

—No muchos —respondió: —Por eso siempre me recoge el chofer —calló un instante y me miró fijamente antes de continuar—. ¿Tú para dónde vas?

—Para mi casa.

—¿Y dónde queda tu casa?

—A unas veinte cuadras de aquí.

—¿De verdad? Entonces no es tan lejos de la mía… —dijo—. Si quieres te llevo.

Antes de poder responderle, Antonio llegó y así como sucedió con las boletas, no pude decirle que no ante su insistencia. Nos montamos en la parte de atrás de una camioneta grande y blanca. Ella miraba con insistencia su celular y yo, más movida por la curiosidad que por el chisme, alcancé a ver que alguien llamado Samuel le acababa de mandar un mensaje. El mensaje empezaba por la letra D y, aunque no pude leer más porque no tenía puestas mis gafas, supuse que D era la primera letra de su nombre (así nació su nombre para mí: “D”). Cuando terminó de leer el mensaje se despegó del celular, miró al frente y suspiró. Era evidente que estaba frustrada.

—¿Por qué querías ver Casablanca? —me preguntó de repente, como queriendo distraerse de lo que acababa de leer.

—Porque necesito verla para poder escribir mi última tarea del semestre —respondí—. Si no la veo hoy mismo, no voy a alcanzar a escribir el ensayo a tiempo y corro el riesgo de perder el semestre. Voy a ver si ahora que llegue a mi casa la encuentro en internet.

—¿Y cuándo tienes que entregarlo?

—Hoy, antes de las doce de la noche.

—Pues hoy tienes buena suerte —dijo con una sonrisa llena de seguridad—: tengo Casablanca en DVD. Te lo puedo prestar.

—¿En serio? —pregunté, confundida—. Entonces, ¿por qué fuiste a la matiné?

—Quería que mi novio la viera conmigo en un lugar especial, pero finalmente no pudo llegar —contestó sin mirarme a los ojos.

—Ah —reaccioné—. Por eso tenías dos boletas.

—Sí —dijo afirmando perezosamente con la cabeza—. La otra era para Samuel.

No hablamos mucho más en el camino hacia su casa, que desde lejos parecía una estrella que iluminaba la noche: un cubo gris con ventanales gigantes que brillaban con la luz del sol, rodeada por árboles grandes, fuertes, de hojas verdes muy oscuras, casi negras. La camioneta paró y de cerca la casa se veía aún más imponente. “Ya vengo, no me demoro”, dijo D bajándose y, mientras volvía, Antonio me puso conversación. Me contó que la niña vivía con sus padres y que su hermanastra, que vivía en el exterior, estaba actualmente en la ciudad. También me dijo que ella era de las personas más generosas que iba a conocer y, antes de que me pudiera contar algo más, D tocó en mi ventana. La abrí y recibí el DVD de sus manos.

—Mil gracias de verdad. Me salvas la vida —le dije casi tartamudeando de la felicidad.

—No hay problema. Te va a encantar.

—Seguro que sí. Cuando quieras, puedes pasar por el café-librería y te regalo un café en agradecimiento.

—¿Tienes una librería? —preguntó, alzando las cejas como entre sorprendida y maravillada.

—No —respondí apenada por no haberme expresado bien—. Trabajo como librera y barista en un café que a la vez es una librería.

—Interesante… Gracias por la invitación —dijo sonriendo mientras se alejaba del carro—. Adiós y que disfrutes mucho la película.



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